Andrea Ventura
La Nación/GDA
Jamie lo dice con absoluta seguridad: “Lo mejor, lo que más me gusta de mi país son los atardeceres, no me canso nunca de verlos, especialmente en la costa oeste, donde vivo”. Con 24 años, sonrisa permanente y un sinfín de trencitas en su cabellera azabache, Jamie sabe de lo que habla. Trabaja como guardavidas y disfruta cada tarde de ese inmenso disco naranja que se oculta lentamente en un mar calmo del que apenas se siente su ir y venir.
El atardecer en la costa noroeste de Jamaica es un ritual que nadie se pierde. Un momento preciso de calma, de contemplación, de pausa, donde se llenan los bares con vista panorámica a esa pantalla gigante que es el horizonte del mar Caribe para esperar, sobre las 18.30, esos pocos minutos mágicos. También salen catamaranes desde diferentes puntos para ver la puesta del sol en medio del mar. Tan simple como atractivo. Tan habitual como único.
La primera impresión que se tiene cuando se pone un pie en la isla del “no problem” es tal como indica el imaginario: la playlist con los hits del reggae sonando a toda hora, Bob Marley, héroe nacional omnipresente en carteles, pintadas y hasta en tragos en su honor, playas de arenas blancas, inigualables, un mar turquesa y cálido y un verano eterno que sumerge a los viajeros en un auténtico estado de bienestar.
Con los días se descubre el interior más profundo, selvático, montañoso, más rústico, colmado de cascadas y ríos ocultos entre la vegetación, destinos preferidos para las excursiones. La población 100% afro habla un inglés que cuesta descifrar, pero que se vuelve más amigable cuando el tema es el fútbol.
Las rutas que atraviesan la isla son difíciles y hacen desaconsejable el alquiler de auto. Se maneja por la derecha por caminos generalmente angostos, serpenteantes, donde en muchos tramos el conductor deberá imaginar cuál es el carril de ida y cuál el de vuelta.
La buscada costa norte
La Jamaica más visitada está en la costa norte, entre Ocho Ríos y Negril, donde se accede por el aeropuerto de Montego Bay, que podría definirse como la capital turística de esta isla que reposa justo al sur de Cuba. Kingston, la capital jamaiquina en el sur, suele quedarse afuera del itinerario de los visitantes, sin que se lamente demasiado su ausencia, más allá de los fanáticos de Bob Marley que peregrinan a su museo.
El corredor norte está colonizado por hoteles all inclusive de las principales cadenas, con propuestas familiares y también los resorts exclusivos para adultos, destino de mieleros y parejas.
Jamaica está viviendo un boom turístico. En comparación con 2019, el año pasado recibieron 120% más de visitantes, según explica Luciana Alonso, representante de la Secretaria de Turismo de Jamaica. Los visitantes principalmente son estadounidenses y canadienses que se hacen una escapadita, aunque también crece el mercado latinoamericano.
“Ya no hay más temporada baja, desde octubre-noviembre que todos los hoteles están siempre al 80% de ocupación como mínimo”, dice Alonso y asegura que el movimiento turístico se intensificó, por la necesidad de viajar pospandemia, la completa ausencia de sargazo, esa alga molesta que ensucia otras playas caribeñas y también por la buena infraestructura hotelera de la isla, que en muchos casos, se remodeló durante los meses que Jamaica estuvo cerrada al turismo por el covid. Tal fue el caso del Grand Palladium Jamaica, uno de los grandes resorts all inclusive ubicado en Lucea, próximo a Montego Bay, que reabrió en diciembre último.
Aunque muchos viajeros se internan en los resorts en busca de playa, sol y diversión y no asoman la nariz hasta el día de la salida, vale la pena animarse a la aventura jamaiquina. Entrar en contacto con su gente, que al principio puede parecer fría, seca, pero luego darse cuenta de que es solo la barrera cultural que se interpone. Espiar un país caribeño auténtico, que vive en buena medida del turismo pero que mantiene su cotidianidad sin maquillajes. Que convive sin problemas entre los lujos de los resorts y las casas precarias y los puestos callejeros que se ven a uno y otro lado de los caminos cuando se deja por un rato la vida todo incluido.
Las salidas se pueden dividir en dos estilos bien marcados: las de playa y las de naturaleza-aventura. Las playeras incluyen navegación en catamarán para hacer snorkeling en las aguas cristalinas que abrazan la isla y ver arrecifes y peces sin dificultades. Y, por supuesto, amenizar con música, baile y tragos. También visitar las arenas de Seven Mile Beach, en Negril, una playa extensa, una de las más conocidas de la isla. Frecuentada por muchos jamaiquinos, con bares como el conocido Margaritaville Negril y vendedores ambulantes, resume a la perfección el espíritu del lugar.
Los bares de playa merecen dedicarle una tarde y muchas veces se combinan con otras excursiones. Son ideales para disfrutar de día y esperar el atardecer con buena música.
Cuando el sol se oculta, en cinco minutos se vacían, como un teatro cuando termina la función. El más conocido y que presume tener el mejor atardecer jamaiquino es el Rick’s Cafe, en lo alto de un acantilado.
Inaugurado hace casi 50 años, construyó su buena fama como visita imprescindible tanto de locales como de turistas por los atardeceres y por los clavadistas que se tiran desde lo alto de las rocas al agua e invitan a los presenten a seguirlos, aunque claro, desde alturas más bajas.
Si el mar es la cara más visible, la zona montañosa en el corazón a descubrir, con ríos que bajan de las montañas y forman cascadas ideales para conocer y refrescarse. Las más conocidas son las Dunn’s River Falls, cerca de Ocho Ríos, que se desparraman como una gran escalinata. Se puede escalar entre las rocas y el agua, y tirarse por pequeños toboganes naturales hacia pequeñas lagunas. Pero hay otras, como las Benta River Falls, menos visitadas, que proponen un circuito entre saltos y pozones, con “tratamientos” que imitan a los de un spa. Y para finalizar, la posibilidad de untarse el cuerpo con piedra caliza, que se derrite con el agua y que exfolia y suaviza la piel.
Los guías lo anticipan antes de comenzar: “Se van a ir con 10 años menos después de recorrer las Benta Falls River” y aunque no se cumpla la predicción, la experiencia hace olvidar las arrugas y alguna contractura.
También hay varios parques de aventura para hacer tirolesa con vista al mar, circuitos en cuatriciclos para embarrarse hasta las orejas, cabalgatas y toboganes acuáticos.
Paseos imperdibles en el país del "no problem"
En Jamaica impresiona el nacionalismo: los colores amarillo, verde y negro de la bandera son fuente de inspiración. Quizás influye que los gobernantes buscan realizar un referéndum de autodeterminación el año próximo, para independizarse de la monarquía británica y tener su propio jefe de Estado.
Para asomarse a la vida más real, la llamada Hip Strip la calle turística de Montego Bay, es buena alternativa. La caminata clásica incluye la visita a Tracks & Records, el bar-museo de Usain Bolt, el campeón olímpico, a las tiendas que venden productos típicos como ron y café.
Dunn’s River Falls debería ser un imprescindible. Se puede ascender por unos 300 metros de cascadas, nada empinadas, entre rocas-escalones y pequeñas lagunas entre la selva. Lo mismo con Benta River Falls, un circuito de cascadas para jugar y refrescarse del calor.
Por otra parte, la Laguna luminosa en Montego Bay, junto al río Martha Brae, es un espectáculo en sí mismo. Unos microorganismos que habitan en la laguna emiten luminiscencia, por la noche, cuando se los agita.
Datos útiles: todos los hoteles ofrecen las excursiones con los traslados incluidos. Las tarifas rondan entre US$ 80 y US$ 140 por persona. Para entrar en Jamaica es necesario presentar certificado de vacuna contra la fiebre amarilla.