Según cómo se mire, o la voluntad que se posea, muchas veces las crisis pueden transformarse en oportunidades. Para Julio Viola, más que una frase hecha, esa máxima significó el origen de la Bodega del Fin del Mundo, uno de los emprendimientos más exitosos que el productor uruguayo lleva adelante desde que se instaló en la vecina orilla.
Viola pasó su infancia y juventud en Carrasco hasta que en 1974 decidió probar suerte en Argentina, donde residían unos tíos abuelos dedicados a la producción agrícola. Así, el joven de entonces 20 años desembarcó en Cipolletti, una ciudad vecina a Neuquén, a 1.200 kilómetros de Buenos Aires. Allí comenzó su vida laboral: cadete, vendedor y finalmente propietario de una inmobiliaria, con la cual se dedicó a comprar tierras, construir nuevas urbanizaciones y cultivar frutos, como peras y manzanas. Hasta que una crisis en 1998 torció su rumbo. "Fue un desastre, todas las empresas dedicadas a manzanas quebraban. Tuve que buscar otra actividad. Empecé a plantar cerezas, frambuesas, grosellas y mis primeras tres hectáreas de viñas. Investigando, descubrí que la zona era más que apta para producir uvas de alta calidad, entonces le pusimos más fuerza a esa área", cuenta Viola.
En un principio, el productor reconoce que sabía tanto de vitivinicultura como el más ajeno a esa industria. "Me fui interiorizando sobre la marcha. Viajé, visité bodegas en todas partes del mundo, hice carpetitas de cada una de ellas, recolecté información y me fui haciendo todo un experto", asegura el hoy propietario de Fin del Mundo, una bodega que, a cinco años de su inauguración, posee una capacidad de producción total de ocho millones de litros, ostenta varios premios internacionales y fue una de las protagonistas de la sexta edición del Salón del Vino Fino que se llevó a cabo el pasado fin de semana en el Hotel Conrad de Punta del Este.
NATURALEZA Y TECNOLOGÍA. Luego de visitar empresas de todo el globo, Viola supo que no quería una bodega chica, sino que apuntaría de entrada a un emprendimiento "importante".
Así se dio cuenta de que la tecnología sería una de sus principales aliadas. "Me gustó el modelo australiano de eficiencia, donde la explotación de maquinaria es óptima. Las bodegas tienen que tener todas las instalaciones, de agua fría, agua caliente, agua blanda, nitrógeno, y todo debe llegar en forma automática, lo cual es vital. Antes, para hacer grandes vinos, la única posibilidad era tener una bodega pequeña, porque el cuidado de las condiciones está más controlado. Ahora es distinto. Yo tengo 200 tanques para fermentación, 100 piletas para conservación, y todo está conectado a la computadora del enólogo que controla desde ahí la temperatura. La tecnología ha aportado elementos para poder elaborar volúmenes más importantes de vino con buena calidad y uniformidad", explica.
VIENTO Y LLUVIA. Pero más allá del gran aporte de la tecnología, la producción vitivinícola -así como sucede con todos los cultivos- depende en gran medida de otro factor menos controlable, pero al menos algo predecible: el clima.
Entre los principales beneficios que ofrece la zona, Viola explica que es relativamente seca. "Las enfermedades comunes de la vid son los hongos, que prosperan con la humedad", dice.
Por otro lado, las precipitaciones son escasas, otro punto a favor, ya que en el momento previo a la cosecha, lo mejor es que no llueva. De hecho, aunque la tierra de esa región es muy fértil, el riego debe hacerse artificialmente, porque no hay agua. "Tuvimos que construir un canal de 20 kilómetros para llevar agua del río Neuquén al campo y tenemos un sistema de riego por goteo. Eso es bueno porque el agua debe ir a la raíz, no a la planta, y elegimos cuándo hacerlo".
Una contra es que en ocasiones sopla un viento demasiado fuerte, por lo que los cultivos son protegidos con cortinas rompevientos y cada planta posee cartuchos individuales, colocados por ingenieros.
Hoy, la Bodega Fin del Mundo cuenta con 870 hectáreas de viñedos y produce todas las variedades: Malbec, Merlot, Pinot Noir, Cabernet Sauvignon, Syrah, Cabernet Franc, Chardonnay, Sauvignon Blanc, Viognier y Semillón. "Hace poco planté Tannat, como buen uruguayo, para ver si me sale bueno. Es poco volumen, más que nada por una cuestión de sangre", afirma el exitoso bodeguero.
Si ponés tu botella, a alguien bajaste
La industria del vino mueve millones de dólares alrededor del mundo, por lo que la competencia por obtener una parte del mercado es feroz, asegura el productor uruguayo Julio Viola, propietario de la Bodega Fin del Mundo, ubicada en San Patricio del Chañar, en la provincia argentina de Neuquén. "Nadie te espera para comprarte el vino en ninguna parte del mundo. Este es un mercado hipercompetitivo, con grandes empresas internacionales que compran monstruos en miles de millones de dólares. Para los productores independientes que tenemos que salir a poner nuestros productos es una pelea dura. Pero se puede dar. Nosotros somos una familia y ya exportamos a 26 países. Comercializamos nuestros productos y somos líderes en algunos lugares, nos va muy bien, pero es una pelea de todos los días".
El panorama es más complejo aún tomando en cuenta que cada vez hay más oferta, ante igual demanda. "En Argentina se inaugura una bodega nueva cada 15 días; en Australia, cada 10 días. Y encima cada bodega saca cada vez más etiquetas. Si vas al supermercado, verás que no agrandan las góndolas. Cuando ponés tu botella, bajaste a alguien. Y cuando otro pone la suya, te bajaron a vos. Es muy competitivo. A veces hablan de cerrar los mercados, y eso sólo sirve para achancharse y no elaborar algo mejor. Hay muchas oportunidades en el mundo, hay que salir y vender afuera", dice Viola.
Hoy, Fin del Mundo exporta la mitad de lo que vende en el mercado doméstico argentino, que consume 1.200 millones de litros por año. "Estamos vendiendo bien en Dinamarca, Suecia, Alemania. Intento hacer lo mejor que se puede y ganar cada partido".