Escribir La mente del inversor no fue un proyecto planeado con calma, ni una meta literaria que tuviera marcada en mi agenda. Fue, más bien, una necesidad que se fue imponiendo con el tiempo, casi como un reclamo del propio mercado.
Llevo años recorriendo oficinas de desarrolladores, salas de venta, cafés con brokers y conversaciones interminables con inversores. Y en cada una de esas charlas, por diferentes caminos, siempre volvía a la misma conclusión: hablamos demasiado de ladrillos y muy poco de quienes deciden poner su dinero en ellos. Miramos con lupa los metros cuadrados, las memorias descriptivas, los amenities de moda, pero dejamos en segundo plano al verdadero motor de todo esto: el inversor.
Ese vacío me incomodaba. No era solo una omisión académica: era una parte de la ecuación que faltaba y que distorsionaba la lectura del mercado. Porque si no entendemos al inversor, si no sabemos cómo piensa, qué lo convence, qué lo frena, qué le genera confianza y qué lo ahuyenta, entonces cualquier análisis queda cojo.
El libro nació de esa incomodidad. Durante más de dos años llené borradores, taché párrafos, cambié enfoques. No lo escribí de un tirón: lo fui madurando al mismo tiempo que seguía conversando con quienes hacen al real estate todos los días. Escuché a desarrolladores que me decían “el proyecto está bien, pero los inversores no entran”; a brokers que reconocían que podían vender rápido, aunque no siempre vendían bien; a clientes que invertían sin medir riesgos y después se arrepentían. Y, sobre todo, escuché a inversores que, con una mezcla de racionalidad y corazonada, me explicaban por qué en segundos decidían confiar o dar media vuelta.
Esa escucha constante fue mi verdadera fuente. Yo no inventé a “la mente del inversor”: la describí, la puse en palabras, porque estaba ahí, latiendo en cada decisión que se tomaba. Lo que hice fue darle forma, construir un relato que permitiera entenderla.
Confieso que muchas veces dudé. Pensé que quizás bastaba con los informes técnicos, con los datos de precios, rentabilidades o absorción que solemos producir desde la consultora. Pero entendí que no. Porque esos números explican una parte, pero no explican todo. Falta el componente humano, el que no entra en una planilla de excel pero define si un edificio se llena o queda vacío.
La mente del inversor es mi intento de mostrar esa otra mitad de la ecuación. La mitad que incomoda, porque obliga a reconocer que el mercado no siempre responde a fórmulas, que la confianza pesa más que una tasa de rentabilidad teórica, que un discurso mal planteado puede arruinar un proyecto por más sólido que parezca.
Por eso no es un libro complaciente. Es un libro que cuestiona, que interpela a desarrolladores, brokers e inversores. Que les recuerda que cada edificio en cualquier ciudad, tanto Montevideo como Buenos Aires, Asunción o Madrid, no existe porque alguien lo dibujó, sino porque alguien se animó a apostar en él. Y esa apuesta nunca es un acto mecánico: es una decisión humana, cargada de percepciones, dudas, certezas y narrativas.
Hoy siento que el libro estaba escrito en el aire antes de estar en el papel. Que lo único que hice fue ordenar lo que todos sabemos, pero no siempre nos animamos a decir: que el inversor es el juez silencioso de este negocio, y que sin comprenderlo estamos analizando solo la mitad de la película.
Ese es, al final, el propósito de La mente del inversor. No dar respuestas cómodas, sino invitar a mirar distinto. A cuestionar, a analizar, a no conformarse con repetir recetas. Porque si no entendemos la mente de quienes deciden, todo lo demás –los planos, los renders, las campañas– se vuelve un castillo de arena.
- Gonzalo Martínez Vargas, CEO de Moebius, consultora en Real Estate.