La historia secreta del telescopio más antiguo del país, rescatado por astrónomos aficionados

Fabricado por Henry Fitz, sobrevivió al olvido y a más de 170 años de historia. Hoy sigue en funcionamiento en Montevideo.

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Telescopio Henry Fitz perteneciente a la AAA
Fernando Jorge

Henry Fitz rompió cinco veces su propio récord: construir el refractor más grande jamás fabricado en Estados Unidos. Su carrera iba en ascenso hasta que una muerte repentina truncó su camino. Sin embargo, dejó una pieza de legado que aún brilla bajo el cielo estrellado del sur. Uno de sus telescopios, fabricado en 1854, sigue funcionando como el primer día. Está en Montevideo, en la sede de la Asociación de Aficionados a la Astronomía (AAA), y no solo es el telescopio más antiguo del país: también es uno de los únicos dos Fitz aún operativos en todo el mundo. El otro pertenece a una universidad estadounidense.

Pero eso no es todo. Esta historia involucra a personajes tan fascinantes como el propio telescopio: el padre de la astrofotografía, un cónsul inglés extravagante y un puñado de notables uruguayos que trataron -sin éxito- de convertirlo en símbolo de la ciencia nacional. Durante décadas, la valiosa pieza quedó abandonada, olvidada en una caja a pesar de su rareza. Gracias a una investigación del astrónomo aficionado Fernando Jorge, hoy se reconstruye su historia completa: desde su fabricación en Nueva York hasta su rescate y puesta en funcionamiento, más de 170 años después.

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Telescopio Henry Fitz perteneciente a AAA
Fernando Jorge

Lista de dueños.

De las manos de Fitz, el telescopio pasó por seis dueños. El primero fue Lewis Rutherfurd (1816-1892), considerado el “padre de la astrofotografía”, quien encargó especialmente un instrumento de nueve pulgadas. No fue el que usó para obtener las primeras imágenes de la Luna, pero sí con el que confirmó que Sirio -la estrella más brillante- tenía una tenue compañera enana blanca, antes de que ese hallazgo fuera confirmado por telescopios más potentes en Europa.

Rutherfurd se lo vendió a William Lettsom, diplomático inglés, geólogo, naturalista y aficionado a la astronomía, por US$ 2.200 de la época -equivalentes a unos US$ 90.000 actuales-, un precio considerable pero aun así mucho más bajo que el de los telescopios europeos. Lettsom buscaba un instrumento relativamente pequeño -si bien tiene tres metros- pero con gran capacidad óptica. Estaba por dejar el consulado en México -donde fue víctima de un intento de asesinato y conservó la bala como prueba- para trasladarse a Montevideo, donde vivió entre 1859 y 1869.

“Antes de traerlo, lo envía a Inglaterra para que le fabriquen una montura, y quien lo prueba es nada menos que el entonces presidente de la Real Sociedad Astronómica, William Lassell -descubridor de las lunas Tritón, de Neptuno, y Ariel y Umbriel, de Urano-, quien dijo que el telescopio era muy bueno”, cuenta Jorge.

Ya en Montevideo, Lettsom instaló el telescopio en el consulado británico de la Ciudad Vieja. Según reconstruyó Jorge a partir de documentos y crónicas de la época, el aparato despertó el interés de la alta sociedad y del naciente ambiente científico local, que acudían fascinados a usarlo, siempre por invitación del cónsul, a quien describían como excéntrico. “Salía a caballo todos los días, recogía muestras de plantas e insectos y enviaba piezas a Europa”, cuenta el investigador. Algunos de esos objetos, como fósiles de milodón y de gliptodonte, e incluso un nido de hornero, pueden verse hoy en el Museo Británico. Lettsom también era miembro de la Real Sociedad Astronómica, cuyos archivos -consultados por Jorge- conservan registros de las observaciones que realizó desde Montevideo.

En 1869, Lettsom debe regresar a Inglaterra y el telescopio cambia nuevamente de manos: lo compran varios notables uruguayos, entre ellos el arquitecto Alberto Capurro (autor del Palacio Estévez y del Palacio Santos), Mariano Ferreira (entonces director de la Biblioteca Nacional) y Mario Ísola (pionero de la iluminación pública a gas en Montevideo). La intención era donarlo al Ateneo de Montevideo, cuya nueva sede iba a contar con un observatorio propio. Pero ese proyecto nunca se concretó, y el telescopio quedó guardado -no por uno ni cinco años, sino por 78- y ni siquiera hay registros en la prensa de que se haya usado para observar el paso del cometa Halley en 1910.

Finalmente, fue donado al Observatorio Astronómico de Montevideo, ubicado en el IAVA. Sin embargo, allí tampoco se utilizó, y su destino volvió a ser el olvido. Recién en 1965, el director del observatorio decidió entregarlo a la AAA, donde por fin volvió a la vida. Fue reacondicionado y, desde entonces, cumple su misión original: observar el cielo.

“Rutherfurd y Lettsom lo usaron durante 15 años. Nosotros ya llevamos 60. Aun así, sigue teniendo más tiempo guardado en una caja que operativo”, comenta Jorge a Domingo, entre risas.

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Telescopio Henry Fitz perteneciente a la AAA

Un símbolo.

Desde 1988, el telescopio más antiguo del país se encuentra en la sede de la Asociación de Aficionados a la Astronomía (AAA), en el Parque de la Amistad. Allí se organizan jornadas de observación abiertas al público. “La calidad de imagen que tiene para ver la Luna o los planetas es impresionante”, comenta el investigador.

Por supuesto, la observación de nebulosas requiere una óptica más moderna. Además, desde la ciudad no es posible verlas debido a la contaminación lumínica. Aun así, Jorge afirma que el Fitz es “el mejor” con fines de divulgación.

“Con nuestras actividades, también estamos honrando la intención de quienes le compraron el telescopio a Lettsom, y del propio Lettsom, que puede ser considerado el primer astrónomo aficionado divulgador del país. Es como un socio honorario de la AAA”, agrega.

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Fernando Jorge, astrónomo aficionado

Cada cierto tiempo, Jorge y sus colegas deben desarmar el telescopio, limpiarlo, barnizar la madera y revisar cada engranaje. Algunos ya están rotos y están evaluando cómo repararlos. Además, el telescopio debe permanecer en un ambiente sin humedad para conservarse adecuadamente.

Un sueño de la AAA es contar con un museo propio donde, por supuesto, el Fitz ocupe un lugar central. Para eso se necesita un espacio más amplio, algo difícil de concretar sin apoyo financiero o respaldo institucional. “Hay muchos extranjeros interesados en conocer este telescopio, porque toda la comunidad sabía que Rutherfurd tenía uno de nueve pulgadas que luego cambió por uno de 11, pero hasta ahora no se sabía adónde había ido a parar”, cuenta Jorge.

Mientras tanto, el equipo sigue cuidando el Fitz con esmero, pieza por pieza, protegiéndolo de la humedad y del olvido. Para muchos de los que pasaron por la AAA y observaron el cielo a través de él, el telescopio se convirtió en un símbolo. “Siento que tengo la responsabilidad de cuidarlo. Es una tarea centenaria conservar un instrumento tan valioso”, concluye Jorge.

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