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Los guardianes del Cerro

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Foto: Ricardo Figueredo

Vidas

El Grupo Voluntario de Búsqueda y Rescate del Cerro Pan de Azúcar es la tercera generación de la familia que realiza esta tarea. Hacen entre 10 y 15 intervenciones por temporada.

Esa noche la niebla era tan espesa que no podían ver el camino. El viento, que había venido acompañado de lluvia y una alerta naranja, los empujaba y prácticamente no los dejaba avanzar. Eran cuatro y —para no perderse del sendero— uno de ellos tenía que abandonar un instante a los demás, avanzar unos pasos, encontrar el camino y luego ser el faro para guiar al grupo; cuando la neblina vestía por completo el hombre de traje rojo y casco blanco gritaba fuerte para que los demás escucharan su voz y siguieran el sonido.

Así, paso a paso, fueron subiendo el cerro de Las Ánimas tras las huellas de un hombre que estaba perdido y cuya búsqueda oficial había sido cancelada. Tras dos horas colándose entre esa nubosidad y desafiando la naturaleza, el Grupo Voluntario de Búsqueda y Rescate del Cerro Pan de Azúcar logró encontrarlo.

Buscar y rescatar gente les corre por la sangre y van aprehendiendo de generación en generación. Es algo a lo que la familia Casaña se dedica hace más de 80 años y esa pasión ya es una herencia.

Rodeado de arbustos, inmensas rocas y de una reserva de flora y fauna a los pies del Pan de Azúcar —que lleva una cruz erguida en su punto más alto— se encuentra la base del grupo. Ahí dejan todos sus materiales para búsquedas y rescates y realizan guardias los viernes, sábados y domingos de 10 a 15 horas.

"Cuando empezamos no teníamos nada. Viajábamos en el ómnibus con una mochila, una tablilla y nos bajábamos a hacer turno. De tarde, nos íbamos con todo de vuelta", recuerda Néstor Casaña (40), integrante del grupo. Además de él, al equipo lo conforman sus dos primos Claudio y Gonzalo Medina —43 y 41 años respectivamente— su esposa Laura Rodríguez (36), Lorena Cendon (31) y Néstor Leal (52). Estas dos últimas son las primeras personas que lo integran, desde hace dos años, sin pertenecer a la familia.

Foto: Ricardo Figueredo
Realizan guardias los fines de semana. Foto: Ricardo Figueredo

Piria, Casaña y el comienzo.

En 1930 Juan Casaña, abuelo de Néstor, llegó a Piriápolis desde Solís de Mataojo y conoció a los Piria (familia creadora del balneario). Empezó a trabajar como cuidador del Castillo de Piria y también a participar en la construcción de la cruz de ese cerro de casi 390 metros de altura, hasta que se mudó a la casa del capataz en la reserva de fauna y flora del Pan de Azúcar.

"Empezó a hacer mandados para los empleados que construían la cruz. Él subía y bajaba y después quedó allá arriba, en la cruz, trabajando de ayudante", explica Néstor.

Foto: Ricardo Figueredo
La historia se remonta a cuando erigieron la cruz. Foto: Ricardo Figueredo

El camino de ascenso prácticamente se fue creando por los pasos que daban todos los días los obreros hasta llegar a la cima para realizar su trabajo. Juan vivía a los pies del cerro, en un profundo silencio y rodeado de la tranquilidad de la soledad. A veces, de noche, veía desde su casa que un auto había quedado estacionado muchas horas y así notaba que alguien había subido al cerro y nunca había bajado. "Como era el único que vivía acá se iba a buscarlo, y así sucesivamente", cuenta Néstor.

Juan le fue transmitiendo sus conocimientos a sus hijos y ellos a los suyos. Así es como hoy por hoy los Casaña y los Medina son la tercera generación de rescatistas voluntarios del Pan de Azúcar.

Hace tres generaciones que a esta familia le corre por las venas buscar y salvar personas, pero el grupo empezó a funcionar de manera oficial en 2012. "Con mis primos dijimos de hacer un grupo bien prolijo, con la personalidad jurídica, como corresponde. Empezamos a hacer cursos, a buscar donaciones, hasta que salió", explica Néstor.

Si bien el equipo realiza entre 10 y 15 intervenciones —incluyen esguinces, personas que se pierden o desmayos— y rescates por cada temporada en el cerro, el más complicado "fue el del enfermero", recuerda Néstor.

Foto: Ricardo Figueredo
Herramientas y material prontos para ser usados. Foto: Ricardo Figueredo

Era un día de verano, el calor pesaba en el aire y Néstor estaba con fiebre en el momento que recibió la llamada. La mujer que trabaja de guardia de la reserva de fauna vio a un hombre atrapado en una pendiente con los pies a centímetros del abismo y le avisó. El grupo agarró sus herramientas, preparó su material y fue hasta el lugar. No importó la temperatura, no importó la fiebre ni tampoco el riesgo; la adrenalina y las ganas de ayudar fueron el motor que los impulsó hasta ahí.

"Nosotros subimos por el costado del resbaladizo donde él estaba, era un enfermero que había intentado cortar camino para bajar, pero pisó mal y cayó hasta que una piedra lo trancó, si se movía un centímetro se caía", cuenta. El operativo empezó cerca de las cuatro de la tarde. Néstor y el resto del equipo comenzaron a caminar y a trepar para alcanzar al hombre que esperaba paciente a sus rescatistas. "En el camino me desmayé por la fiebre, me agarró mi primo y yo sentía su voz lejos", dijo, pero aún así siguió.

Cuando llegaron al punto más cercano decidieron que el mejor para realizar el rescate era José Luis, el tío de Néstor que en ese momento vivía en el punto más alto del cerro  y se encargaba del mantenimiento de la antena de un canal de televisión. "Era flaquito y liviano y por eso era más fácil que pudiera llegar", explica. 

Luego de varias horas pudieron acercarse al hombre, que sujetado con un arnés, logró bajar el cerro y llegar a tierra firme. Aunque del rescate finalmente se encargó José Luis, acompañado de un bombero, el grupo de voluntarios estuvo siempre alerta, muy cerca del lugar, observando la situación y dando indicaciones. "Nosotros siempre celular en mano hablando con Joselo, para decirle todo está bien, estabilizá a la persona, conversá", cuenta Laura, integrante del equipo.

Tienen la pasión, tienen las ganas y el conocimiento, lo que casi no tienen son herramientas para trabajar. Como no cuentan con handys —que es lo que más necesitan— se comunican entre ellos a través del celular y esto les funciona solo porque conocen el Pan de Azúcar como al living de su casa.

"Una vez estábamos en un asado por un cumpleaños y nos escribió un hombre que estaba perdido. Era de nochecita y no sabía bien por dónde andaba. Le pedí que me dijera qué tenía delante, si veía el mar. Me dijo que sí, que veía muchas luces y el mar de fondo. ¿Y dónde tenés la cruz?, le pregunté y me dijo que la tenía de espalda", cuenta. Solo esos datos fueron suficientes para que Néstor pudiera guiarlo a través de mensajes de WhatsApp. "Le dije que a su izquierda tenía un camino, que solo tenía que seguirlo para llegar abajo" y así fue.

Poder llegar a todos lados
Foto: Ricardo Figueredo

El grupo no se queda solo en el Pan de Azúcar, va a todos los lados donde su moto y sus bolsillos no le ponen obstáculos a sus ganas. Han rescatado en el cerro de Las Ánimas y en Piriápolis. Para ellos es importante que Uruguay tenga brigadas preparadas para rescate y búsqueda de personas. "Es uno de nuestro sueños porque Uruguay no está acostumbrado porque no hay mucha catástrofe. Una brigada te sirve para armar equipos, establecer un procedimiento con un monitor y un mapa y proponer bloques de búsqueda", explica Néstor.

Una vez que se enteran de una situación que requiere de su ayuda, comienza el rescate. En caso de que una persona lo necesite, los voluntarios le hacen primeros auxilios, la estabilizan, le toman la presión y cuando están cerca de llegar abajo llaman a la ambulancia. Cada uno de los rescatistas lleva un casco con una cámara, que va registrando lo que sucede. “Es un testigo que va registrando todo porque nosotros somos civiles, hacemos una obra de bien y si mañana pasa algo es la que te ayuda”, dice Néstor.

Cuando la naturaleza es tu casa

Los Casaña nacieron en el cerro Pan de Azúcar y cada roca y vegetación que lo reviste son como cuadros que decoran su propia casa. Cada una de sus curvas peligrosas es como el pasillo que los lleva hasta su cuarto. Saben qué hay en cada tramo del lugar y lo primero en lo que piensan es en hacer algo con eso: rescatar, unir sus conocimientos del lugar con su pasión heredada. Sueñan con ser una brigada y con poder vivir de lo que aman al cien por ciento y no pierden las esperanzas de que en algún momento ocurra. De lo contrario ellos igual van a seguir ahí, trabajando como guardianes voluntarios. Lo llevan en la sangre y dentro de unos años ya va haber una cuarta generación de rescatistas, porque Emilia, una de las hijas de Néstor y Laura, con 11 años ya piensa en unirse. Cuando puede los acompaña a la base y se emociona cuando piensa en ayudar. Por eso, la familia ya tiene su próxima heredera.

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