Carlos Steneri
La implosión de la economía argentina confirma una vez más que el populismo fenece cuando se agotan los recursos para financiarlo.
En este caso, se destruyeron las fuentes de financiamiento voluntario, tanto externas, a través de la emisión de deuda, así como las domésticas, al confiscar los activos en dólares acumulados en las administradoras de fondos de pensión (Anses). Agotaron la capacidad del Fondo Monetario como prestamista de última instancia, convirtiéndose en el mayor deudor de toda la historia de esa entidad. Mutilaron la capacidad de expansión de un sector exportador agroindustrial, a través de la imposición de altas detracciones y un tipo de cambio cotizado por debajo de su nivel de equilibrio. Y con ello potenciaron al límite la emisión monetaria como recurso de última disponibilidad, para financiar un déficit global del 10% del PIB, (incluyendo gobierno, provincias y servicio de la deuda emitida por el Banco Central).
El resultado es otra crisis de balanza de pagos, inflación superior al 100% y acelerándose, con el riesgo de mutar en hiperinflación si no se actúa para revertir rápidamente. Y como corolario, el drama del índice de pobreza (40%), nivel muy superior al vigente hace pocas décadas atrás (8%).
Este panorama confluye en un fin de gobierno deflecado por los forcejeos de los cobros de cuentas entre los responsables de la debacle, lo que fragiliza una transición ordenada capaz de ejecutar correctivos, que recién culmina el próximo 10 de diciembre. La crisis argentina del 2001-2 no es idéntica a la actual, pero rima. En aquel momento el objetivo era desembarazarse de un régimen cambiario de paridad fija con el dólar, (convertibilidad 1 dólar=1 peso) que estaba en disonancia con el desempeño fiscal y amplificaba los efectos recesivos que la devaluación de la moneda de Brasil en 1989, que era a su vez su principal socio comercial. Esto, inmerso en una restricción de financiamiento externo (sudden stop) por razones ajenas a la región.
Los vaivenes de la resolución del proceso derivaron en sucesivas crisis políticas que hicieron desfilar varios presidentes en 10 días y, lo más importante, el realineamiento de precios relativos distorsionados junto al repudio en el Congreso por aclamación de la deuda externa (enero 2002) y la pesificación asimétrica de los pasivos y activos de los balances bancarios, licuando a los deudores y expropiando a los depositantes en dólares al entregarles pesos.
Hoy esos extremos no están sobre la mesa, aunque coexisten otras realidades que potencialmente fragilizan los balances bancarios de las entidades privadas y públicas. Desactivar esa dinámica sin generar otros efectos colaterales adversos requiere precisión de relojero entre la contracción fiscal necesaria, las modificaciones del régimen cambiario, el ajuste de la política de ingresos y tributaria, para culminar con la corrección de las distorsiones imperantes en las tarifas de servicios públicos y la energía.
Bajo estas circunstancias, será la política la que dotará a los responsables los márgenes de maniobra necesarios, disipará las tensiones sociales provocadas por cambios que serán de envergadura y resistirán las presiones corporativas.
La pregunta es si el gobierno saliente está en condiciones de proveer ese marco que requiere para concretarlo y dar el paso para acercarse a quienes probablemente serán sus reemplazantes. Los países no viven en crisis perpetuas pues de una manera u otra resuelven el problema, aunque la calidad de los resultados depende en el qué hacer y cómo lo ejecutan.
Dados los antecedentes y las restricciones que enfrentan, el camino que tomarán no será el óptimo. De lo que estamos seguros es que adoptarán como llave de salida el potenciamiento de su competitividad externa para exportar más y crecer. Además necesitan contraer el gasto medido en dólares para oxigenar su disponibilidad de divisas. Todo ello equivale a promover un tipo de cambio real que cumpla ambos cometidos (sobre devaluado).
Argentina sigue siendo un socio comercial importante para nuestro país, por lo que aporta al sector servicios (turismo) y su efecto con el comercio transfronterizo. Es un hecho que se potencia cuando la brecha cambiaria es significativa llevando su impacto a escala nacional y a todos los sectores, incluso en los no transables (servicios personales).
Aunque su futura administración logre una salida ordenada, esta realidad tomará un tiempo en disiparse. Ello implica un cambio de paradigma de la realidad regional que debe tenerse en cuenta, máxime cuando no se vislumbran impactos compensatorios al no esperarse mejoras en nuestros precios de exportación, y las tasas de interés internacionales están en un plateau donde la inflación persistente limita posibles rebajas sustantivas. Este cambio de paradigma obliga a la coordinación de la política fiscal, de ingresos y monetaria como forma de atemperar los impactos externos adversos que muestran signos indelebles de permanencia. De lo contrario, se estarían despertando fuerzas recesivas adicionales innecesarias, en un escenario de crecimiento que ya desde el último trimestre del año pasado muestra atonía y que, visto el desempeño ulterior en el primer trimestre del año, fuerza a reproyectar a la baja la tasa de crecimiento para el 2023.
El arte de la política económica es adaptarla a las circunstancias sin abandonar sus objetivos básicos. Este es uno de esos momentos, donde la coordinación entre todos sus pilares básicos, debe ser el eje central de su ejecución. No hacerlo arriesga a lastrar innecesariamente el crecimiento económico y erosionar los buenos resultados logrados.