Patentes: un mal innecesario

JUAN DUBRA

Uno tiende a ver a las patentes como un mal necesario. Un mal, porque no permiten el uso de una idea que podría beneficiar a muchos: los medicamentos son caros porque hay que pagarle al inventor por el uso de su idea, y no pueden producirse medicamentos genéricos más baratos. También, se dice, las patentes son necesarias porque sin ellas nadie tendría incentivos a inventar nada: nos quedaríamos sin los beneficios de la investigación y desarrollo.

Recientemente han surgido varios argumentos en contra de las patentes. Comencemos por ver por qué son malas y después veremos que no son necesarias.

SON MALAS. Las patentes son malas por al menos tres motivos. El primero es que limitan la adopción de tecnología; el poder monopólico del inventor encarece la compra de la nueva idea por parte de potenciales usuarios. Sin patentes, se instalarían competidores a producir el nuevo producto y bajaría el precio, habría mayor inversión, mayor crecimiento económico y mayor uso de la tecnología por los consumidores.

Segundo, las patentes también son malas porque rezagan la adopción de nuevas innovaciones, el uso público del diseño sólo se permite al caducar la patente. Aquellos que quieren introducir mejoras en un invento patentado no pueden hacerlo hasta que vence la patente, o deberán pagar por el uso de la idea.

En contra de esta crítica se ha dicho que de no ser por las patentes, la descripción detallada de los nuevos inventos, que es requerida por la oficina que registra los inventos, nunca se haría pública, en vez de rezagar la adopción de tecnología, las patentes la acelerarían. Este argumento es incorrecto. Imaginemos que estamos en algún momento del pasado, que usted acaba de inventar la Coca-Cola y estima que le llevará a la gente 2.000 años darse cuenta de la fórmula. ¿La patentará? Si registra su invento, al caducar, cualquiera podrá producir Coca-Cola con la fórmula exacta. Si no la patenta, podrá ser el único que conoce la fórmula por 2.000 años. Deducimos entonces que no registrarla es mejor que registrarla; que para inventos a los cuales les llevaría largo tiempo hacer la "ingeniería reversa" no habrá patentes, y que las patentes no acortarán el período que llevará saber la fórmula exacta. Imaginemos, por el contrario, que usted acaba de inventar la carretilla y sabe que la gente comenzará a producir carretillas instantáneamente si no la registra. ¿La patentará? Si inscribe su invento, tendrá el monopolio legal para producir carretillas hasta su vencimiento. Si no la patenta, no obtendrá ningún beneficio. En este caso, lo único que hace la patente es retrasar el tiempo que se tarda en poner en dominio público el diseño exacto de una idea.

La tercera razón por la que las patentes son malas es porque generan incentivos muy fuertes al lobby y la búsqueda de rentas. Esto es así por tres motivos. Primero, porque los inventores y la oficina de patentes invierten cantidades considerables de recursos en la descripción detallada de las nuevas ideas y en verificar que lo que se está patentando es en efecto nuevo o distinto de inventos similares. Segundo, los poseedores de patentes gastan, y hacen gastar a los Estados, cantidades importantes de dinero en batallas legales relativas al uso apropiado de sus inventos. Finalmente, los inventores han gastado muchos recursos en convencer a los legisladores de extender cada vez más la duración de las patentes, y lo han conseguido.

Son comunes los ejemplos de patentes conocidas que ilustran todos sus problemas. Tomemos por ejemplo el caso de uno de los héroes de la revolución industrial, James Watt. En 1768 mejoró una vieja máquina de vapor y luego de seis meses de esfuerzo consiguió una patente hasta 1775. En la pelea por la patente vemos el primer uso improductivo de recursos. Después, con una costosa batalla legal, Watt logró encarcelar y empobrecer a Jonathan Hornblower, que había diseñado independientemente una mejor máquina a vapor. Los procedimientos legales son la segunda forma de gasto improductivo que mencioné antes. Finalmente, con sus conexiones en el Parlamento, Watt consiguió una extensión de la patente hasta 1800. El lobby es la última forma de gasto improductivo. Como en este caso, las extensiones de los plazos de las patentes en general se dan por las vinculaciones de alguien que ya inventó algo, y a quien no le interesan los incentivos a innovar. Otro caso famoso en este sentido es el Copyright Extention Act de 1998, informalmente conocido como el Disney Copyright Law, por medio del cual el gobierno americano extendió los Copyrights de Mickey y sus amigos hasta noventa años después de muerto su autor.

El caso de Watt también ilustra cómo las patentes limitan y rezagan el uso de nueva tecnología. Al término de la patente, en 1800, después de más de veinte años de producción comercial de las máquinas Watt, había en todo el Reino Unido sólo 321, produciendo alrededor de 30.000 caballos de fuerza. En ese momento hubo una explosión en la producción de máquinas a vapor, y sólo quince años después había más de 210.000 caballos de fuerza instalados sólo en Inglaterra. Además de limitar el uso de la tecnología, como en este caso, la patente de Watt también rezagó la adopción de nuevas ideas. Recién después de expirada la patente se introdujeron al mercado las innovaciones que harían posible la revolución industrial: inventores que habían desarrollado mejoras sobre la máquina de Watt no las dieron a conocer hasta que expiró la patente, por temor a represalias legales.

SON INNECESARIAS. Las patentes son malas y también innecesarias. Para ver por qué, analizaremos el argumento de aquellos que defienden la existencia de patentes. Se dice que son la única manera de asegurar que un inventor pueda ganar algo de dinero, y así asegurar que existan los incentivos apropiados para llevar adelante proyectos de investigación y desarrollo. El tipo de ejemplo utilizado para ilustrar la idea es el de la carretilla. Como es fácil copiar el diseño de la carretilla, una vez que se haya producido la primera, los imitadores entrarán al mercado y llevarán el precio de las carretillas hasta su costo unitario. Esta dinámica de mercado no le permitirá al inventor recuperar el costo que le insumió el primer diseño, y por tanto nadie tendrá incentivos a invertir en el primer diseño de la carretilla.

Para que este argumento a favor de las patentes "funcione" se necesitan dos requisitos, que en general no se cumplen. Primero, se necesita que sea fácil hacer la ingeniería reversa de los inventos. Si fuera difícil, durante el tiempo que les lleva a los competidores entrar al mercado, el productor de la idea tendría una renta derivada de su monopolio que posiblemente le permitiría recuperar el costo del diseño. Entonces, la relevancia de la defensa de las patentes es un tema empírico: ¿qué tan difícil es hacer la ingeniería reversa de los nuevos inventos? Cada vez más, las ideas productivas son menos evidentes que la carretilla. La evidencia empírica indica que los beneficios que derivan los competidores de los inventos ajenos, aún sin patentes, son escasos o nulos. Esta dificultad en hacer la ingeniería reversa habría permitido vender las primeras copias de, por ejemplo, el horno a microondas a algunos cientos de miles de dólares, las siguientes a unos miles de dólares y finalmente a unos cientos de dólares. Las primeras copias las comprarían las empresas competidoras para hacer la ingeniería reversa, las siguientes algunos restaurantes que no pudieran esperar a que salieran las copias, y finalmente comprarían los hogares.

El segundo requisito para que funcione la defensa de las patentes es que, una vez hecha la ingeniería reversa por los competidores, el precio de los productos que contienen la idea caiga hasta su costo unitario de producción. Si no fuera así, y el precio se mantuviera por encima del costo, el inventor podría recuperar lo invertido para crear la idea. El problema con ese argumento es que el precio rara vez, si no nunca, es igual al costo. Pensemos por ejemplo en lo que pasa en cualquier industria, por ejemplo, la de los buzos. En una primera instancia, la fábrica tendrá un costo fijo inicial por su construcción. Una vez construida, los buzos se producirán a un costo constante. Según el argumento a favor de las patentes, ninguna fábrica de buzos podría ganar lo suficiente para pagar el costo inicial incurrido para su construcción: el gobierno debería establecer un monopolio legal para esta industria.

Por supuesto, esta no es la solución al problema del costo fijo inicial y costo unitario constante. La primera fábrica de buzos, como la primera copia de una idea, tiene una determinada capacidad de producción. No puede producir en forma ilimitada y por tanto producirá hasta que llegue al límite de su capacidad. Entonces, la demanda disponible excederá la limitada oferta y los consumidores estarán dispuestos a pagar por encima del costo unitario. En consecuencia, el dueño de la primera fábrica o de la nueva idea, podrá vender a un precio que se ubique por encima del costo unitario. Con esa renta podría cubrir el costo fijo inicial. Con el tiempo, imitadores entrarán al mercado aumentando la oferta disponible y el precio de venta se reducirá hasta que no queden rentas que excedan el costo de construir la fábrica.

Vemos entonces que la justificación para la existencia de patentes carece de fundamentos sólidos. Sin duda, eliminar las patentes reducirá los beneficios de aquellos que crean algo nuevo sin utilizar ninguna otra idea patentada. Pero aún para ellos, hemos visto que es posible obtener beneficios y tal vez cubrir sus costos. Y si un inventor crea algo utilizando ideas ajenas, gana por la eliminación de las patentes, pues debe pagar las ideas de otros. Como en general las innovaciones se construyen sobre ideas ya existentes, parece socialmente óptima la eliminación de los monopolios intelectuales.

Basado en el libro "Against Intellectual Monopoly," de Michele Boldrin y David Levine.

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