Menos gasto público, más bienestar general

Luego de sorteada la etapa presupuestal, es oportuno que se defina una instancia de análisis del gasto verdaderamente necesario, de la eficacia en el logro de su objetivo y de la mayor eficiencia para lograrlo.

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Al finalizar la semana anterior, el riesgo país de Uruguay, que mide el premio que el sector público no financiero debe pagar por encima de las tasas de interés o del rendimiento de los similares valores mobiliarios en dólares libres de riesgo, llegó a 62 puntos básicos. Se trata de un resultado que deriva de una calificación crediticia del país muy buena y que, en la jerga financiera, implica que tiene el “grado inversor” que conceden las calificadoras de riesgo internacionales. En otras palabras, lo que esto significa es que se trata de un país en el que las instituciones oficiales que asumen deudas financieras tienen alta probabilidad de cumplir con el pago a su vencimiento.

Recuerdo que hace 23 años, en julio de 2002, el riesgo país en Uruguay alcanzó a 3.099 puntos básicos —un registro 50 veces el actual—, que sumado a la tasa de interés libre de riesgo por un préstamo de esa naturaleza, reflejaba entonces, la alta incapacidad del repago de las deudas de parte del sector público no financiero local. El país se encontraba en una grave situación económica y financiera originada por la crisis económica de Argentina—que pasaba por una declinación profunda de su actividad y el abandono de la “tablita cambiaria” seguida de fuerte devaluación —, y por la bancaria —por congelación de depósitos bancarios privados —, con consecuencias inevitables por la falta de confianza que esta última afectaba a nuestro sistema financiero. Por si fuera poco, un país —el vecino— que a fines de 2001 tenía como derivación política la salida de su presidente y la sucesión de varios otros, en un lapso de pocos días, en el que uno de ellos decidiera el no pago de la deuda del gobierno, el default.

La crisis local, por contagio de Argentina, llevó rápidamente a nuestro gobierno a su creciente desfinanciamiento desde el inicio de 2002, que se agravaba por la negativa de apoyo financiero del Fondo Monetario Internacional que, prácticamente, sugería el default de la deuda uruguaya como también lo sugería la oposición política y a lo que, terminantemente se opusieran el entonces presidente de nuestro país, el Dr. Jorge Batlle y su equipo económico, quienes lograron el apoyo del primer mandatario norteamericano George W. Bush para la solución financiera.

En 2002 el déficit fiscal de nuestro país era 4,5% del PIB y la deuda del sector público no financiero (SPNF) era del orden del 70% del PIB, en ambos casos del orden de los actuales desde el punto de vista relativo al tamaño de la economía. Hoy el déficit del SPNF se ubica en el entorno de 4,1% del PIB y en suba y el endeudamiento bruto del SPNF en 67% del PIB y en 59% el endeudamiento neto. Registros similares para situaciones con dos diferencias notorias, pues en 2002 el Banco Central tenía reservas internacionales prácticamente negativas y, además, Uruguay había perdido el “grado inversor”, que por primera vez había logrado durante el segundo gobierno del Dr. Julio María Sanguinetti tras los ajustes realizados por la administración anterior, la del Dr. Luis Lacalle Herrera.

Sin dudas, las decisiones tomadas por el Dr. Batlle han marcado desde entonces, la voluntad de nuestro país de honrar sus obligaciones financieras aún en circunstancias económicas extremadamente débiles, como la de 2002, lo que ha permitido que en los últimos 23 años, el grado inversor no solo se haya restituido por las calificadoras de riesgo sino además, mejorado a grados superiores al que se perdiera en aquella oportunidad.

Es bueno recordar la historia pues muestra que se pueden encontrar caminos para evitar situaciones disruptivas como las narradas.

El riesgo país depende del monto y cronograma de pago de la deuda, de la situación fiscal y de la capacidad y voluntad de pago de sus obligaciones financieras que tenga el país. Con los antecedentes mencionados que se complementan con la historia de ajustes fiscales que ha habido en las últimas dos décadas, todos con aumento de la presión tributaria —alza de impuestos —, es momento que, para evitar el agravamiento de situaciones por aumento del gasto público pese a sucesivas e ineficaces reglas fiscales, se piense en proceder a un ajuste estructural del gasto público. El objetivo fundamental de ese ajuste de los desequilibrios fiscales que llevan a un aumento ininterrumpido del endeudamiento es para detener además, el creciente financiamiento con reformas tributarias.

Luego de sorteada la etapa presupuestal que hoy vivimos y que como la experiencia de etapas similares anteriores, no resuelve ni encara una reforma que evite ajustes tributarios que atentan contra el crecimiento, la inversión y el empleo, es momento que se defina una instancia de análisis del gasto verdaderamente necesario, de la eficacia en el logro de su objetivo y de la mayor eficiencia para lograrlo.

La mayor eficiencia en el gasto que se pueda lograr tendrá probablemente costos privados importantes, como la reducción del empleo de trabajadores estatales directos y de otros indirectamente vinculados al sector público, en caso de finalización de la relación de empresas privadas por finalización de la demanda estatal por su oferta. Esa depuración de los egresos del sector público con los costos señalados, tendrá su contrapartida en un doble sentido. En primer lugar, porque se podrá apoyar a los programas con mayor retorno para la sociedad —educación, salud— y porque la posible eventual reducción de la tributación que surja quedará en los contribuyentes privados, que se materializará en un mayor gasto de los contribuyentes con efecto multiplicador mayor que el del gasto estatal. El “spill over” del gasto privado en beneficios para una sociedad ha sido y es siempre, superior al del gasto público.

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