En el rincón más inmóvil y al sur del país -allí donde los mapas se arrugan de vergüenza y el GPS finge perder señal- se encuentra Berretiland, esa comarca fabulosa donde la pereza no es un defecto, sino un derecho constitucional.
En Berretiland, soñar está mal visto. La ambición es tratada como una enfermedad venérea y la expresión “progreso personal” se pronuncia con vergüenza, como quien pisa caca de perro descalzo en verano. Si alguien, por error o genética foqueril, da señales de querer superarse, los dirigentes líderes y buena parte del pueblo unido alguna vez vencido, se activan como célula cancerosa: lo rodean, lo desacreditan, lo llaman “agrandado” y lo señalan con dilecto odio reservado a los que hacen algo sin pedir permiso. ¡Piojo resucitado!
El trabajo con dedicación se sospecha, el esfuerzo se condena y el mate es el verdadero poder ejecutivo. No hay reunión, drama o velorio que no se detenga “para unos verdes”. Se ha documentado incluso una asamblea sindical por falta de agua, interrumpida porque “con la garganta seca no se puede debatir”.
El gobierno nacional, enterado de esta joya sociocultural, decidió dejarla intacta y motivarla. ¿Para qué intervenir en un ecosistema tan perfectamente inútil? “Berretiland se gobierna sola”, dijo un ministro (parece ser que éste paga todos los impuestos), mientras aprobaba un subsidio especial para que nadie haga nada extremo y encima cobre por eso. A los que se atreven a sugerir una escuela técnica, una biblioteca abierta las 24 horas o -Dios no lo permita- un coworking, se los manda a “reflexionar” al banco de la plaza, entre palomas obesas y jubilados de la caja profesional que viven odiando a todos porque los birlaron olímpicos. ¡Viejos oligarcas!
Porque en Berretiland, el conocimiento es un insulto personal. La mediocridad es la piscina de los cretinos. El que sabe algo, que se lo calle. No vaya a ser que alguien aprenda. El saber es visto como una provocación: “¿Para qué querés estudiar si igual te vas a morir como todos y te vamos a clavar igual?”. Y ese es el argumento filosófico más sólido. Ni Platón podría refutarlo sin que lo manden a lavar los platos por imbécil.
La envidia, por supuesto, es el alma de esa región citadina. Un tipo cambió el techo de chapa por tejas y al otro día alguien lo denunció porque tenía una “conexión clandestina de dignidad”. Una mujer se compró una aspiradora y fue acusada por machista inmunda. En Berretiland, brillar es un acto de guerra. El ideal de vida es mediocre, con panzas de chori, vinardo y emisiones de metano y dióxido de carbono (sí, eso mismo). Todos iguales, todos estancados, todos felices de que nadie sea feliz. ¡Ah que divino el progresismo intolerante! Que belleza.
No existe el mérito. Si lográs algo, es porque robaste, te vendiste o, peor aún, trabajaste. Esa última es la peor ofensa, la que no se perdona. Eso y ser de derecha. El verbo “intentar” se conjuga en potencial: “yo intentaría, pero...”. Hay una devoción sagrada por el “pero”. Es la palabra mágica con la que se apaga cualquier chispa. “Quise emprender, pero no dan los tiempos”, “Podría estudiar, pero ahora no es el momento”, “Me gustaría crecer, pero me embola”. En Berretiland, el “pero” tiene rango de ministro.
Y así se vive, si es que a eso se le puede llamar vida. Una existencia lenta, chismosa y satisfecha en su miseria uniforme.