Opinión | ¿La política progre agoniza?

“Nos encontramos con operadores sin cultura, tribus internas y esa fauna encantadora”

Washington Abdala
Foto: Archivo

A Nietzsche le bastó un loco para anunciar la muerte de Dios; hoy, en cambio, podríamos necesitar un ejército de locos para gritarlo entre el tumulto de templos, capillas, mega-iglesias y franquicias espirituales que brotan en cada esquina. Porque si algo demuestra nuestra época es que, aunque el “Dios” metafísico pueda haber muerto (es solo una maldad de Nietzsche) las iglesias gozan de una salud envidiable. Se reproducen más rápido que las cadenas de café y, al igual que ellas, ofrecen todo tipo de sabores del súper intenso al descafeinado, sin culpa, con milagro instantáneo o con promesa de salvación premium.

El loco de Nietzsche buscaba a Dios con una linterna al mediodía. Hoy podría prender el GPS y, con suerte, encontraría un templo antes que una farmacia de turno de una cadena de las grandes (hicieron pomada casi todas las chiquitas con la piqueta fatal del progreso). Pero eso no sería prueba de la vitalidad de lo divino, sino de algo mucho más terrenal: nuestra inagotable capacidad para organizar instituciones en torno a cualquier idea, incluso a la idea de que la idea ya no sirve. Así funciona lo humano: Dios podrá morir, pero la administración del misterio continúa abierta de 9 a 18. Las iglesias saben que tiene que ir a un servicio las 24 horas, por eso ya hay consuelo divino por Instagram. Surrealista (y pagando).

Y aquí el paralelismo político se impone de manera cómica. La política, como la religión, no es en sí el problema. En teoría debería ser el espacio donde se administran nuestras diferencias, donde la comunidad discute, acuerda y corrige. Una tarea noble, incluso necesaria a pesar de nosotros mismos y nuestros representantes más rupestres en la aldea. Pero claro: irrumpen nuestros partidos progre -las iglesias del civismo- y la cosa se complica. En lugar de sacerdotes, líderes iluminados y profetas, nos encontramos con operadores sin cultura, tribus internas y esa fauna encantadora que convierte cualquier asamblea en un sínodo de egos en combustión. Mirando la interpelación en la que se danzó a Danza el otro día y donde le bailaron un minué a la Constitución uno queda atónito. Voces engoladas en defensa de la violación de una norma, doctos sin universidad jurídica, una exquisitez gloriosa que hunde en el centro de la tierra lo mejor de nuestro derecho. Dale que va: lo político por encima de lo jurídico, una terrajeada intolerante de marca mayor. Y caritas de que son Jimenez de Aréchaga. Hermoso.

Volvamos a meditar. Si Nietzsche viviera hoy, tal vez su loco ya no gritaría “¡Dios ha muerto!”, sino “¡La política progre ha muerto!”, mientras algunos ciudadanos lo mirarían con la misma mezcla de burla y desconcierto que en el mercado del siglo XIX. Y no porque la política como concepto haya dejado de tener sentido, sino porque sus “iglesias” -los partidos supuestamente progresistas y sus imberbes ignorantes del poder- se han vuelto templos de vanidades, liturgias vacías y fieles cada vez más cansados. Solo les gusta el chocolate pero ya no tienen utopía. Deben creer que eso es una palabra rara.

Así que, entre dioses difuntos y democracias convalecientes, uno termina sospechando que lo que muere nunca es la institución, sino la cosa que supuestamente la justificaba o su apellido. Dios murió, pero las iglesias siguieron facturando. La política progre agoniza, pero sus partidos siguen repartiendo estampitas del Che. Quizá el drama -o la comedia- es que la humanidad tiene una vocación irrenunciable por la burocracia del sentido. Y aunque el sentido cambie, la burocracia siempre encuentra cómo sobrevivir. Max Weber lo enseñó con solvencia pero como en este país son pocos los que abren los libros: estamos jodidos.

Al final, puede que el loco tuviera razón… solo que nunca imaginó cuánto durarían los administradores del difunto.

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