-¿Qué tan seguido te invitan a comer a la casa de alguien?
- Poco y nada.
La respuesta dice mucho más de lo que parece. Porque si hay alguien que disfruta de abrir las puertas de su hogar, esa es Rose Papantonakis. Nieta de un griego y una gibraltareña, cuarta de seis hermanos, se crio entre mesas largas, platos abundantes, música y alegría. “Mi gran casamiento griego nos refleja tal cual”, bromea.
Hoy, chef, sommelier, experta en etiqueta y referente del arte de recibir, confiesa que le cuesta más cocinar para dos que para 40. Quizá por eso recibe pocas invitaciones, aunque enseguida aclara que lo importante no es el menú ni cómo se usan los cubiertos, sino la actitud del anfitrión. “Me voy a fijar más en tu amabilidad que en con qué me recibiste”, resume.
Con casi 600 mil seguidores en Instagram, cuatro libros publicados y una extensa trayectoria en televisión entre Argentina y Uruguay, transmite su pasión por las buenas costumbres cotidianas con un estilo espontáneo, sin solemnidad y sin una pizca de esnobismo: puede sentirse igual de cómoda en un palacio que comiendo un chorizo al pan en la vereda. Su convicción es tan sencilla como rotunda -y ella misma la vive como una “cruzada”-: en los detalles también se construye una sociedad más amable.
Orígenes.
Rose nació en Montevideo pero se crio en Buenos Aires, adonde sus padres se mudaron al mes. Hace poco más de una década decidió regresar a Uruguay junto a su marido y sus dos hijas, aunque luego se separó y retomó con fuerza su identidad y apellido griego.
Durante años, había usado el apellido de su exmarido -Galfione- porque resultaba más “fácil” para pronunciar en televisión y era costumbre en Argentina que las mujeres adoptaran el nombre del esposo, una práctica que ahora cuestiona. “Durante 25 años mi apellido estuvo en un segundo plano; ahora lo rescaté con mucho orgullo”, cuenta. Desde entonces, defiende ese apellido largo, impronunciable para muchos, que remite a su abuelo griego, buzo de la isla de Kálimnos que llegó al Río de la Plata antes de la Primera Guerra Mundial casi por azar: antes de desembarcar en Buenos Aires, le avisaron que harían una última escala en otro puerto, y así decidió bajarse en Montevideo.
El mismo arrojo parece venirle en el ADN, porque así llegó Rose a la señal Utilísima en el año 2000, su primera experiencia televisiva y el lugar donde comenzó a cosechar público. “Armé unas mesas navideñas y la productora quedó encantada, entonces le dije que contara conmigo si me precisaba. A veces una tiene que mandarse”, recuerda. Empezó con una columna sobre delicatessen -mermeladas, licores y ceremonial de mesa- en el programa Estilo Andrea y luego pasó a conducir el popular ciclo Bajo la lupa, junto al chef italiano Ennio Carota, donde evaluaban restaurantes. Haciendo honor al nombre del programa, ella llevaba en la cartera una lupa y un cronómetro: leía el menú al detalle, tomaba el tiempo desde que se hacía el pedido hasta que llegaban los platos, y revisaba desde la carta hasta el baño (imprescindible, para ella, el gancho donde colgar la cartera). “Fue muy novedoso porque no existía nada similar y todavía el boom gastronómico no había sucedido”, apunta. Y agrega: “No éramos muy queridos en el ambiente porque decíamos todo. Ellos sabían que íbamos a hacer crítica, no promoción”.
Luego llegó la propuesta para participar como jurado en las últimas dos ediciones de Bake Off, un programa que ni siquiera conocía porque no suele mirar televisión -prefiere la radio-. Así fue como se introdujo en la televisión uruguaya de manera más masiva. “La comunicación me encanta: no le tengo miedo a la cámara, me gusta, creo que comunico bien, que tengo muy buena llegada, que la gente me escucha y me acompaña”, asegura.
Una voz crítica.
“Bajo la lupa” es una sección que nutre sus redes sociales, donde adoptó el nombre de “Simplemente Rose”. “No la hice ni bien llegué a Uruguay porque me pareció que primero tenía que pagar derecho de piso. Iban a decir: ¿esta quién es para ponerse a evaluar mi restaurante?”, confiesa. Pero Rose es crítica gastronómica profesional y, como tal, traza una línea clara: “Una cosa es recomendar y otra es evaluar”. Lo primero, dice, es lo que suelen hacer los influencers, que muchas veces publican posteos amables tras ser invitados. “Yo no recomiendo. Yo evalúo. Después la gente decide si va o no”. Ella paga sus cuentas y no acepta invitaciones. “A lo sumo me regalan el café o me traen un postre extra para que lo pruebe, pero no me compran -aclara-, porque yo evalúo lo que vivo ese día. Si tuve una mala experiencia justo hoy, lo siento: de los 365 días del año, vine hoy”.
Y si bien la comida importa, lo esencial en la experiencia es el servicio. Un mozo que tira el plato sobre la mesa, que está mal presentado o habla con desgano puede arruinar la noche. “La comida es casi una excusa. Por supuesto que tiene que ser buena, aunque sea algo simple. Pero si el trato es descuidado, la experiencia se viene abajo”.
Incluso los tiempos de espera son parte de ese servicio. Para Rose, una entrada no debería demorar más de 10 o 12 minutos. Si no se pide entrada, el plato principal debería llegar a los 15 minutos como máximo. Pero también hay matices: si el risotto está hecho en el momento, que demore un poco es aceptable. Lo inaceptable es que no haya nada que atenúe la espera. “Cuando una persona está con hambre se pone de mal humor y es lo peor que le puede pasar a un restaurante”, señala. Por eso, recomienda que si los platos van a tardar, es obligación distraer el estómago con algún tentempié.
La buena educación.
En tiempos donde la exposición pública suele venir acompañada de juicios gratuitos y donde se premia más la juventud, Rose lo tiene claro: “Siempre hay algún intoxicado que te puede decir cualquier cosa”. Y lanza, entre risas: “Prefiero que me digan ‘vieja cheta’ y no ‘vieja chota’”. Dice que, muchas veces, los detractores se hacen “fantasías” sobre su estilo de vida.
Pero Rose no vive pendiente de los ojos ajenos. “Yo no conozco la fórmula de la felicidad, pero sí la de la infelicidad: tratar de agradarle a todo el mundo. Si estás en esa carrera, vas a ser infeliz, porque estás viviendo para otros. Yo aprendí a resbalar, pero con triple S”, dice, riéndose.
Con eso, vuelve a lo que para ella define a una persona elegante. “Acá el concepto de elegancia está mal entendido. Muchos creen que la elegancia es rigidez, perder espontaneidad. Y no: la verdadera elegancia también es reírse de uno mismo, tener pensamientos y emociones elegantes”.
En sus videos sobre etiqueta lo deja claro: la elegancia no es un tema de posición social, sino de respeto. No se trata de buenos modales en el sentido tradicional, sino de una forma de estar en el mundo. “Los gestos básicos hacen posible la convivencia. Se ha perdido el respeto por el espacio vital del otro. ¿Sabés por qué pasa eso? Porque se dejaron de poner reglas. Cuando no hay reglas, se vuelve una selva”.
En sus talleres y redes sociales, propone volver de a poco a ese “camino de convivencia”. Porque, dice, no hay que resignarse al descontrol. “En vez de quedarme con la pena, salgo a transmitir un poco de educación y cortesía”.
Puede que Rose no reciba muchas invitaciones a comer, pero no le hace falta: hace tiempo que encontró su lugar en la mesa. Una mesa amplia, donde caben el chorizo al pan y la cristalería fina, las reglas claras y la risa espontánea, la tradición y el humor. Porque, para ella, el arte de vivir -como el de recibir- no está en impresionar, sino en hacer sentir bien al otro. Y en eso, no hay protocolo que le gane.