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Opinión | El retorno de mis hijos

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Washington Abdala

COLUMNA CABEZA DE TURCO

"Cuando la manada está en paz parece que nada malo va a suceder". Por Washington Abdala.

El confinamiento me devolvió a mis hijos. Le debo eso a esta pandemia maldita. Esto de estar más horas con ellos me puso en foco sobre sus mentes, y, supongo, ellos habrán hecho lo mismo con la mía y la de mi esposa. De alguna forma volví a vivir como cuando eran chiquilines. No puedo negar que esa situación me reconfortó, sería un cínico si no lo reconociera. Y me hizo sentir que estamos en medio de mucha alienación colectiva donde no hay otra que “juntarse” para compartir momentos, alegrías, sortear tensiones y vivir lo cotidiano. Como buenos sapiens, nos refugiamos en los relatos y eso nos salva adentro de la cueva.

En más de una oportunidad hay discusiones. Fermentales la mayoría y me entusiasma cuando el debate tiene origen en el cansancio de la convivencia. A alguno le salta la térmica y el resto lo mira como diciendo: “es el turno de él, ya tendremos el nuestro”. Inevitables momentos de tensión, pero con franqueza, graciosos, absurdos (pensaría Albert Camus) sin sentido profundo, solo fruto del cansancio. Y momentos donde se produce la química más perfecta que la vida nos puede regalar: cuando la manada está en paz es como si nada malo pudiera suceder.

Mis hijos -que son mi mejor creación- tienen personalidades que estos encierros me develaron. Algunas presunciones -sobre ellos- las cambié. No voy a develar nada sobre sus personalidades (porque me ahorcan si así lo hiciere) pero me resultaron sorprendentes. Es curioso como la rutina loca, del día a día, nos inhabilita a estar cerca de la mente y el alma de los que más queremos. No me pongo sentimental, pero qué curiosa paradoja que haya que vivir lo que estamos padeciendo para sintonizar la frecuencia mental de los que amamos. Y ellos, supongo, habrán reforzado alguna idea sobre mí (¡Ay mamita!).

Todos los padres creemos que nuestros hijos son geniales y fabulosos. Yo también. Y resulta que en realidad son seres humanos parecidos a todos nosotros, con momentos de grandeza, con enojos, con sentido de lucha y con amor (si es que se les cultivó ese sentimiento). O sea, descubrimos que nuestros hijos son tan sensibles o más que nosotros. (Mejores) Y esos detalles sutiles se pierden en la cotidiana. Ahora como estamos tipo Sherlock Holmes con ellos, vemos a profundidad. Raro momento existencial.

Las casas, los apartamentos, los hogares son búnkers. Estamos allí compartiendo -como sea- pero ayudándonos unos a otros en el diario vivir. Y los hijos son la clave del juego. Es raro que los abuelos -que son quienes mantienen la narrativa familiar- se encuentran a distancia. Eso produce una interface extrañísima. El caos, inevitable, por momentos se apodera de nosotros. Y hay que remar contra él.

Y aparece la media que se pierde, el karaoke, la pascualina eterna, volver a estudiar La Ilíada, algún grito, procurar que entiendan lo que está pasando cuando sale a hablar el Presidente, y buscar distender el trauma que estamos viviendo con un poco de buena onda, sabiendo que ellos merecen también vivir una vida feliz. Luego vendrá la época postraumática y ya veremos como salimos del lío. Primero salgamos del brete.

Vuelvo a mis hijos, advierto que Internet para ellos es como para mí era la televisión. Mis hijos miran todo por la compu, alguno es más de los juegos, otra es más de las series bajadas del mundo juvenil planetario, pero si no es por mi, que les aviso que “vienen las noticias” en la tele, no sé si percibirían esta cosmogonía que yo percibo. Twitter es como era la TV para mi.

Y este virus nos metió a todos en el mismo mundo. ¡Oh descubrimiento!

No se lo reconoceré jamás al Coronavirus, porque trajo dolor y nos sacó gente querida del país, pero nos pone a prueba en algo extremo. Y la prueba es aprender a vivir la vida misma. Nada más y nada menos. A seguir remando, no queda otra, con buena cara y actitud de grumete. ¡Dale!

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