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Viaje épico en lenguaje de señas por Mongolia

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Una opción es pasar una noche en un ger, una tienda típica del país.

Desde la hoy moderna capital, Ulan Bator, una aventura exótica por la tierra de Gengis Kan, llena de sorpresas, costumbres que aún perduran y también con algunas dificultades idiomáticas.

Mongolia llegó alguna vez a ser uno de los imperios más poderosos del mundo. Detrás de la bravura de Gengis Kan y sus herederos, sus jinetes conquistaron China con el pretexto de buscar pasto para sus caballos. Se instalaron más allá de la Gran Muralla, dominada por la Dinastía Jin. Irak, Irán y Turkestán Occidental también cayeron bajo su dominio, al igual que parte de la India y Pakistán. Incluso territorios de la actual Rusia fueron tierras del gran Kan. Según La historia secreta de los mongoles, el poema épico que narra la gesta de Gengis, eran los amos desde el Pacífico hasta el mar Adriático; desde Surasia hasta el Polo Norte. Todo ese vasto terreno les perteneció allá por siglo XIII.

De vuelta al siglo XXI, mi llegada a Ulan Bator fue como escala en el camino a Pekín, desde Rusia. No tenía sobre Mongolia más que una imagen vaga de sus pobladores. Tomé un tren de Irkust (centro de Rusia, punto estratégico para visitar el Baikal, el lago más profundo del mundo) a Ulan Ude y, desde esa ciudad siberiana, un colectivo hacia Ulan Bator. Allí empezó la travesía por este país sorprendente.

Entonces vi a dos mongoles llorar. La escena fue rara, el bus estaba a punto de arrancar y ellos miraban por la ventana con ternura. Afuera había unos cinco chicos de la misma edad, no más de 16 años, cantando. Parecían parte de un coro religioso. En mis intentos desesperados por entender el motivo del llanto sólo pude interpretar las señas: eran amigos y se iban a extrañar. También viajaba con nosotros un grupo de boxeadores que tampoco llegaban a la mayoría de edad.

El trayecto por la estepa y las colinas verdes está lleno de animales que corren libres, sin cercos ni corrales. Los caballos son de contextura robusta pero petisos, con cabeza grande y la crin larga, pero con un cuerpo más pequeño que los que estamos acostumbrados a ver en otras latitudes. Soportan las bajas temperaturas a base de comer hierbas y no depender de cuidadores. Las vacas, en cambio, son más flacas. Hay ovejas, cabras y yaks, suerte de toro peludo nativo de Asia Central.

En la ruta no hay divisiones y por esas praderas pasan manadas que corren sueltas y sin dirección. Los animales tienen la lógica nómade de sus dueños, que cambian de terreno evitando la hostilidad del clima: además de los fuertes vientos, las temperaturas oscilan entre máximas de 40 grados en los pocos meses de verano mientras que el resto del año pueden bajar a 40 bajo cero. Cada tanto el colectivo para y toca bocina para que se corran del camino. El paisaje no tiene árboles; tampoco hay casas ni otro tipo de construcciones. A lo sumo se pueden distinguir carpas blancas llamadas gers, las viviendas tradicionales de los mongoles. De a poco esa niebla que parecía cubrirlo todo en Siberia desaparece: Mongolia recupera el color, al menos en mayo, cuando las temperaturas dejan de ser bajo cero.

Una noche en un ger.

Los gers son tiendas en forma de las de circo, pero chicas, montadas sobre estructuras plegables de varillas de madera y recubierta de fieltro. Son blancas y tienen una puerta. Adentro suelen estar bien preparadas: tienen piel como aislante, una salamandra en el medio para calefaccionar y el techo con una parte transparente. De día, entra el sol y, de noche, el reflejo de la luna.

Hay excursiones que proponen pasar una o dos noches en un ger. Los 80 kilómetros del centro de la ciudad al parque nacional Terelj llevan poco más de una hora. Las manadas de animales invaden la visual apenas se ingresa en el paisaje de campos verdes donde pastan vacas y ovejas. En el medio aparecen los gers y los caballos, en mongol more, pero pronunciado morrrr, con una erre fuerte que me recordó a mis años de fonoaudiología. El mongol es gutural y suena a una fusión extraña entre el ruso y el chino.

A la mañana, el cielo estaba despejado y los colores eran intensos. Apenas llegamos a nuestro ger, una familia nómade me dio la bienvenida en el idioma de las señas. Eran cuatro: una pareja con dos nenes chicos. Los baños estaban afuera y eran a la vieja usanza: un pozo en el piso. Alrededor había otros campamentos, pero lo que predominaba era la naturaleza.

Después de acomodarme y explorar un poco el terreno me llamaron a almorzar. En un ger enorme ubicado en el centro del campamento se servía la comida: el plato fue uno de los más típicos, la olla mongol, compuesto por unos fideos similares a tallarines, verduras y trozos de carne (además de vaca, la dieta incluye carne de caballo y de camello; hay pocos cultivos que resistan el clima). Para acompañar, el termo más grande que vi en mi vida con té salado, otra tradición bien local. También me ofrecieron kumis, una bebida que se prepara con leche de yegua fermentada durante varios días.

Después de la comida di una vuelta por el parque y descubrí algunas marmotas que ante mi paso se metían en sus guaridas. De a poco se empezó a nublar. No había mucho más que hacer: había un mercado a unos kilómetros caminando y varios karaokes. Por alguna razón, Ulan Bator es una suerte de usina de cantantes sobre pistas. Incluso la familia que nos recibió en su comunidad organizó una sesión de canto en la carpa comedor.

Caballos de fuego.

En el tren de Irkust a Ulan Ude, tres francesas de unos 30 años, artesanas, me contaron en castellano que viajaban especialmente a la tierra de Gengis a comprar caballos y recorrer sus caminos hasta cansarse. "Un caballo te puede salir 200 dólares. Terminás el viaje y lo vendés", me dijo Lisa, la más simpática. En Mongolia hay más caballos que personas. A pesar de estar en el ránking de los 20 países más grandes del mundo (con una superficie de 1.560.500 kilómetros cuadrados), no pasa lo mismo con su población. Apenas llega a los tres millones de habitantes. Los pastores consideran sus caballos tanto como una forma de riqueza y una solución a las necesidades diarias: el transporte, la comida y la bebida.

Dicen que sus pobladores empiezan a montar a los cuatro años y que a los nueve están preparados para competir en el festival Naadam que tiene lugar cada verano, a mediados de julio. Se trata de una fiesta nacional de tres días que conmemora la declaración de la independencia del país, en 1921, cuando los mongoles se liberaron de los chinos que los dominaban desde la caída del imperio y se convirtieron en un estado satélite ruso. Se compite en tres disciplinas tradicionales: tiro con arco, lucha mongola y carreras de caballos. En esta última, los niños recorren distancias de hasta 25 kilómetros por la estepa con poca protección y pelean por llegar primero a la meta y esquivar al público que se abalanza sobre ellos.

Los takhi (caballos salvajes mongoles) son uno de los atractivos que tiene el país. En los años 60 la raza estaba por extinguirse y los pocos que quedaban fueron trasladados a zoológicos europeos y australianos. En los 90, bajo un programa de reintroducción, los takhi volvieron a su hábitat. En la actualidad hay unos 300 y se encuentran cerca de la capital en el Parque Nacional Khustain, donde veterinarios y estudiosos siguen su evolución.

La partida de Ulan Bator fue a las corridas. Lejos de tomarme otro taxi con el que no me iba a poder poner de acuerdo con el precio, me recomendaron ir en colectivo. Busqué la parada pero nunca estuve segura de estar en el lugar correcto. Llegué a interpretar un despegue con mis brazos, ojos y hasta usando la onomatopeya del momento en que el avión deja la tierra para saber si estaba en el bus para ir al aeropuerto.

Estuve media hora rogando que la fábrica que despedía humo y la cara de Gengis Kan que veía pintada en una colina fueran signos de estar en camino. Pasó poco más de media hora y el chofer balbuceó unas palabras. Empecé a distinguir aviones: el micro me había dejado adentro del aeropuerto Gengis Kan, tranquilamente podría haber llegado a caballo. Si los mongoles lograron conquistar el mundo al galope, ¿por qué yo no lo lograría?

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Una opción es pasar una noche en un ger, una tienda típica del país.

VIAJESDolores Moreno/La Nación-GDA

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