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Marina Abramovic, la inventora y la diva de la performance artística

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Marina Abramovic
Francesco Pierantoni (Tukulti)

NOMBRES

Es la última Premio Princesa de Asturias de las Artes, y recientemente publicó su propio manifiesto. ¿Quién es esta serbia que llegó hasta lo más alto del arte contemporáneo?

Hace poco, el mes pasado, Marina Abramovic ganó el premio Princesa de Asturias de las Artes. Y, también, acaba de publicar su propio manifiesto artístico, llamado El método Marina Abramovic. ¿Quién es esta mujer que ha conseguido llegar hasta lo más alto del arte conceptual y contemporáneo? Una manera de definirla sería, como hizo un crítico de arte español, “la diva de la performance”. Ella misma ha dicho que “inventó” la performance, pero que esta disciplina o expresión la sobrevivirá. Nada de falsa modestia para esta serbia de 74 años, que hace décadas es uno de los nombres más taquilleros del arte contemporáneo.

Comunismo, fe y sacrificio

Nació en Belgrado en 1946, un año después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Sus padres habían luchado activamente contra el Eje (Alemania, Italia, Japón) como partisanos, y en la Yugoslavia comunista su familia tenía renombre y prestigio. Según ella ha contado, los Abramovic eran una familia de la “burguesía roja”.

Aún con privilegios y alto estatus social, la infancia de Marina no fue precisamente apacible. Sus padres representaban polos sociales y culturales opuestos. El papá, un comunista convencido y de origen humilde. Su madre, de una familia adinerada y una creyente muy devota (cristianos ortodoxos). Las discusiones eran pan de todos los días. Además, durante seis años, Abramovic vivió con su abuela, a quien describió como ferviente anticomunista y religiosa. “El hermano de mi abuelo era patriarca de la Iglesia Ortodoxa, y venerado como un santo. Así que todo en mi infancia fue sobre el sacrificio total, ya sea al comunismo o a la religión. Esto fue lo que se grabó en mí, y es por eso que tengo una voluntad de hierro. Mi cuerpo está empezando a descomponerse, pero seguiré haciendo lo que hago hasta el final. Conmigo, todo es sobre lo que haya que hacer, no importa el costo”, le contó a un periodista británico hace años.

Cuando le tocó elegir una carrera universitaria, optó por Bellas Artes. Luego de egresar, durante unos años, fue profesora de arte y también pintaba. Pero en un momento sintió que la pintura no era lo suyo. “Un día, vi cómo una docena de aviones supersónicos surcaban el cielo y dejaban tras sí unas bellas estelas”, contó y agregó que fue hasta una base de la Fuerza Aérea a indagar sobre cómo podía hacer para “pintar en el cielo con humo”. “A partir de ese día, no pinté más. Empecé a fijarme en mi entorno, para hacer arte con lo que hubiera a mano. Me llevó un tiempito darme cuenta que yo podía ser mi propio arte”.

A mediados de la década de 1970 abandonó su país y se mudó a Amsterdam. Ahí conoció al artista Uwe Laysiepen, más famoso como Ulay. Con él no solo se vincularía como pareja sino también establecería una sociedad artística que la consagraría como una de las principales referentes de la performance. Porque fue ella quien se hizo famosa, no Ulay (quien falleció el año pasado).

Marina Abramovic-Ulay
Foto: Commons.

Entre los dos crearon una serie de performances que sacudieron el mundillo del arte conceptual, tanto por su calidad como por la repercusión mediática que generaron entonces. La “calidad”, o incluso la legitimidad, de las performances es algo que hasta el día de hoy es materia de discusión entre entendidos. Muchos celebran los aportes de Abramovic-Ulay, mientras otros desdeñan —o rechazan de plano— cualquier aspiración de denominar “arte” a lo que ellos (o cualquier otro performer) hicieron.

El crítico de arte —y también artista— español aludido al principio de esta nota, Antonio García Villarán (cuyo canal de YouTube tiene más de un millón de suscriptores), hizo en 2018 un video titulado “Performances y mentiras de Marina Abramovic". Ahí, el experto problematiza el aporte al arte de Abramovic, señalando distintas incoherencias y “levantes” de ideas ajenas que presentaba como propias. Aún así, García Villarán afirma que varias de las performances de la pareja cumplen con algunos de los supuestos requisitos que le planteamos a las artes, entre ellos hacer pensar y conmover. El español también dice que ella consiguió algo que ningún otro artista de su campo ha logrado: sentar las bases de la buena performance.

¿Qué hizo entonces Abramovic (junto a Ulay) para sentar esas bases? Entre otras cosas, hicieron performances donde pusieron, literalmente, la integridad física en juego. En una de ellas, (Ritmo, 1974) Abramovic estaba acostada en la sala de un museo, donde había muchos objetos que los asistentes podían tomar para hacer con ellos lo que quisieran en el cuerpo de la artista. “Me sentí realmente violada: me cortaron la ropa, me clavaron espinas de rosas en el estómago, una persona me apuntó con un arma en la cabeza y otra se la quitó. Se creó una atmósfera agresiva”, dijo en una entrevista citada en el medio argentino Clarín el mes pasado.

Cuando ella y Ulay se separaron decidieron que lo harían con una performance, obvio. Uno se paró en una punta de la Muralla China, y el otro en la otra. Caminaron durante meses hasta encontrarse y, con ese gesto, despedirse. Aunque diera la impresión que se trataba de una separación en términos más o menos buenos, no dejaba de ser una performance.

Como también lo fue una de las más resonantes que hizo Abramovic, ya por su cuenta, en el Museum Of Modern Art de Nueva York (más de 800.000 personas asistieron a esa performance, entre ellas gente como Madonna, Lady Gaga y Jay Z). Ahí, ella se sentaba ante una mesa y esperaba que quien quisiera se sentara frente a ella. ¿Quién aparece ahí? Ulay, obviamente, años después de la separación. Emociones desbordadas en silencio, lágrimas, manos extendidas que se reencuentran, etc. De nuevo: una performance (lo cual no tiene, necesariamente, por qué invalidar el valor artístico de la misma).

performance MOMA Marina Abramovic
Foto: Commons.

En la vida real, Ulay le hizo un juicio varios años después de la separación para reclamarle parte del dinero que ella había ganado. Ulay alegó que parte de ese dinero era fruto de la inspiración y las acciones de ambos, no solo de ella. El fallo le dio la razón a Ulay y Abramovic tuvo que desembolsar la nada despreciable cifra de un cuarto de millón de euros, acreditar el nombre de su expareja a las performances y hacerse cargo de los costos legales.

Aunque fuera derrotada en esa instancia la estatura artística de Abramovic no ha disminuido. Al menos no de manera sustancial, como lo prueba el reciente premio Princesa de Asturias, uno de los tantos galardones que ella ha cosechado en su trayecto (tiene tantos que mejor no aburrir con su enumeración).

Seguirá siendo una estrella que se codea con los ricos y famosos, y que ejerce un particular magnetismo sobre su entorno. Tal vez porque se trata de una mujer no solo con una voluntad a prueba de fuego, sino también con una creatividad a la altura de esas ambiciones. “Una de las primeras cosas que hice luego de decidir dejar de pintar fue grabar el estruendo de una estructura de cemento cayendo. Y quise reproducir ese ruido cada vez que la gente pasaba por uno de los puentes en Belgrado. Las autoridades municipales me lo prohibieron. Es que ellos tenían una imaginación pequeña. La mía es grande. Y siempre quiero remover las cosas”.

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