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En general se lo asocia con la muerte y el sufrimiento. Expertos dicen que no siempre es así. Gabriela, Cristina y Pedro cuentan sus historias.
Nadie habla de cáncer. Como si con solo nombrar la palabra ya se estuviera evocando a la muerte. Nadie piensa en el cáncer como una enfermedad de la que se puede salir e incluso por la que se puede pasar, en algunos casos, sin un sufrimiento desmedido. “Hay mucho desconocimiento sobre el cáncer, muchos mitos. Falta mucha información. En general uno se imagina a un paciente oncológico como alguien moribundo, flaco, entregado. Y hay momentos, pero la verdad es que no es así, te podés cruzar con un paciente oncológico y no sabés que tiene cáncer. Con cualquier otra enfermedad podés tener momentos arriba y momentos más abajo. Es necesario que se hable de cáncer, no solo en el mes rosa, que está bien que tenga otra intensidad, pero también durante todos los meses del año”, dice Agustín Menéndez, coordinador ejecutivo de la Alianza de Pacientes.
En Uruguay se diagnostican 13.000 casos de cáncer por año y hay 8.000 muertes anuales por esta enfermedad, de acuerdo a las cifras manejadas en el foro Nueva visión del cáncer.
“El cáncer ya no es sinónimo ni de muerte ni de sufrimiento. La sobrevida ha crecido muchísimo, hay múltiples opciones terapéuticas y estrategias para paliar los síntomas. Hay que desterrar el mito de que el paciente oncológico tiene que sufrir”, dijo en el foro Luis Ubillos, presidente de la Sociedad de Oncología Médica y Pediátrica del Uruguay y subdirector del Instituto Nacional del Cáncer.
En distintos momentos y de diferentes maneras, con diferentes enfermedades —hay más de 200 tipos de cánceres distintos y siempre todo depende de cada paciente— entre las 13.000 personas diagnosticadas, alguna vez estuvieron Gabriela, Pedro y Cristina. Sus historias no tienen punto de contacto. Sus enfermedades tampoco. Quizás se conozcan. Quizás no. Hay algo, sin embargo, que en algún punto de sus conversaciones sale con fuerza, como si fuesen unas palabras que hubieran estado atadas a una cuerda tensa que se rompe en el momento justo, para darle sentido a sus historias: ni Gabriela ni Pedro ni Cristina pensaron nunca en rendirse.
Gabriela acaba de terminar el tratamiento por un cáncer de mama, Pedro tuvo cáncer de testículo y también en un riñón, Cristina empezó con un cáncer de colon con el que pelea hace cuatro años y medio. Los tres dicen que ojalá sus historias sirvan para darle fuerza a alguien más, que ayuden a cambiar la perspectiva.
Que la palabra cáncer no siempre significa muerte.
Gabriela y un cambio de perspectiva
En julio de 2019, Gabriela, 48 años, esposa, madre de dos hijas, administrativa, fue a hacerse una mamografía. Se hacía el estudio todos los años. La ecógrafa la miró y le dijo “lo lamento mucho”. “¿Cómo?”, preguntó ella. Le dieron pase urgente al mastólogo. Había algo adentro de su cuerpo que no estaba bien. Era un viernes. Al próximo médico lo vio recién el miércoles siguiente. Ese, recuerda Gabriela, fue uno de los peores fines de semana de su vida. No sabía de qué se trataba eso que estaba adentro suyo. Solo tenía las palabras de la ecógrafa: lo lamento mucho.
“Para mí ya me estaba lapidando”, dice Gabriela desde el otro lado del teléfono un lunes, después de que ya terminó el tratamiento y que está sana. O que ella se siente así (ya tuvo su primer control, el que hay hacer cada tres meses y después cada seis y así por cinco años para considerarse curado y los valores le dieron bien).
El mastólogo le hizo una punción y supo que el tumor era maligno. “El 6 de setiembre me operaron. Fue todo muy rápido. Después de eso en la anatomía patológica posterior arrojó que me tenían que sacar los ganglios también. Por una diferencia que tuve con los médicos eso se empezó a demorar y decidieron hacerme primero la quimioterapia. Tuve seis sesiones de quimio, después tuve la otra operación y después tuve la radio. Con la radio terminé en setiembre de 2020”.
En el proceso, Gabriela pasó del “lo lamento mucho” de la primera mamografía a un cirujano que ni siquiera la miraba a los ojos mientras le hablaba.
“El médico a veces se olvida que nosotros somos seres humanos y no una cifra”, dice. “El cirujano era muy... cirujano. Y a cada pregunta que yo le hacía, él me respondía un ‘no sé’. Y eso solo te genera más angustia. Pero bueno, cuando te dicen que tenés cáncer es como si tuvieras un alien adentro y lo único que querés es sacártelo del cuerpo. Por eso una vez que me operaron sentí cierto alivio”.
A la operación, cuenta Gabriela, llegó sin saber nada más allá de que el tumor que tenía era maligno. “Nadie sabe, por ejemplo, que hay muchos tipos de cáncer y que hay muchos detalles y muchas cosas en juego, generalmente no hay dos cánceres iguales, algunos son más invasivos, otros son menos, otros se quedan en el lugar, otros viajan en el cuerpo; hasta que no te den la anatomía patológica posterior, seguís con la incertidumbre”.
Gabriela no sabía nada sobre el cáncer antes de ser diagnosticada más que lo que todos, más o menos, saben: que si alguien se enferma se tiene que hacer un tratamiento que es muy agresivo y que, además, se puede morir.
“Yo conocía a algunas personas que habían tenido cáncer pero a todas les habían hecho algo distinto. Entonces como que yo no entendía mucho. Después de que el tipo de cáncer se individualiza, a cada uno le hacen algo específico. Pero hay mucha ignorancia sobre el tema. Ni siquiera se habla de cáncer, ¿viste? Vos decís que tenés cáncer y todo el mundo te mira como si tuvieses un pie en la tumba. Y te abrazan y te dicen que lo lamentan mucho, como si ya estuvieras del otro lado. Esas cosas como que te asustan mucho más, porque vos decís ¿ya está? ¿Qué pasó?”.
Gabriela cree que fue fundamental haber cambiado de médico. Haber encontrado uno que le diera otra perspectiva de la enfermedad. Cree que después de eso, la enfermedad fue la misma pero también fue completamente diferente. “Este segundo médico no lo encaraba desde la fatalidad, sino desde decirte que hoy en día los tratamiento están más avanzados. Eran cosas sencillas, algo tan fácil como que cuando me hablaba me miraba a los ojos. Me decía que me quedara tranquila, que iba a estar bien, que esto ya se había hecho en mucha otras personas. Te da otra tranquilidad”.
Desde ese momento, Gabriela supo que había que “ponerle el pecho a las balas y seguir para adelante”. Buscó ayuda en otro lado, empezó a hacer terapia, se integró a la Fundación Clarita Berenbau y nunca abandonó su vida. Siguió trabajando incluso cuando la quimioterapia le generaba cansancio y dolor en el cuerpo, solo que ahora había aprendido a escucharse: si estaba cansada, paraba y descansaba. Entendió que aquel ataque de pánico que había tenido una vez y al que no le había hecho caso, era una señal de su cuerpo de que tenía que frenar. El cáncer, después, fue “una patada en el pecho que te dice que tenés que parar o parar”. Gabriela no paró. Solo bajó el ritmo y supo que no quería que todo se terminara con una enfermedad. También supo que al cáncer hay que enfrentarlo con la frente en alto. Que parte del éxito depende de cómo uno se pare frente a esa palabra sobre la que nadie habla.
Pedro, volver a viajar
Pedro, 40 años, argentino de padres uruguayos, radicado en el país desde los 9, abogado y defensor público, dice que el suyo es un caso raro: “Tengo múltiples enfermedades no relacionadas entre sí, que se fueron complicando”. Ninguna, sin embargo, ha podido frenarlo.
A los 15 años le encontraron una enfermedad autoinmune que dañaba sus riñones, Glomerulopatia por IgA. En ese momento le dijeron que no pasaba nada, que la gente se moría de vieja, no de eso. Diez años después, a los 25, Pedro tuvo que empezar a hacerse diálisis porque tenía insuficiencia renal.
Se había casado a los 23, trabajaba y estudiaba en la Facultad de Derecho. “Yo tenía mi vida por delante. Aparte soy un tipo absolutamente obsesivo y ya tenía planeado todo, qué auto iba a tener, la casa que quería, los hijos. Todo. Y, de repente, todo eso se iba abajo. No pude mantener trabajo, diálisis, estudios y matrimonio. Empecé muy enojado porque iba con 25 años a dializarme y miraba a todos mis compañeros de diálisis que tenían 94, 78 años”.
De a poco se acostumbró a adaptar su vida al tratamiento. Sabía que algún día lo iban a llamar para decirle que había un riñón para que pudiera transplantarse.
Dos años después le diagnosticaron cáncer de testículo. “Fue un baldazo de agua fría. Lo primero que piensa la gente cuando le dicen cáncer es que se va a morir, pero a mí lo que me pasó fue que salí inmediatamente de la lista para poder transplantarme”, cuenta.
Pedro habla con términos técnicos sobre sus enfermedades. Ha estudiado, ha investigado, sabe exactamente qué es lo que tiene. Explica, por ejemplo, que para que un cuerpo no “ataque” a un órgano que viene del exterior y que identifica como extraño, cuando se hace un transplante “te bajan las defensas para que tu cuerpo ataque a ese órgano lo menos que se pueda. Si vos tenés cáncer y te inmunodeprimen, no tenés defensas y el cáncer se te va a desparramar y ya no hablamos de un tratamiento con el que vos podés seguir viviendo como la hemodiálisis. De repente te trasplantan y tenés cáncer, te toma todo y te morís”, enseña.
Después del enojo inicial, después de haber pasado tres o cuatro meses de días enteros entre horas de quimioterapia y hemodiálisis, después de que el tratamiento fusiló al cáncer, después de asimilar de que por cinco años su vida iba a ser con diálisis de por medio —el tiempo que hay que esperar para considerarse oncológicamente curado— Pedro cambió su forma de mirar. “Me amigué con la diálisis cuando tuve cáncer, porque yo pensaba que estar en diálisis era lo peor que me podía pasar y después estuve en diálisis y además tuve cáncer. Eso me dio otra perspectiva. Y supe que esa iba a ser mi vida durante cinco años y lo acepté”.
Una noche que con su esposa habían ido a visitar a sus suegros al departamento de Soriano, se sentaron en la cama y Pedro le dijo que no aguantaba más. Después sonó el teléfono. Era 2013. Había un órgano para poder transplantarlo.
Los primeros años después de dejar la hemodiálisis Pedro se dedicó a viajar todo lo que no había podido -solo habían hecho con su esposa un viaje a Estados Unidos para el que tuvo que pedir un préstamo y poder realizar dos secciones de diálisis que le salieron US$ 600 cada una- a comer todo lo que quiso y a tomar todo el mate que no había tomado.
Después se dio cuenta de que quizás era momento de retomar la carrera: 15 años después de haber empezado la facultad, se recibió de abogado.
En noviembre de 2019, haciéndose un estudio de control por el primer cáncer, le encontraron un tumor en el riñón nativo, que estaba completamente dañado y no cumplía ninguna función. El 10 de marzo de este año lo operaron y le sacaron el órgano entero. El 13 de marzo le dieron el alta. Después vino una pandemia. Ahora Pedro quiere reunirse con su médico para retomar la rutina. “La idea es tener una rutina, tener un trabajo y tener responsabilidades y lo otro es como un plus. Sé que si durante los próximos cinco años el riñón que tengo deja de funcionar, porque los órganos tienen vida útil, y tengo que volver a dializarme, está bien. Estaré dos o tres años dializándome y me voy a volver a transplantar y voy a volver a viajar y a comer. De repente solo tengo que tener más paciencia. En ningún momento ninguna de las enfermedades significaron que yo dejara de vivir. Fue algo que me tocó”.
A esa sensación, dice, la tuvo que aprender a los golpes. “Hace unos años yo estaba enojadísimo con la vida. Ahora ya no soy el viejo amargado que hubiera sido si el cáncer no hubiera venido a enseñarme que la diálisis no era tan mala”.
Cristina, seguir haciendo lo que hace bien
Cristina atiende el teléfono y explica que su enfermedad empezó siendo cáncer de colon con metástasis en bazo y vejiga pero que eso ya está. Que ahora, dice, queda algo en el páncreas. También cuenta —con la voz suave, pausada, como para que se comprenda que todo ha sido un proceso— que hace cuatro años y medios que está cursando la enfermedad, que ya lleva cuatro ciclos de quimioterapia y que el último es un tratamiento que no tiene un protocolo para que termine, que se tiene que hacer quimio por tiempo indefinido. “No se puede dejar porque la enfermedad podría refrotar. Es algo que va a estar conmigo por el tiempo que sea necesario. Es un tratamiento que está funcionando manteniendo controlada la enfermedad”, comenta.
Todo empezó con una antesala, como dice Cristina, que tiene 55 años, es de Bella Unión pero vive en Montevideo. “Yo tuve un tratamiento un año y medio por un penfigoide ampollar, que es una enfermedad autoinmune en la que las células se rompen y se atacan entre ellas. Eso provoca mucho dolor, inflamación y ampollas, me salieron muchas muchas en las manos y después en la cara. A lo último fue en el antebrazo”. Esto, aclara Cristina, no tiene nada que ver el cáncer.
El 31 de marzo se celebra el Día Mundial contra el Cáncer de Colon. En 2016 Cristina tenía un taller en el que fabricaba carteras. La mañana del 31 de marzo de ese año dejó el taller para tomar unos mates con su esposo, que estaba de licencia. En un momento sintió un dolor punzante y profundo en el vientre. Cristina cuenta que sintió como si algo se hubiese roto adentro de su cuerpo. Se tomó un calmante y se acostó a descansar. El dolor seguía. Llamaron a la emergencia. Le dijeron que era un cólico nefrítico. Otro calmante. El dolor era más intenso que antes. Un día después llamaron a un médico, la trasladaron de urgencia, le hicieron estudios y le dieron el diagnóstico: obstrucción intestinal, perforación de colon y peritonitis aguda. La iban a operar de urgencia y, además, iba a quedar con una colostomía. Cristina no tuvo tiempo de entender qué era todo lo que le estaba pasando. Luego de la operación estuvo cerca de 15 días en el CTI. En lo único que siempre pensó fue en estar bien para que los demás no la vieran quebrada. Le llevó seis meses entender qué era lo que pasaba y cómo iba a seguir su vida y la de su familia.
Después de eso empezó el tratamiento de quimioterapia. Tras la cuarta sesión, dice, empezaron los efectos secundarios.
“Empecé con todos los malestares, los vómitos, las diarreas, el cansancio. He buscado todas las formas para poder aliviar los efectos secundarios, pero no la encuentro. Ahora puedo estar un poco mejor que antes pero sigo con los mismos efectos”, indica a Revista Domingo. Para Cristina, el vínculo y la confianza con los médicos que la han tratado ha sido fundamental para salir adelante. “Yo voy confiada a hacer todo lo que me digan porque me han dado esa confianza. Y ellos mismos me dicen que si algo falla vamos por otro lado, que hay armas con las que atacar mi enfermedad y eso es una tranquilidad”.
Todo para Cristina ha sido un proceso: momentos en los que ha estado fuerte y momentos en los que se quiebra, momentos en los que aguanta todo sola y momentos en los que pide ayuda. Todo eso la llevó a entender algo que, cree, es esencial para atravesar una enfermedad como esta: “Siempre supe que tenía una enfermedad que es como dice la canción, un monstruo grande que pisa fuerte. Pero yo sentía que tenía que salir adelante, que me quería quedar. Y tenía una fuerza que no sé de dónde salía. Y también el deseo de querer estar, de levantarme todos los días y tratar de hacer las cosas que tenía ganas de hacer. Tratar de hacer cosas para que el centro de mi vida no fuera toda la enfermedad. La enfermedad estaba, pero también estaba mi familia, estaban las cosas que me gustaban hacer y, bueno, y seguí con la vida”.
No podía hacer carteras pero se puso a hacer cosas en croché, a tejer, a atender a su familia y a dedicarse a la pastelería, que también es algo que le gusta.
Cristina corta la llamada y a los pocos minutos escribe un mensaje por WhatsApp. Es una imagen que, como si fuese un mantra, dice: “Todos tenemos dentro una reserva de fuerza insospechada que emerge cuando la vida nos pone a prueba. Isabel Allende”.
La pasada semana se realizó el foro Nueva visión del cáncer, organizado por El País, Laboratorio Cibeles (distribuidor de MSD) y Farmanuario, con el apoyo de SOMPU, Comisión Honoraria de Lucha contra el Cáncer, CEFA, Alianza de Pacientes, Fundación Livestrong y Ste. Comunicaciones.
Participaron del debate el doctor Luis Ubillos, presidente de la Sociedad de Oncología Médica y Pediátrica del Uruguay y subdirector del Instituto Nacional del Cáncer, la doctora Isabel Alonso, coordinadora técnica de oncología médica del Pereira Rossell, el doctor Carlos Barrios, del Centro de Pesquisa en Oncología, Hospital São Lucas, el doctor Raúl Gabús, director del Servicio de Hematología y Trasplante Hematopoyético del Hospital Maciel, Agustín Menéndez, de la Alianza de Pacientes, Daniela Hirschfeld, responsable de Comunicación del Instituto Pasteur de Montevideo y el doctor Robinson Rodríguez, director del Instituto Nacional del Cáncer y presidente de la Comisión Honoraria de Lucha contra el Cáncer, que cerró el encuentro.
Un espacio de reflexión
La Alianza de Pacientes Uruguay es una asociación civil creada en septiembre de 2018 que está integrada por líderes y referentes de grupos y asociaciones de pacientes de todo el país, como explica Agustín Menéndez, coordinar ejecutivo de la asociación.
Su propósito, dice, “es unir las voces de los diferentes colectivos y ejercer una representación efectiva de los derechos y necesidades sanitarias y sociosanitarias, que comparten las personas con diversas enfermedades, ante los principales agentes sanitarios de nuestro país”.
Desde allí, explica Menéndez, desarrollan actividades de incidencia política, formación, investigación.
Además organizan jornadas de debate y reflexión sobre temas de actualidad “que nos preocupan y ocupan como pacientes”.
En todo el país, cuenta, hay “entre 50 o 60 organizaciones de pacientes que complementan el trabajo que hacen los prestadores de salud”.
En el caso de los grupos o fundaciones de pacientes oncológicos, Menéndez explica: “El paciente va a su prestador de salud porque le diagnostican cáncer y lo que sucede después es que cuando sale del sanatorio o del hospital muchas veces está solo, perdido, no sabe qué hacer. Y lo que hacen las organizaciones de pacientes es que le brindan una contención y un acompañamiento durante todo el trayecto de la enfermedad que no le brinda el sistema”.
Por su parte, Gabriela cuenta que con un grupo de mujeres que conoció en la Fundación Clarita Berenbau, se han dedicado a acompañar, apoyar y ayudar a otras mujeres que quizás están más solas para atravesar la enfermedad. Para ella, la contención de su familia y del grupo fue esencial para enfrentarse al diagnóstico.
“Los grupos de apoyo permiten a las personas hablar sobre sus experiencias con otras personas que viven con cáncer, ayudándoles a reducir las ansiedades y miedos”, explica Agustín Menéndez, que, además de ser el coordinador de la Alianza de Pacientes, es psicólogo y coordina estos grupos de la fundación Clarita Berenbau.
“Los miembros del grupo pueden compartir sentimientos y experiencias que pueden parecer demasiado extrañas o demasiado difíciles de compartir con familiares y amigos. Ser parte de un grupo a menudo crea un sentido de pertenencia que ayuda a cada persona a sentirse más comprendida y menos sola”.
Además, cuenta, los miembros del grupo también comparten y hablan sobre información práctica, que puede incluir desde “qué esperar durante el tratamiento, cómo manejar el dolor y otros efectos secundarios del tratamiento, así como también cómo comunicarse con el equipo de atención médica y los miembros de la familia. El intercambio de información y consejos puede proporcionar una sensación de control y reducir los sentimientos de impotencia”.
A nivel internacional, explica, “muchos estudios han demostrado que los grupos de apoyo ayudan a las personas con cáncer a sentirse menos deprimidas y ansiosas, así como también ayudan a quienes se sientan más optimistas a manejar mejor sus emociones.
Un grupo de apoyo puede ser extremadamente útil para disminuir los sentimientos de aislamiento y soledad. Además de ayudar a sobrellevar la pérdida que experimenta una persona y/o sus seres queridos, también ofrece un terreno fértil para la camaradería y el apoyo. En ese sentido, los grupos brindan un espacio seguro donde poder compartir la historia personal con otros, llorar y comenzar el camino hacia la curación”.
Muchas veces quienes participan allí consideran a esos grupos como una familia. “Esta es una experiencia común ya que los miembros del grupo al compartir historias y sentimientos crean vínculos duraderos y poderosos entre ellos”.
Por su padre, Pedro cuenta que "la manera de hablar del cáncer, de no tenerle miedo a la palabra, de buscar información" fue gracias a que con su esposa se acercaron, después de leer mucho, a la Fundación Livestrong”. Cuando él pasó por el cáncer de testículo, dice, encontraron en la fundación una forma distinta de pensar a la enfermedad. Y esa filosofía que encontraron allí, les sirvió sobre todo, para su vida. Actualmente los dos son parte de Livestrong.