Códigos, sellos y secretos: así se guarda la historia diplomática de Uruguay y la bandera que sobrevivió al 11-S

Entre máquinas criptográficas, tratados históricos y correspondencia secreta, el Archivo Histórico Diplomático del MRREE custodia casi 200 años de diplomacia uruguaya

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Palacio Santos, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores

En el Archivo Histórico Diplomático del Ministerio de Relaciones Exteriores (MRREE), las palabras todavía viajan en clave. Entre máquinas criptográficas que evocan guerras mundiales e historias de espías, regletas para códigos que cambiaban cada mes y tratados cosidos con hilo de seda y cubiertas aterciopeladas, se guarda la memoria diplomática de casi dos siglos: mensajes cifrados, sellos de cera, acuerdos firmados por reyes y presidentes.

Allí, entre papeles que alguna vez fueron secretos de Estado, reposa también un símbolo inesperado: una bandera uruguaya que sobrevivió al derrumbe de las Torres Gemelas del World Trade Center. Nadie sabe cómo llegó hasta allí. Hoy duerme en una sala refrigerada del Palacio Santos, donde todo parece tener un mensaje escondido.

Tintas, sellos y obleas.

Cada pieza del Archivo Histórico Diplomático guarda una historia distinta: tratados, correspondencias entre ministros y embajadores, credenciales diplomáticas, convenios internacionales y ejemplares de publicaciones oficiales que ya no existen. El conjunto forma una memoria en capas, donde el país se cuenta a sí mismo en su relación con el mundo.

Entre sus series documentales aparecen registros que van desde la Sociedad de las Naciones hasta la ONU o la OEA; informes sobre la Segunda Guerra Mundial o la Guerra del Chaco; correspondencia cifrada con embajadas de todos los continentes y una carpeta dedicada a las Islas Malvinas. También se conservan colecciones personales, como la del excanciller Alberto Guani —quien participó en la batalla diplomática (paralela a la militar) desatada en 1939 por el acorazado Graf Spee—, documentos autógrafos de presidentes y diplomáticos, y fondos enteros dedicados a temas tan diversos como la Antártida, el conflicto del Canal del Beagle entre Argentina y Chile, o el seguimiento del comunismo en América.

Así, el Archivo Histórico Diplomático conserva documentación desde 1828, año en que comenzó a funcionar la Cancillería y Juan Francisco Giró fue designado como primer ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. No todo permanece hoy en esta sala del Palacio Santos —parte del acervo más antiguo fue transferido al Archivo General de la Nación—, pero lo que quedó traza una línea casi ininterrumpida de dos siglos: desde el primer tratado internacional que “Uruguay celebró siendo un país independiente” en 1836 hasta, por ejemplo, el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya por el conflicto entre Uruguay y Argentina por las plantas de celulosa en el río Uruguay.

Su jefe, Álvaro Corbacho, explica que allí se resguarda toda la documentación producida por el MRREE en Montevideo, la correspondencia enviada y recibida por las legaciones y embajadas en el exterior, y un fondo especial con los papeles más antiguos que nunca abandonaron el edificio.

El trabajo en el Archivo implica un equilibrio delicado entre tiempo, temperatura y memoria. Los documentos más antiguos descansan en salas con baja humedad y luz mínima, mientras los archivólogos clasifican y digitalizan.

“Cuando yo entré, todo se hacía a máquina de escribir y en fichas. Hoy trabajamos con bases de datos y soportes digitales”, cuenta Corbacho. En esos registros aparecen los nombres de todos los embajadores y cónsules acreditados por Uruguay desde 1828, junto a copias de las resoluciones que definieron la política exterior del país. El archivo está abierto al público, aunque, en general, quienes lo visitan son investigadores o familiares de antiguos funcionarios que buscan rastros de su vida y trabajo en el servicio exterior.

Una de ellas se resguarda en una sala con baja temperatura para su conservación. Se trata del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación de 1836 entre Uruguay y Francia, la primera convención que el país firmó como Estado independiente. Como otros tratados, se formalizó de manera bilateral: cada país designó a un plenipotenciario, a quien se le entregó el documento, escrito en ambos idiomas. Una vez rubricados, los tratados se enviaban a su país para que el parlamento los incorporara a su legislación.

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Tratado de Amistad, Comercio y Navegación de 1836 entre Uruguay y Francia
L. Mainé

En este caso, la ratificación francesa lleva la firma de Luis Felipe I, “rey de los franceses”, trazada por calígrafos especializados. Cada página está unida con hilo de seda mediante un procedimiento llamado oblea, que cosía cuidadosamente el documento, confiriéndole densidad física, autenticidad y solemnidad. Este sistema de cosido se mantiene en la actualidad, aunque con menos pompa: por ejemplo, el fallo de La Haya conserva su oblea y su lacre, pero el arte de la caligrafía (que hasta puede ser difícil de leer) y las tapas duras aterciopeladas fueron sustituidos por cartón y texto mecanografiado.

El protocolo para la elaboración de los tratados incluía, si una de las partes así lo consideraba, un sello de cera. El de Francia no lo incluye, pero Corbacho regresa a buscar uno que sí lo posee: un tratado entre Uruguay y Gran Bretaña para la supresión del tráfico de esclavos, firmado en 1839, el segundo en la historia del país.

“Es la reina Victoria quien emite este instrumento de ratificación, y este es su sello en cera”, muestra el jefe del Archivo.

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Tratado entre Uruguay y Gran Bretaña para la supresión del tráfico de esclavos, firmado en 1839
L. Mainé

Lo llamativo, más allá del valor histórico, es que el sello —el escudo de armas real— es grande como un bizcochuelo recién horneado. No solo sorprende por su tamaño —mucho más grande que cualquier otro que Corbacho exhibe en su encuentro con Domingo— sino también por estar resguardado en una caja de plata profusamente decorada. “Así demostraba el poder que tenía sobre el mundo”, explica.

Resulta curioso que, sobre una de las mesas del Archivo Histórico Diplomático, Corbacho hubiera dejado un tratado con Argentina y otro con Brasil, ambos del siglo XIX. El de Brasil —ratificado por el emperador Pedro II en 1851— no tiene caja de plata, pero el argentino sí, y el jefe comenta que es el único ejemplo en América Latina de un país que, sin corona ni palacio, decidió otorgar a sus documentos bilaterales un aire de corte real.

Se trata del tratado número 33 para Uruguay, firmado por Bartolomé Mitre, entonces presidente de Argentina. Con el paso del tiempo, el hilo que unía las páginas se rompió, y la cera del sello se redujo un poco, quizá por el calor o simplemente por el desgaste de los años. Aun así, conserva un aura de solemnidad que recuerda que cada documento aquí es mucho más que papel: es un fragmento tangible de la historia diplomática del país.

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Bandera uruguaya rescatada de los escombros de las Torres Gemelas
L. Mainé
EL MISTERIO DEL PABELLÓN NACIONAL ENCONTRADO ENTRE LOS ESCOMBROS DE LAS TORRES GEMELAS

Entre los miles de restos que quedaron tras el derrumbe de las Torres Gemelas del World Trade Center, el 11 de setiembre de 2001, la Policía de Nueva York encontró una bandera uruguaya. No estaba izada en la entrada de los edificios ni correspondía a ninguna oficina oficial: su presencia en el lugar sigue siendo un misterio.

Según relató Álvaro Corbacho, jefe del Archivo Histórico Diplomático del Ministerio de Relaciones Exteriores, “no teníamos ninguna oficina del Estado allí, no es una bandera oficial”. Es más: el pabellón fue fabricado en Estados Unidos y no en Uruguay, como indica una etiqueta.

La tela apareció entre los escombros casi cinco años después del atentado, durante las últimas tareas de limpieza del sitio, antes de la reconstrucción. Fue un policía neoyorquino quien la halló entre restos de metal y polvo y fue remitida al Consulado uruguayo en Nueva York luego de que las autoridades locales confirmaran su procedencia. “Nos dijeron que podía haber estado doblada o enrollada, por las marcas que tiene, como de herrumbre. Eso probablemente ayudó a que se conservara más”, explicó Corbacho a Domingo.

La bandera presenta manchas y rastros de haber estado expuesta al fuego, la tinta celeste aparece corrida y algunas partes con jirones. Habiendo sobrevivido no solo al derrumbe, sino también a la presión de toneladas de escombros, al incendio y a la inundación que siguieron al atentado, se mantiene en un estado sorprendentemente bueno.

“Tiene el valor de una curiosidad”, dijo el funcionario. “No tiene valor documental para Uruguay, porque no había allí ninguna representación oficial. La exhibimos un tiempo cuando llegó, por el interés que generó, pero nada más”, cuenta. Todo indica que pertenecía a algún particular, cuyo nombre probablemente nunca se sepa.

Originalmente se pensó que podía tratarse de una de las banderas que flameaban en la explanada del World Trade Center. Sin embargo, por sus dimensiones reducidas, esa hipótesis fue descartada.

En enero de 2006, la historia conmovió al cuerpo consular uruguayo en Nueva York. La entonces cónsul general, Adriana Lissidini, y su adjunta, Luján Barceló, recordaron la entrega del símbolo patrio por parte de la Policía neoyorquina. “Realmente nos impresionamos, se podría decir que se nos puso la piel de gallina de pensar la procedencia de ésta y cómo había sobrevivido a todo el caos que fue el derrumbe de las torres”, relató Lissidini a la prensa en ese entonces. “Está desteñida, rota en algunas partes, pero sin lugar a dudas es nuestra bandera”, apuntó.

El consulado comunicó de inmediato la noticia a Montevideo y decidió enviar la bandera en el mismo sobre plástico en el que fue recibida. En febrero de 2006 viajó a Uruguay por valija diplomática. A su llegada, presentaba manchas y restos de polvo producto del colapso de las torres.

“Es una bandera que apareció ahí”, resume Corbacho. Para algunos, un hecho anecdótico; para otros, el símbolo silencioso de un país lejano que, por azar, quedó entrelazado con uno de los acontecimientos más conmocionantes del siglo XXI.

Desde su venida al país, es resguardada en el Archivo del MRREE y se muestra ocasionalmente cuando se reciben visitas de estudiantes.

Pero no fue el único vínculo uruguayo con aquella tragedia.

Alberto Domínguez era uruguayo, aunque desde 1973 vivía en Sidney, Australia. Trabajaba para la aerolínea Qantas y había sido conductor de varios programas en la radio local SBS. En su juventud, en Uruguay, había destacado como ciclista.

En setiembre de 2001, Domínguez se encontraba en Boston junto a su esposa Marta, visitando a su cuñada, recientemente operada. El matrimonio había viajado desde Australia para acompañarla. Según contó su hija a varios medios uruguayos, Domínguez tenía pasaje de regreso a Sidney el 9 de setiembre, pero como la salud de su cuñada se complicó, decidió postergar el vuelo para el 11.

Aquel día abordó un avión de American Airlines con destino a Los Ángeles. Era el vuelo 11, el primero de los cuatro secuestrados por los terroristas. Domínguez tomó asiento sin saber que, tres filas más adelante, estaba Mohammed Atta, quien pilotearía la aeronave contra la Torre Norte del World Trade Center.

El nombre de Alberto Domínguez figura entre las 2.977 víctimas del atentado. Su historia, y aquella bandera uruguaya hallada entre los escombros, permanecen como dos hilos finos —uno humano y otro simbólico— que unen al Uruguay con una de las páginas más oscuras de la historia reciente.

Entre guerras y espías.

Entre los anaqueles del Archivo Histórico Diplomático, las máquinas parecen dormidas, pero todavía conservan el eco de viejos secretos: en su colección figuran varias encriptadoras que alguna vez codificaron mensajes como en las películas y regletas de madera con alfabetos y números, para decodificarlos, que cambiaban mes a mes.

Cada embajada y consulado uruguayo alrededor del mundo tenía sus aparatos y sus libros con los códigos, y los funcionarios conocían un sistema preciso: a partir de un día determinado, por ejemplo, la A podía ser la E, o cualquier otra letra, y quien recibía el mensaje debía descifrarlo con la clave correcta.

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Máquina encriptadora Hagelin CX-52
L. Mainé

Una de estas máquinas parece ser una Hagelin CX-52. Portátil y mecánica, cada rotor, pin y rueda de esta criptógrafa suiza fue, durante la Guerra Fría, un guardián silencioso de mensajes diplomáticos y militares que rivalizaba con la legendaria Enigma. Su sistema de cifrado se basaba en un conjunto de rotores con pines que, al girar la manivela, generaban combinaciones de sustitución casi imposibles de descifrar sin la clave diaria. Cada mensaje enviado se transformaba en un laberinto de letras donde solo un operador entrenado podía encontrar la salida.

El Archivo del MRREE también conserva un Gretacoder 906, de la década de 1980, que marcó el paso de lo mecánico a lo electrónico. En lugar de rotores, utilizaba microprocesadores. Su funcionamiento era simple en apariencia: el usuario presionaba la tecla KEY para ingresar la clave secreta (una secuencia de letras y números) y luego escribía el mensaje con el teclado alfanumérico. Al pulsar ENC (encriptar), un generador de números pseudoaleatorios interno producía una secuencia de bits única, determinada por la clave inicial. El resultado era un mensaje cifrado que aparecía en una pequeña pantalla LCD y podía imprimirse o grabarse. Para leerlo, bastaba presionar DEC (descifrar) e ingresar nuevamente la clave secreta.

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Máquina encriptadora Gretacoder 906
L. Mainé

No siempre se encriptaba todo el mensaje. A veces solo una palabra: el nombre de un país, una persona o una decisión clave quedaba velado, invisible a ojos no autorizados. Así, según los libros de la década de 1940 que Corbacho muestra a Domingo, “Alteza Real” podía escribirse como JIS o 014, “cooperación discreta” como Carmoni, y “decisión” como Dagasira. Palabras comunes o inventadas se transformaban en claves, combinaciones de letras y números que solo un funcionario entrenado podía descifrar. Cada envío de correspondencia era un delicado juego de inteligencia: Cargamon significó alguna vez “tan pronto como sea posible”, Caribea podía indicar “convendría tratar de…”, y Delotum era “examinar”.

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Libro de combinaciones y códigos
L. Mainé

“Funcionaba porque la gente estaba entrenada”, explica Corbacho.

La rutina, el método, la precisión: así se tejía una red invisible de información diplomática. Los códigos se modernizaban con el tiempo; de las regletas a las máquinas más sofisticadas, pasando por papelitos recortados y pegados, todo se adaptaba al avance tecnológico.

Más secretos.

El Ministerio de Relaciones Exteriores funciona desde 1955 en el Palacio Santos, una residencia que también guarda sus propios secretos.

La casona fue adquirida por el Estado uruguayo en 1920, pero su historia se remonta a 1886, cuando el ingeniero y agrimensor Juan Alberto Capurro proyectó una elegante vivienda familiar para los Santos Mascaró sobre la avenida 18 de Julio.

Donde hoy se encuentra el Archivo Histórico Diplomático funcionaban originalmente las caballerizas, relata Alberto Fernández, responsable de @anastilosis_uy, una cuenta que difunde nuestra historia y patrimonio. El espacio, de patio adoquinado y muros gruesos, conserva algo del aire de resguardo y discreción de su antiguo uso. Durante años circularon rumores sobre supuestos túneles que conectaban el edificio con el Teatro Solís o con la Plaza Independencia. Sin embargo, los trabajos en la antigua caballeriza permitieron comprobar que aquellos accesos subterráneos no existían: la única salida oculta hallada fue una pequeña escalera bajo una oficina, que conducía al baño primitivo y a las caballerizas, quizás pensada como camino de servicio o vía de escape interna.

Hoy, ese mismo subsuelo que alguna vez albergó caballos y carruajes resguarda documentos, máquinas y tratados que narran más de 180 años de historia diplomática uruguaya.

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