Cabeza de Turco
"Si el Uruguay fuera a terapia, el diagnóstico del país sería un trastorno severo de la personalidad con algunos rasgos psicóticos"
El atorrantismo, la holgazanería, el garroneo eterno, la lentitud en nuestros procedimientos en las oficinas públicas (ya desde Mario Benedetti en El país de la cola de Paja viene este asuntito), la letanía de nuestra forma de ser (los mozos uruguayos son lentos hasta para traer un café), el egoísmo sórdido, la envidia hacia lo que el otro alcanza (alguno afanó o jodió, dicen, nunca se aplaude el éxito del otro), el creer que somos víctimas de una conspiración maldita (los porteños nos quieren joder, los brasucas nos escupen, los gringos nos compran todo por tres dólares, sucios todos), el sentimiento de bronca por no ser reconocidos en el mundo (¡Suárez mordé!), la avivada burda de sacarle algo a quien sea (eso es peor que garronear, es ser ventajero), el talante tanguero y machista que viene de la época de Gardel (pasa por Julio Sosa y termina en más de algún que otro personaje cotidiano que sigue con su discursete machista y bragueteril sin advertir que las mujeres no son más el paradigma del Moulin Rouge), la mirada simplona a casi todos los problemas donde se imagina que por arte de magia se arregla algo (muy común en el político criollo que te dice que él arregla todo con dos toques), la bronca destilada en el boliche —donde tanto en Montevideo como en cualquier pueblo o villa del país— se destrozan apellidos y se espeta cualquier difamación de cualquiera (sin arrimar una prueba, un indicio o algo coherente), el hablar mal del otro cuando el otro no está (campeones mundiales de la hipocresía), el ser poco sinceros, "cobardes" digamos, como manera de no encarar los temas al canto (y escupir al de abajo y hacer reverencias al señor de arriba), el creernos más de lo que somos y menos de lo que realmente valemos (la cabecita uruguaya es jodida muchachos), todo a la vez, el adorar a mitos que no existen como el Artigas buscador de la independencia de la patria (jamás quiso eso, no lo digan más, expliquen en las escuelas que ese tipo es ficción), el creer que lo que estampa la Constitución son máximas que se pueden realizar (lamento, y siendo abogado, me duele doblemente afirmar que no es cierto lo allí escrito para vergüenza nacional porque —muchas— son consignas programáticas y punto), el amar al fútbol y odiar al fútbol cuando nuestro cuadro se hunde (y gozar con la debacle del rival), el amar la política (cuando ganamos y nuestro partido político hace las cosas bien), y el odiar a la política (cuando nuestro partido político y los otros hacen las cosas mal, pero disculpando un poquito más a los nuestros, corporativismo groncho), el mentir diciendo que no miramos teleteatros y se llenó la televisión de turcos que nadie entiende bien pero llenan las horas, el despreciar lo porteño pero copiarles modas, ropa, estilos, referentes y soñar con triunfar allí para ganar millones y luego seguir siendo "progre" pero viviendo a máximo nivel (játe de joder VHM), el odiar a Tinelli pero verlo (ahora no) y decir que es de mal gusto lo que hace, el mirar a los noticieros y montar en pánico (con razón) por los asesinatos del día (que son hijos de una subcultura social y falopera mal), el no entender qué pasa con la dictadura de Venezuela que el gobierno uruguayo le hace el aguante alcahueteril, el no hablar de la razón por la que la educación fracasó, pero discutimos si la ambulancia era de Perico y si el policía fue omisivo aunque la ley lo banque. En fin, el terrajismo mental como forma de ser.
Si el Uruguay fuera a terapia el diagnóstico del país sería un trastorno severo de personalidad con algunos rasgos psicóticos y algo de complejo de inferioridad. Lleva tiempo revertir estas tendencias, pero si no las aceptás no las cambiás.