OPINIÓN
El comienzo de un ciclo de inestabilidad económica y política en varios confines del mundo
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La variedad de los impactos que irradia la guerra en Ucrania, coloca en un segundo plano hechos como la apreciación sustancial del dólar respecto a las monedas más relevantes en lo que va del año, así como las dificultades que tienen áreas sustanciales del mundo para abastecerse de alimentos básicos.
En tiempos normales, ambos sucesos serían motivo de alertas, en particular por sus efectos en el mundo industrializado, en los países en desarrollo y en particular, en las naciones más pobres. Con un conflicto bélico en desarrollo, sus efectos adversos se potencian, pues son fermento para causar inestabilidad política por doquier.
Como efecto positivo, la apreciación del dólar ayudaría a frenar el empuje inflacionario en Estados Unidos a través del abaratamiento de sus importaciones, mejorar la capacidad de competencia al resto del mundo, en particular la referente a los países en desarrollo exportadores. Lo negativo es la velocidad y magnitud de la apreciación, que en el correr del último año fue de 16%, algo no visto en las dos décadas previas. En otro contexto, Estados Unidos hubiera acusado de una guerra de monedas que obligaba a medidas compensatorias de su lado (aranceles) o acciones desde Europa, Japón y China.
Hoy el mundo transita coordenadas distintas. Desde 1945 es la primera vez que hay un conflicto bélico entre dos países europeos soberanos. En tales circunstancias, el dólar es el refugio preferido, atrayendo capitales hacia ese país, ayudando a financiar el déficit de su cuenta corriente. A su vez, la postura contractiva de la FED respecto a la del Banco Central Europeo, fortalece las expectativas de apreciación del dólar.
En cambio, el foco de inestabilidad se dirige hacia el mundo en desarrollo, por el aumento simultáneo del precio de la energía, de los alimentos y el alto endeudamiento, denominado en dólares y creciente por la pandemia.
Esto conduce hacia situaciones extremas, donde no son ajenas las hambrunas, potenciales defaults en el servicio de deudas y, por ende, el comienzo de un ciclo de inestabilidad económica y política en varios confines del mundo.
Lo cierto es que la delicada maniobra de reabsorción de la enorme masa monetaria emitida para resolver la crisis financiera del 2008-9 y las necesidades inducidas por los embates de la pandemia, ahora se encuentra entre el fuego cruzado de contraer más para cumplir su objetivo de controlar la inflación, con el riesgo de apreciar más al dólar y generar una reversión de capitales desde los países en desarrollo, que siempre lleva a resultados indeseados. Y todo esto, enmarcado en un conflicto bélico sin fin predecible, que coloca al mundo al borde de una situación inédita en la historia reciente.
También, la guerra proyecta una crisis alimentaria sin antecedentes cercanos. Rusia y Ucrania explican el 30% y 60% de las exportaciones mundiales de trigo y aceite de girasol respectivamente. Para 26 países son los proveedores de la mitad de sus necesidades de granos. La FAO estima que la guerra dejará entre 20-30% de la tierra arable de Ucrania sin cultivar en 2022, a lo que se agrega el bloqueo de sus puertos que le impide exportar su cosecha. Por su lado Rusia, principal productor mundial de fertilizantes, prohibió su exportación generando faltantes y aumento récord de su precio; China hizo lo mismo aduciendo razones estratégicas.
Según la FAO, los precios de los alimentos subieron en promedio un 30% durante el último año. El Banco Mundial estima que, a escala global, por cada punto de suba en el precio, 10 millones de personas son empujadas a la extrema pobreza. Y eso se concentra en países donde ya están agotadas las fuentes para financiar subsidios compensatorios.
Eso genera malestar social, que no es patrimonio solo de países como Sri Lanka, Perú o Túnez. Francia piensa emitir vouchers para los hogares más pobres. Otros países, como India, acaban de prohibir la exportación de trigo, buscando rebajar su precio doméstico y provocando alzas en su cotización internacional. También induce a la formación de stocks estratégicos de alimentos y fertilizantes como amortiguadores de esos impactos, lo cual exacerba la escasez, las subas de precios y los daños sobre las economías más pobres.
Así llegamos a que la seguridad alimentaria adquiere la categoría de una necesidad estratégica, básica a nivel de naciones, en cuyo logro no importan las consecuencias ulteriores sobre el resto del mundo. La mayoría de los programas globales o unilaterales de ayuda alimentaria del pasado no han resultado. Ahora se introduce como causante una dimensión política, no climática, que complejiza una solución para la cual hasta ahora no hay una buena respuesta. Buscarle una no admite demora, pues evita mayores daños sociales y el surgimiento de focos de inestabilidad política.
No puede sustraerse como comentario el privilegio que tiene nuestro país de estar asentado en una región exportadora neta de alimentos. También de poder serlo de energía a escala global, con una oferta no despreciable de índole renovable.
Bajo este foco, el Mercosur puede convertirse en un proveedor estratégico como proveedor de primera magnitud. Potenciar y usar ese atributo como herramienta de crecimiento e inserción externa está solo en nosotros.