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El barrio que fue capital: la Unión celebra sus 175 años y vecinos impulsan la revalorización del patrimonio

Del Cardal a Villa de la Unión, vecinos cuentan historias y anécdotas

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Plaza de la Restauración

Los títulos lo dicen claro sino sería difícil de creer: el terreno que compró la bisabuela de Olga Fantauzzi lo intercambió por ristras de ajo. Doña Magdalena había llegado de Italia en 1852 en búsqueda de oportunidades y las encontró en un incipiente pueblo que recién había dejado de llamarse Villa de la Restauración. Allí se convirtió en “la partera de la Unión”. Ya por sí sola tenía experiencia: allí nacieron sus 11 hijos. El terreno en cuestión era prácticamente una manzana en la que ayudó a levantar las casas para sus hijos, nietos y bisnietos. Olga, la última descendiente de Doña Magdalena, vive a sus 84 años en la misma casa que edificó su abuelo en la actual calle Félix Laborde, entre Timoteo Aparicio y Juan B. Morelli.

“Aquí nació mi abuelo, nació mi mamá y nací yo”, cuenta a Domingo. Y se apresura a decir: “Tengo pensado que me cremen y que mis cenizas queden en este barrio”.

Vecinos celebran este mes los 175 años de la Unión, un barrio que fue capital de un gobierno, que vio sangre derramada en sus calles de tierra, que tuvo las primeras dirigencias de la ciudad y la plaza de toros más grande del país -donde hasta se probaron globos aerostáticos- y que vibró con Carlos Gardel cantando afuera del teatro y con un pie apoyado en una cachila. Y, por la ocasión, desde el Instituto de Historia y Urbanismo de La Unión -que está por cumplir 20 años de actividad-, se impulsa una revisión de su patrimonio para celebrar lo vivido, recordar lo perdido y proteger lo que todavía existe. “Los vecinos siempre fueron el sustento del barrio. Hubiera o no calles, hubiera o no edificios. Los vecinos siempre fueron el sustento del entramado social que hoy, a pesar del tiempo, conserva el barrio”, reflexiona el presidente de la institución, Carlos Poggi.

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Vista aérea de la Unión por el 1930

De rural a urbano.

La familia de Olga no es fundadora de la Unión. Tampoco lo es la de Carlos Poggi. “Sería un atrevimiento de mi parte decir que lo somos”, afirma el presidente del Instituto de Historia y Urbanismo de La Unión. Sí pueden vanagloriarse de que son dos de las familias “más añejas” del barrio. Ambas llegaron en 1852 y Villa de la Unión había adquirido su nombre el 11 de noviembre del año anterior. Pero la historia había empezado mucho antes.

Es fácil rastrear a los fundadores. Fueron los usufructuarios de cinco estancias: Sebastián Carrasco -la más extensa-, Francisco Ramírez, Catalina Durán de Barrado, Juan Yepes y Juan Camejo Soto. Los dos primeros se instalaron al sur del viejo Camino a Maldonado -actual 8 de Octubre-; el resto lo hizo al norte. Sus tierras, viviendas y siguientes divisiones formaron lo que primero se llamó El Cardal que, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, atrajo a saladeros, molinos y caseríos y que más tarde dieron lugar a Villa de la Restauración. “La Unión de hoy está edificada sobre esas estancias”, las que han quedado como un testigo silencioso muy por debajo de los cimientos urbanos, precisa Poggi.

Por ejemplo, “la piqueta fatal del progreso barrió con lo que quedaba de la construcción de Durán de Barrado que estaba en Propios (José Batlle y Ordóñez) y Valladolid”, agrega. La urbanización terminó también ganándole espacio al gran olivar que existía en los alrededores del actual Antel Arena.

Para 1840 ya había una población considerable. Atendiendo sus necesidades espirituales, la vecina Mauricia Batalla -que vivió en El Cardal, luego en Villa de la Restauración y murió en Villa de la Unión- erigió la primera capilla y el primer cementerio en los alrededores de Asilo, entre Pernas y Comercio. (Dato curioso: el solar fue más tarde demolido y allí se construyó la casa en la que por muchos años vivió la poetisa Juana de Ibarbourou).

Los 175 años de la Unión se cuentan a partir del 24 de mayo de 1849. Ese día El Cardal pasó a llamarse oficialmente Villa de la Restauración y, a instancias de Manuel Oribe, quien estaba al frente del Gobierno del Cerrito, se trazaron varias calles y se ordenaron los caseríos. Una de esas calles fue General Artigas -nombre anterior para 8 de Octubre- que, como apunta Poggi, fue el único homenaje que recibió el Jefe de los Orientales durante su exilio en Paraguay. En ese año se edificó el Colegio Nacional de Estudios Universitarios -sobre este se levantó el Asilo de Mendigos y luego el Hospital Pasteur-, la iglesia de San Agustín (luego demolida y reconstruida en 1917) y la plaza central.

Hasta el fin de la Guerra Grande, Villa de la Restauración ofició como capital del Gobierno del Cerrito. Se le dio el nombre de Villa de la Unión como homenaje a la paz pactada el 8 de octubre de 1851 bajo la consigna de “ni vencidos ni vencedores”. Poggi lo ve como un intento de “restañar las heridas entre los orientales”. Lo cierto es que, a partir de aquí, empieza un proceso urbanístico imparable.

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Plaza de toros de la Unión
AUGE Y CAÍDA DE LA PLAZA DE TOROS MÁS GRANDE

La plaza de toros de la Villa de la Unión fue la octava de su tipo en la ciudad. Fue inaugurada por iniciativa de los notables vecinos Norberto Larravide, Tomás Basañez y el cura Domingo Ereño a comienzos de 1855. “Era el lugar de atracción tanto de la Unión como de Montevideo”, señala el presidente del Instituto de Historia y Urbanismo de la Unión, Carlos Poggi.

Ese ruedo, que estaba ubicado en la confluencia de las actuales calles Purificación, Odense, Trípoli y Pamplona, fue el más grande del país (más grande que la plaza del Real de San Carlos, en Colonia del Sacramento) y atrajo a matadores españoles, mexicanos y colombianos: la plaza, de forma circular, tenía 100 metros de diámetro y una capacidad de 12.000 personas que, si llegaban desde la actual Ciudad Vieja (precisamente desde la actual calle Andes), lo hacían en un ómnibus a caballo (servicio que habían instalado Larravide, Basañez y otros socios comerciales). La construcción quedó estampada en la plástica de Pedro Figari y en las “toraidas” de Francisco Acuña de Figueroa.

Sufrió dos incendios, uno en 1869 y otro, el mayor, en 1871, pero se pudo reconstruir. No obstante, el fin de la alegría taurina llegó en 1888. “Se produjo un acontecimiento luctuoso que hizo que el gobierno de la época impidiera la continuidad de las corridas de toros”, cuenta el historiador. Fue la muerte del torero valenciano Joaquín Sanz, apodado Punturet, en ese entonces de 35 años, cuando intentaba banderillear sentado en una silla al toro “Cocinero”, un miura (toro bravo) de 500 kilos gestado en la ganadería del célebre criador Felipe Victova. La prensa definió aquella maniobra como “descabellada y suicida”. Algunos testigos dijeron que la acción fue por una apuesta; otros que quería acabar con su vida. Así se publicó: “La cornada fue tremenda. Punteret quedó tendido, inanimado, en el ruedo y el toro se revolvió para recargar y destrozarle, pero atrajo su atención la silla y la hizo añicos dando lugar a que acudieran los peones, le distrajesen y se llevaran el cuerpo. Cuarenta horas después fallecía esta víctima de una peritonitis según unos, del tétanos en opinión de otros, y del enorme destrozo que el cuerno produjo en sus entrañas según la creencia general”.

Luego del incidente se celebraron corridas en los años siguientes, por ejemplo, una a beneficio del Hospital Español (a la que asistieron 5.000 personas), pero con toros con sus astas cubiertas por protectores y sin que se tuviera que dar muerte al animal, quedando expresamente prohibida la actividad para 1912 durante la segunda presidencia de José Batlle y Ordóñez.

La plaza de toros de La Unión fue demolida en 1923 y en su lugar se levantó la plazoleta Joaquín Sanz, a seis cuadras al norte de la avenida Ocho de Octubre por la calle Lindoro Forteza. Luis Bonavita Fabregat, vecino e historiador, escribió que “la demolición de la plaza fue inevitable cuando la perspectiva de la restauración de la fiesta se presentaba como lejana e improbable”.

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Plazoleta Joaquín Sanz

Historias de familias.

A pesar de que el tatarabuelo de Carlos Poggi había peleado por el Gobierno de la Defensa como parte de la Legión Italiana, algo se le había quedado en el corazón. Finalizada la Guerra Grande retornó a su hogar en Imperia, región de Liguria, solo para partir poco después con su esposa, Blanca, e instalarse en tierras que habían sido del gobierno opositor. “Tenían una parcela en 8 de Octubre casi Luis Alberto de Herrera y eran productores agrícolas”, cuenta el historiador. Dos años después nació su primera hija, María, y el matrimonio decidió mudarse hacia el centro de la Unión, a la actual calle Larravide, a una cuadra de 8 de Octubre, donde nacieron tres hijos más y, pasado el tiempo, estos tuvieron sus hijos.

Su bisabuelo, Santiago Poggi, fue quien fundó La Unionera, una tienda de textiles que sobrevivió muchas décadas. Primero se instaló en la esquina de 8 de Octubre y Larravide y luego se trasladó a pocos metros. La mudanza se debió a que se vendió la propiedad al Banco República, donde se levantó la actual sucursal. “Si usted mira para arriba del edificio va a ver que está como en el año 1880”, dice. La familia Poggi, hasta la actualidad, sigue viviendo en el mismo barrio. Y nadie piensa en irse.

El sentimiento lo entienden a la perfección sus vecinas, Olga Fantauzzi y Mariela Saporitti, que, a pesar de que tienen una diferencia de 25 años, ambas recuerdan a la Unión como un barrio donde todos se conocían, los niños jugaban en la calle y las puertas se dejaban sin llave.

Sus familias progresaron como comerciantes. El abuelo de Olga, por ejemplo, primero tuvo un almacén en 8 de Octubre y Félix Laborde que fue muy próspero -los carruajes que iban hasta el Hipódromo de Maroñas paraban en la puerta por provisiones- hasta que su socio se patinó la plata. La Unión le ofreció oportunidades para salir adelante (había quedado viudo muy joven con siete hijos) con su peluquería y barbería instalada en 8 de Octubre y Silvestre Pérez. Hasta les enseñó el oficio a sus hijos. “Mi abuelo me llevaba al Parque César Díaz (20 de febrero y José Antonio Cabrera) y me decía: ‘Juegue, juegue, mijita, que todo esto es mío’”, se ríe. Ella quería ser monja pero su abuelo se opuso, aunque era muy creyente; así que estudió Ciencias Económicas y Magisterio. Se jubiló de maestra en la famosa escuela “de la lata” -apodo ganado por lo materiales con los que había sido construida-, la N° 44, ubicada exactamente en el mismo barrio.

La historia familiar de Mariela Saporitti también arranca con su bisabuela y la compra de unos terrenos en la villa. No sabe la fecha exacta pero cree que sus raíces en el barrio pueden tener fácilmente unos 150 años. Su bisabuela era dueña de una carnicería donde su abuelo oficiaba como repartidor. Él era el hijo mayor, así que cuando se casó, la señora le armó una casa debajo de la suya, que es donde hoy vive Mariela. Ella trabaja en otra empresa familiar, fundada por un tío y, por supuesto, ubicada en la Unión. Sus padres -ambos del barrio- se conocieron como tantas otras parejas de la época: en un chocolate en la parroquia.

HOMENAJEAR A LA ESPOSA Y VELAR AL ENEMIGO

Unos detalles sobre la iglesia de la Unión: el terreno fue donado por Tomás Basáñez, se fundó en honor a la esposa de Manuel Oribe, Agustina Contucci (su sobrina), se financió gracias a los aportes de los vecinos -en particular de Joaquín Requena y del cura Domingo Ereño- y a través de un vintén que se separaba del impuesto a los cueros. Los restos de Oribe descansan allí. Una anécdota increíble es que Fructuoso Rivera, acérrimo rival de Oribe, fue velado en ese templo. El evento transcurrió entre el 19 y el 20 de enero de 1854 y, mientras sucedía, un vecino, seguidor del Partido Nacional, tiró fuegos de artificios. Recibió la visita del comisario de la Villa de la Unión y se excusó diciendo que festejaba la incorporación de un nuevo servicio de diligencia.

Misterios.

“Sé que había túneles que fueron tapados por lo militares”, comenta Mariela sobre uno de los misterios del barrio. Y agrega: “Pasaban por debajo de la ‘escuela de la lata’ y uno de los patios se hundió por eso”. Las construcciones subterráneas de la Unión han dado paso a múltiples usos, algunos reales y otros imaginarios: cavas para vinos, escondites para contrabando, vías de pasaje y algo como “arrastre de cadenas” que asustaba a una familia alemana por los años 40. En concreto, se trata de una intrincada red de cisternas interconectadas que abastecían de agua a la población en los tiempos de Villa de la Restauración y muchas entradas fueron clausuradas durante las décadas de 1970 y 1980.

Hoy se conocen siete: una cisterna circular muy amplia, revocada, de cinco metros de profundidad, situada en la manzana formada por las calles Avellaneda, Fray Bentos, Larravide y Forteza; una obra hidráulica “monumental” -a juicio de sus rescatistas, la arquitecta Carina Rojo, la arqueóloga Ana Gamas y el investigador del Instituto de Historia y Urbanismo local, Alberto Fernández- en la manzana de 8 de Octubre, Larravide, Forteza y Cabrera; una cisterna de 50 metros de largo, hoy tabicada, ubicada al costado de 8 de Octubre; cisterna de planta rectangular en la esquina de 8 de Octubre y Larravide, bajo el edificio que hoy ocupa el Banco República; pozo de noria construido en 1850 que pertenecía a la ladrillera de Basáñez y Pijuán, de unos 25 metros de profundidad; construcciones subterráneas por Forteza; construcciones subterráneas con bocas que dan al antiguo asilo maternal (hoy anexos del Hospital Pasteur) y que pasarían por debajo de la calle Cabrera.

Pero hay rastros por todo el centro histórico de la Unión: por debajo de la iglesia de San Agustín, de locales comerciales por Larravide y por viviendas por Avellaneda. La iglesia, por ejemplo, tiene un sótano recubierto en piedra y otra sala por debajo del nivel de la calle con vestigios constructivos del siglo XIX. El aljibe del patio tiene una extensión desconocida. Además, se cree que el sótano debajo de un comercio de Larravide tiene tres cavidades que no han sido estudiadas y que se cree que prolongan el túnel hasta la iglesia y hasta el hospital. Los investigadores pretenden algún día destapar aquello que se pueda destapar y poner en valor algún tramo para rescatar esta parte de la historia del olvido.

Ese objetivo mantiene en actividad al Instituto de Historia y Urbanismo de La Unión que, para celebrar los 175 años del barrio, pretende impulsar la valorización de algunas construcciones históricas como patrimonio. Muchas ya lo son: la iglesia San Agustín, la Plaza de la Restauración, el Grupo Escolar de la Unión conocido como Escuela Sanguinetti -8 de Octubre y María Stagnero de Munar- y el Hospital Pasteur. Pero hay una lista que, a juicio de su presidente, merece ser preservada: desde callecitas empedradas hasta el centenario edificio del hospital Piñeyro del Campo, desde las ruinas del frente del viejo Colegio San José en la plaza principal a los restos de algunos de los molinos de la zona. “No hemos tenido hasta ahora ningún tipo de aliciente para revitalizar el Molino del Galgo”, denuncia Poggi. Construido en 1832, hoy es un espacio cultural y deportivo y tablado de carnaval en el verano. Poggi cuenta que todavía hay restos del Molino de Falco dentro de una casa de familia por Avellaneda.

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Confitería La Liguria
FIESTAS DE 15, BODAS Y SALIDA OBLIGADA

Mariela Saporitti (59) cierra los ojos y recuerda su fiesta de 15 como si hubiera sido ayer. La festejó como ordenaba la tradición: en la confitería La Liguria (en 8 de Octubre y Cipriano Miró). “Los porteros estaban siempre con guantes y traje... bueno, en esa época, si no vestías traje no entrabas”, cuenta a Domingo. Este local que había nacido como un café de barrio (llamado Café Veneciano) a finales del siglo XIX se convirtió, no solo en el lugar donde se debía festejar todas las ocasiones de los vecinos, sino en un centro de conversaciones políticas, sociales y culturales. Su vecina, Olga Fantauzzi (84) también recuerda mil historias de su niñez y adolescencia asociadas a La Liguria. Para ella era una visita obligada tanto como ir a los cines del barrio, Glucksman (antes el Empire Theatre donde cantó Gardel) o Capitol, o ir por algo dulce a la salida de misa los domingos. Mariela, Olga y Carlos Poggi recuerdan con precisión su terraza techada, su decoración elegante en madera, su amplio salón y, por sobre todo, el sabor de sus preparaciones. La Liguria estuvo abierta más de 115 años.

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