Juana Hernández nació en El Salvador. Es limpiadora en un hotel de prestigio en una gran ciudad. De niña siempre supo que ese era su destino. No tuvo opción. Su madre, su hermana y su prima eran eso. No pudo ni pensar otra vida.
Cuando Juana asea el cuarto del hotel imagina cómo serán los huéspedes que se alojan allí. Ingresa a las habitaciones una hora después que partieron y detecta detalles que le permiten conocer aspectos vitales de quienes pernoctaron.
El olor es lo primero, si hay aroma a perfumes en las sábanas y si el cuarto tiene agua por fuera de la ducha del baño, entonces, allí anduvieron jóvenes que pasaron la noche en algún amorío, inclusive las marcas de rouge en las almohadas son pruebas de una jornada intensa. Ella, recoge las sábanas y las introduce en un gigantesco aparato de plástico (todo es de plástico en este mundo) para que sean lavadas. Si mira el historial de lo que se vio en la televisión, también eso delata que fue una noche agitada por los canales que se recorrieron. Detecta también el olor a bebidas alcohólicas y otros consumos festivos impregnados en las paredes. Jóvenes de sector pudiente, entre 20 y 30 años. No hay como equivocarse, piensa.
La pieza de al lado está menos revuelta que la de los jóvenes. En la cama pareciera que no hubiera dormido nadie por lo poco desordenada que está. Acá, el olor es la humedad. No hay perfume, más bien hay olor a encierro. No hay que olvidar que estos cuartos son herméticos y no permiten abrir las ventanas por miedo a los suicidios. Hay restos de galletitas de chocolate en el piso, migas, diminutas. Y hubo cuidado en no desordenar nada, en dejar el cuarto impecable. Gente grande -razona Juana- fueron dos mujeres por el cuidado y la prolijidad con que dejaron todo como estaba.
Juana jugaba a imaginar el rostro de esta gente. Su mente actúa al revés de lo que la fotógrafa Vivian Maier elaboraba con sus fotos. Sin embargo, ambas imaginaban las vidas de la gente en la que pensaban, una con las fotos que iba sacando por Nueva York, otra con algunas evidencias, pero hacían el mismo viaje. Sus mentes lo imaginaron todo. Es más, vivieron la vida dentro de la imaginación de lo que creían percibir de otros.
Juana y Vivian nunca se conocieron, pero podrían haberlo hecho y hubiera sido una delicia lo que hubiesen conversado sobre los mundos que no conocieron, pero imaginaron. Vivian (es verdad su historia, miren sus fotos en internet) hizo de niñera durante años de gente que no amaba, porque era su escudo para ir por la vida sacando fotos (allá en los tiempos de los negativos) y descubrir así la esencia de la gente en sus miradas, en sus poses, en algo que ella siempre supo capturar. No hay una fotógrafa como ella. Y murió sin oropel alguno.
Juana pudo ser Vivian o Vivian pudo ser Juana, da igual, casi que es una lotería lo que cada uno es en esta vida. Es verdad, se pueden mover algunas piezas, pero no se sabe cuántas y depende de la mente y la suerte de cada uno.
Hay una especulación sobre cuánto podemos pendular nuestras existencias, cuánto determinismo hay sobre ellas. Hay situaciones desesperadas como pasaron mis abuelos: se quedaron sin opciones y se inventaron una vida en este continente. Yo, sin embargo, la tuve más fácil, estudié, trabajé y soy profesional. Me suena que no tuve el atrevimiento de mis mayores. No sé si es mejor o peor. Quizás ellos se rompieron el alma para que yo escribiera estas líneas y usted me las lea. Supongo que fue así. Debe haber sido así.