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Bernanke, Diamond y Dybvig: Nobel sobre crisis financieras

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

No necesariamente nos eximieron de nuevas crisis, ni mejoraron mucho la capacidad de anticiparlas, pero atenuaron sus costos, facilitaron la salida y disminuyeron su probabilidad de ocurrencia

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Es posible que Ben Bernanke se haya equivocado. Es posible que estando en la Reserva Federal, primero como gobernador y después como presidente, haya validado en la primera década de este milenio condiciones monetarias más expansivas de las necesarias y con ello haya contribuido a la crisis financiera de 2008-2009.

Quizás también fue poco convincente para advertirle a Henry Paulson —un banquero de inversión a cargo del Tesoro de Estados Unidos, en vez de un macroeconomista— que las consecuencias de una quiebra desordenada de Lehman Brothers iban a ser mucho más costosas en el corto plazo que los beneficios por “escarmiento” que a la larga podría generar.

Pero de lo que no hay dudas es de su rol clave para evitar una segunda gran depresión. Nadie estaba mejor preparado para esa situación que Bernanke. Bien se ha dicho que su designación para la presidencia de la Fed fue quizás la mejor decisión que tomó George W. Bush durante sus gobiernos.

El Premio Nobel de Economía que se le otorgó la semana pasada, junto a los brillantes economistas Douglas Diamond y Philip Dybvig, es completamente justificado. No por asemejarse a Sully aterrizando el avión en el río Hudson al conducir la Reserva Federal en medio de la mayor crisis financiera desde 1929, sino por la investigación teórica y empírica que justamente sobre La Gran Depresión había realizado como parte de su tesis doctoral.

Allí había estudiado los canales no monetarios de dicha crisis. Hasta fines de los '70, los estudios de La Gran Depresión se habían focalizado en problemas de demanda insuficiente siguiendo a John M. Keynes y en los grandes errores cometidos por la Reserva Federal según Milton Friedman y Anna Schwartz. Para estos últimos, la Fed fue la gran responsable de la crisis al validar una contracción de 50% en el dinero y bajar tardíamente la tasa de interés.

Pero al analizar los mecanismos de liquidez, crédito y otros relacionados, Bernanke concluyó que hasta 1933 también habían faltado políticas de estabilización financiera. Mientras tanto, durante aquellos cuatro sombríos años, dicha omisión había llevado a una gran corrida bancaria y a la quiebra de más de 10 mil bancos en Estados Unidos, amplificando la crisis y transformándola en La Gran Depresión. Más que consecuencia de ella, el colapso bancario y su mala gestión también debían considerarse como causa.

Casi simultáneamente con la divulgación de este estudio de Bernanke a inicios de los ’80, Diamond y Dybvig desarrollaron un modelo simple y riguroso para explicar el rol, funcionamiento e importancia de los bancos en la economía, pero también sus vulnerabilidades ante corridas de depósitos.

Demostraron primero que una institución que capta depósitos del público y los presta a usuarios de crédito (a un plazo habitualmente mayor) es el vehículo más eficiente de canalizar recursos desde los ahorrantes a quienes los necesitan para consumo e inversión.

Segundo, también advirtieron que la “transformación de madurez” (descalce de plazos) inherente a los bancos, al convertir ahorros relativamente cortos y líquidos de retiro rápido por los depositantes, en préstamos más largos e ilíquidos, de repago riesgoso y lento, es frágil a rumores sobre su solvencia, incluso cuando sean falsos. Basta creer que el resto correrá contra los bancos, para también yo (racionalmente) hacerlo.

Del trabajo empírico de Bernanke y de los desarrollos teóricos de Diamond-Dybvig, se extrajeron conclusiones importantes que se fueron transformando en reformas y medidas de política económica.

Por un lado, sobre lo que no se debe hacer en medio de corridas bancarias.

Es contraproducente instalar corralitos en dichos pánicos al agravar el pánico y generar altos costos para el desarrollo financiero y económico de largo plazo. Si hay riesgo de corralito, el público confiará poco en los bancos, depositará menos y lo hará a muy corto plazo.

También es una mala idea que quiebras bancarias involucren grandes pérdidas para los depositantes. Los dueños (accionistas) de los bancos pueden (deben) perderlo todo, pero puede ser económicamente muy costoso para toda la sociedad un castigo de esa naturaleza también para los ahorristas. “Se salvan depósitos (depositantes), no capital (banqueros)”, suele decirse.

Por otro lado, están los aportes sobre lo que sí debe hacerse para prevenir y atenuar crisis financieras.

Los riesgos de corrida bancaria disminuyen con un seguro de depósito bien diseñado, que minimice el riesgo moral asociado vía una adecuada supervisión y regulación financiera.

También es clave un banco central sano y creíble que —además de velar por inflación baja y estable— lo haga por la estabilidad financiera y esté preparado para actuar como prestamista de última instancia en grandes crisis.

Mucho de eso se aprendió y ejecutó después de los trabajos de Bernanke, Diamond y Dybvig. No necesariamente nos eximieron de nuevas crisis, ni mejoraron mucho la capacidad de anticiparlas, pero como varios eventos demostraron (2008-2009, la pandemia, etc.), estos progresos de la ciencia económica atenuaron sus costos, facilitaron la salida y disminuyeron su probabilidad de ocurrencia. Enhorabuena sus aportes y este premio Nobel de Economía.

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