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Una ciudad vista a través de un bocadito

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Shangáhi

VIAJES

Una frustrante clase para aprender a hacer unos sencillos bocadillos tradicionales sirve para entender a  Shanghái, una ciudad que parece decidida a la modernidad, mientras uno —ingenuo— busca la tradición milenaria. 

Una ciudad entre las tradiciones y lo nuevo
Comer entre el vértigo urbano
Los bocaditos "xiao long bao"
Mercados y callejones

El fracaso estrepitoso —y reiterado— de la maniobra tenía al chef Xiaoquan inquieto, francamente. Podía sentirlo: estaba a centímetros de distancia y casi contenía la respiración, mientras movía sus manos de forma casi imperceptible, como el chofer obligado a ir de copiloto que frena en el aire cuando presiente una maniobra arriesgada.

El chef Xiaoquan hacía en el aire bien lo que mis torpes manos hacían mal, muy mal, sobre la mesa cubierta de harina, donde había pequeñas pelotitas de masa.

Estaba en la quirúrgicamente limpia —y llamativamente pequeña— cocina de The Langham Shanghái Xintiandi, un muy lujoso hotel en un muy acomodado barrio llamado, precisamente, Xintiandi.

Participaba de una clase donde aprenderíamos a hacer "xiao long bao", un bocadillo chino tan típico como delicioso. Quizá lo hayan visto. El "xiao long bao" es una bolsita de masa suave, de sabor delicado, en cuyo interior hay una también delicada porción de carne de cerdo molida muy finamente y una aromática ración de un caldo que resulta de la cocción de cada una de estas masitas en esterillas de bambú que se meten en unos hornos que parecen comunes, pero que hacen lo suyo —cocer— con vapor.

Había llegado la tarde del día anterior a Shanghái, luego de un vuelo corto desde Hong Kong. Y después de un vuelo muy largo, de 16 horas entre Nueva York y Hong Kong.

Estábamos en Shanghái con una agenda apretada para recorrer el lado nuevo y el antiguo de la ciudad. Así, subiríamos a una enorme torre —una de las más altas del mundo— para apreciar el desarrollo de este país empeñado en mostrar eso mismo, su desarrollo; veríamos el skyline puntiagudo y moderno de los rascacielos del Pudong, la silueta elegante de los viejos edificios del Bund y la gruesa franja del río Huangpu, que separa ambos sectores. Recorreríamos unas callejas estrechas y mercados insospechados; pasaría momentos inolvidables bajo las manos de una masajista que sí sabía lo que estaba haciendo (aunque en el momento mismo, la experiencia parecía dolorosa) y, entre todas las cosas que tenía por delante, una de las que parecía sencillamente prescindibles era esta: la clase junto a Xiaoquan y Dakun, dos chefs especialistas con larga experiencia, aunque su cara no lo indicara (se veían no mucho mayores que yo, pero sus manos mostraban una habilidad centenaria en eso de amasar, moldear, rellenar, dar forma, repetir).

Pero aquí estaba: casi al final de una estadía demasiado breve en Shanghái, percibiendo la inquietud ahora resignada del maestro Xiaoquan ante la torpeza del alumno en una maniobra que, minutos antes, al inicio de la clase, vista en sus manos, parecía simple. Tan extremadamente simple. Pero que —rápidamente había aprendido— como casi todo en esta ciudad, no era lo que parecía a primera vista.

Ya había conocido estas masitas el día anterior. Así que no tenía excusas. Sabía que no se parecían en nada a lo que estaba logrando en mi personal lucha de clase. Las había visto y probado en un restaurante al que pasamos a almorzar luego de un rato libre para dar vueltas en el Bazaar, un extenso mercado donde es posible encontrar desde tintas especiales y pinceles para practicar la caligrafía tradicional (en tamaños que llegaban a lo que parecía el equivalente local de una brocha gorda) hasta cachureos colorinches y desechables, magnetos y campanitas, piezas talladas en bambú o esculturas hechas en porcelana.

El mercado —atestado de gente y de puestos variados con comida al paso y dulces, o lo que parecían ser dulces, y ropa y artículos electrónicos como salidos de un comercial tipo "Llame ya", pero también con artesanías evidentemente auténticas y caras— lucía como un sitio demasiado turístico. Sobre todo porque para llegar a él, antes había tenido que recorrer los jardines Yuyuan, que podrían contarse entre los monumentos históricos mejor conservados de Shanghái.

Lo que quizá tenga una explicación simple: este verdadero parque era el jardín privado de un antiguo y acomodado ciudadano local que vivió en alguna de las construcciones que hoy se pueden apreciar aquí, entre senderos de piedra y árboles milenarios y muros esculpidos cuidadosamente para que, sobre ellos, se vea la serpenteante forma de un dragón medio cubierto de verde —el musgo y los años—, que se asoma hasta el sector donde hay unos estanques repletos de peces koi que se amontonan en las orillas, donde familias chinas y parejas extranjeras se amontonan a su vez para arrojar comida y fotografiarse mientras la horda anaranjada —la de los peces— agita el agua.

En este lugar todo parece genuinamente antiguo, aunque esté pegado a un mercado donde casi todo lo que venden parece un poco sospechoso. Yuyuan es como un pedazo del siglo XVI transportado mágicamente al presente. Lo que tampoco es tan así, porque esta zona fue prácticamente destruida en el siglo XIX, durante la Guerra del Opio, y reconstruida con paciencia para lograr lo que uno ve y disfruta. A pesar de la multitud.

Un paréntesis antiguo en una ciudad donde casi todo parece estar modernizándose velozmente.

La torre

Eso, la modernización, es lo que había visto justo antes de llegar a los jardines, cuando subimos hasta el mirador de la modernísima Shanghái Tower, el rascacielos más alto del país y el segundo más alto del mundo con sus 632 estilizados metros de construcción cubierta por una capa de cristal que se va girando sobre sí misma, y a los que uno se encarama en un ascensor tan veloz que es un atractivo en sí mismo: muchos pasajeros graban la pantallita que muestra cómo se llega al mirador —a 561 metros del suelo— en un suspiro gracias a unos ascensores que tienen su propio récord de velocidad, 20,5 metros por segundo que apenas se sienten como una molestia tenue en los oídos.

Desde ese punto, Shanghái y sus barrios nuevos y antiguos, y su enorme extensión, pero sobre todo su río, el Huangpu, parecían completamente teñidos con variantes del ocre. Casi del mismo color de la carne que ahora intento acomodar dentro de la masa de mi nuevo intento de xiao long bao. A través de la traductora, el chef Xiaoquan dice que debo redondear la palma de la mano, poner una porción con la cuchara de madera en el centro y aplastarlo con una mezcla de delicadeza y fuerza que no logro entender: en mi cabeza, esos conceptos son opuestos.

El color de Shanghái se debe no a los vidrios ni a la hora del día, ni a la época, sino que a la contaminación. Así que le pregunto a la encargada que acompaña este recorrido por la mejor temporada para ver la ciudad limpia. "¿Mejor temporada? Eso sería el siglo XVII", responde.

El problema con las masitas estaba ahí: en esa extraña combinación de fuerza y delicadeza. Luego de embadurnar el centro de mi circulito de masa con la carne molida, había que mantener la mano formando una especie de cuenco, mientras los dedos pulgar, índice y medio de la otra mano hacían un sencillo gesto, para darle al xiao long bao su forma característica. Es decir, los extremos de la masa se juntaban para envolver la carne molida, y luego, con un movimiento sencillo, formaban una especie de delicado remolino. Quizá la Shanghái Tower, vista desde arriba, luciera esta misma forma.

El punto es que el movimiento sencillo era "sencillo" cuando lo hacía el chef Xiaoquan, claro. En mis manos, que parecían hacer lo mismo —eso quería creer—, el gesto terminaba desbaratando todo. El resultado era lamentable. En el mejor de los casos. Podía verlo en la cara del chef Xiaoquan, que ahora, al otro lado de la mesa, seguía intentando explicar cómo era el asunto a otros de los alumnos de la clase.

En mi defensa, al resto no le estaba yendo mucho mejor. 

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