Otra vez, al inicio de una nueva administración política, económica y social, resuenan noticias sobreprobables cambios impositivos. Esta vez no es, sin embargo, con el objetivo de reducir la presión impositiva y así lograr que aumente la inversión, crezca el empleo, suba el ingreso del país y de la población y se produzca un mayor consumo privado y aumente del bienestar general.
En esta ocasión el objetivo es, como se venía mencionando desde la coalición política que asumirá en marzo al ganar el acto eleccionario de noviembre pasado, mejorar la distribución del ingreso a partir de una estructura tributaria que, como es habitual, se basaría en lo que se pregona y se sostiene ya hasta el cansancio: “que pague más el que tiene más ingreso o más riqueza”.
Una justificación que parece sumamente loable y acompañable, si eso ya no se hubiera intentado en reiteradas ocasiones con reformas de la estructura tributaria, dando más peso a los impuestos directos y con decisiones que afectan impositivamente al ingreso y al patrimonio de personas y empresas. Intentos con acciones tributarias que han afectado negativamente al crecimiento económico, que aunque vastamente cuestionado por la lentitud de su avance, es también objetivo de la futura administración.
Antecedentes
En 2007 hubo una reforma tributaria inaugurada durante el primer gobierno del Dr. Tabaré Vázquez y elaborada por su equipo económico al frente del cual se encontraba el Cr. Danilo Astori. Se introdujo el Impuesto a la Renta a las Personas Físicas (IRPF), aplicable sobre el ingreso de las personas el que ya estaba y está, sujeto a altos tributos a la seguridad social. Y asimismo, se introdujo el Impuesto de Asistencia a la Seguridad Social (IASS) aplicable a las jubilaciones en un esquema de gravar ingresos ya gravados a lo largo de la vida laboral del individuo. Sin lugar a dudas, tras algo más de tres lustros de aplicación esos impuestos pasaron a ser, en conjunto, los de mayor recaudación: 2.842 millones de dólares en los doce meses hasta octubre pasado. Se trata de dos impuestos por los que se recauda un monto anual mayor a los 2079 millones de dólares que se recaudan por el Impuesto a las Rentas de las Actividades Económicas (IRAE) —sobre las empresas—, en igual lapso. Si a los dos impuestos sobre el ingreso personal mencionados se agregan otros gravámenes, también de naturaleza directa, como el Impuesto al Patrimonio y el Impuesto de Primaria y otros menores pero también directos, se conforma un peso relativo de la tributación directa —al ingreso y a la riqueza— que pasó del 22% de la recaudación total en 2007 al 42% de la recaudación en la actualidad. Por los impuestos indirectos que incluyen al IVA y al IMESI y a otros de la misma naturaleza, su recaudación pasó del 78% al 58% en la actualidad.
Los números señalados muestran claramente el peso que han pasado a tener los impuestos directos que son los que gravan a los que “ganan más” y a los que “tienen más”, personas que ya son, sin duda alguna, los mayores tributarios también, de impuestos indirectos como el IVA y el IMESI por sus compras habituales —comestibles, bebidas, combustibles, etc. —, y por sus adquisiciones circunstanciales —vehículos automotores, inmuebles y otros activos fijos por el estilo—. Y ese peso tributario sobre gran parte de la sociedad tiene sus consecuencias inevitables. Una de ellas, y muy importante, tiene que ver con el bajo ritmo de crecimiento que es evidencia de la economía uruguaya, aún descontando la influencia de los factores exógenos conocidos.
Consecuencias
De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística (INE), en el primer semestre de 2024, el índice de pobreza en el Uruguay se ubica en 9,1%, lo que representa un mejor desempeño desde poco antes del inicio de la pandemia en 2020 cuando llegaba a 9,4% en 2019 y a 11.6% en el primer semestre de 2020, el primero de la crisis sanitaria. El nivel del indicador señalado puede deteriorarse si se procede a una nueva reforma tributaria o a cambios en su actual estructura. El deterioro puede darse por el efecto depresivo que impuestos más altos pueden provocar sobre el consumo privado y sobre la inversión, ya que una presión tributaria mayor incide a la baja en esas dos variables macroeconómicas de significativo peso en la demanda agregada privada local y, así entonces, a la baja de la producción y del ingreso que ella genera.
Se puede señalar en contra de ese argumento, que de todos modos lo que se pierde por el aumento de la presión tributaria y por la recaudación tributaria que se genera, se gana para el gasto público en las actividades que se desean impulsar como subsidios a la pobreza u otras acciones. Pero en contra de ese argumento, se debe tener presente que desde el momento de la exacción tributaria de los contribuyentes hasta que lo recaudado llega a cumplir el objetivo deseado hay una pérdida significativa del monto de la recaudación —costos de etapas previas por ejemplo— y en tiempo para la sociedad. Es un costo social que se paga por la pérdida de eficiencia dadas las etapas que se deben transcurrir antes que los fondos lleguen a los beneficiarios finales que se desea contemplar.
Como los montos que llegan a los programas de ayuda son siempre significativamente menores a los de la recaudación que para ellos es generada, una manera más recomendable de atenderlos es limitando las ineficiencias que ya existen en el intento de cumplir con los objetivos sociales de anteriores aumentos de la presión fiscal, que no han logrado sus objetivos y que ahora se intentan repetir. O lograr los fondos evitando exoneraciones impositivas a inversiones irrelevantes para la sociedad. De ese modo el ritmo de crecimiento no se enlentecería, como con nuevas innovaciones tributarias, aún más.