Refugios nucleares en Nueva York
Hay cientos de carteles de refugios nucleares en la Gran Manzana. Dicen "Fallout Shelter" y son misteriosos. Parecen ruinas de una futura catástrofe.
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En 2017 la ciudad de Nueva York comenzó a retirar de a poco los carteles de los refugios atómicos diseminados por la ciudad. De a poco, porque poseen un atractivo misterioso y siguen provocando la mirada de los turistas. Son cientos, pero obsoletos, ya que no hay refugios activos. Recibían fondos del gobierno federal para mantener un stock de provisiones en caso de holocausto nuclear. Ya no. Se supone que ahora son lavaderos domésticos, depósitos de cajas o bicicletas.
Entonces Putin atacó a Ucrania y comenzó a amenazar con armas nucleares. Los carteles oxidados que dicen “Fallout Shelter” pasaron a tener un sentido extraño y perturbador. Los dichos del ruso volvieron a instalar la ansiedad, pero diferente. Es como un déjà vu, un “ya lo vivimos”, un paisaje antiguo que se actualiza de forma desconcertante. Ya no hay dos bandos definidos como en la Guerra Fría, ni sistemas políticos radicalmente enfrentados (capitalismo vs. comunismo); ahora el capitalismo dominante da señales confusas de declive y euforia, los dirigentes comunistas soviéticos fueron sustituidos por oligarcas multimillonarios, ya nadie sabe dónde está la “izquierda” o la “derecha”, y la retórica de las fake news campea, pues la mentira convoca y sostiene gobiernos. La regla, para sobrevivir, es esperar lo imprevisible, dijo Bifo. Entonces, de pronto, lo que ya era arqueología —los refugios atómicos, los búnkers, las bases bajo tierra, los viejos silos vacíos de misiles nucleares, la basura desechada de una era— nos interpela con su decrepitud y su inutilidad. Quizá porque son ruinas, “vestigios de nuestra propia civilización luego de su extinción en una futura catástrofe” escribió W.G. Sebald en Los anillos de Saturno.
Es un paisaje lleno de metáforas. El celebrado “fallout shelter” de la era atómica, el refugio del apocalipsis que definió una era y una cultura, nunca fue más que “una utopía tecnológica” escribió Tom Vanderbilt en su libro Survival City. “Era el símbolo del retorno del ser humano al más primitivo de sus hábitats, la caverna”.
Silos de Minuteman
El turista se siente atraído, y con razón. Esos carteles oxidados evocan demasiado, tratan de un mundo en apariencia desaparecido, y que tuvo sus equivalentes escritos en cirílico en la antigua Unión Soviética. Las réplicas de estos carteles, igual de oxidados, se consiguen en Amazon a 16 dólares más envío.
Pero hay mucho más. El paisaje de ruinas nucleares está disperso por todo Estados Unidos. Hay silos de misiles Minuteman abandonados, a veces demolidos, que son un verdadero peligro para los curiosos que se asoman, y que de hecho caen a esos pozos inútiles de 30 metros, y mueren. Ocurrió en el estado de North Dakota. Entonces, en 1999, contrataron una empresa y le pagaron 12 millones de dólares para demoler los 150 silos abandonados y desperdigados por todo el Estado. Estructuras que de hecho convivían con otras, aún activas y con nuevas funciones, porque es mentira que la Era Atómica terminó. Hay muchos misiles preparados para ser lanzados desde diferentes plataformas, y escudos antimisiles, y sistemas de detección y toda una parafernalia invisible y subterránea que está activa, y alerta, en muchos países del mundo.
Las ruinas atraen. Sucede con los castillos templarios de Israel, los montículos funerarios de Xian aún intocados, o los vestigios en torno a las fortalezas de Santa Teresa y San Miguel en la cercanía del Chuy. Poseen un poder evocativo único, son memoria, son historia y, en la medida que los reconocemos, se actualizan, se proyectan al futuro. Pero no como las ruinas de la Era Atómica. Tom Vanderbilt lo entendió así el día que presenció la demolición de uno de esos silos en North Dakota. Tras disiparse la nube de nitrato de amonio de los explosivos, con su olor característico, se acercó al agujero en la tierra. “Entonces otro olor se instaló en el aire de esa nítida mañana, una mezcla húmeda y ominosa de acero, cemento y años de moho. Ese olor particular, denso por antiguo e impregnado de sentido, es lo que terminé asociando con las estructuras subterráneas de la era de los misiles”. Comenzó, entonces, a convertirse en un “turista oscuro” al decir de Don DeLillo en la novela Underworld. Es gente que viaja “no para llegar a museos o puestas de sol sino en busca de ruinas, tierra bombardeada, la memoria como moho de la tortura y la guerra”.
Vanderbilt entiende que estas ruinas “son las tumbas de una guerra desconocida, una que estaba incomprensiblemente dirigida a la destrucción total de la civilización”. Una guerra no declarada cuyas estructuras poblaron el planeta a una escala nunca antes igualada. Con el tiempo, los viejos refugios atómicos para gente común de la Unión Soviética terminaron siendo alquilados a academias de karate, clubes de halterofilia (levantamiento de pesas) o vendedores de autos japoneses. No sucedió igual con las elites gobernantes que, temerosas de la creciente expansión de la OTAN, construyeron hace poco dos nuevos refugios atómicos subterráneos en Sharapovo y Voronovo, cerca de Moscú, mientras los antiguos túneles de la era comunista del suburbio moscovita de Ramenki comenzaron a ser reacondicionados.
Un cosmos metafísico
Otro icono de la Guerra Fría que sobrevive con sus contradicciones es el cosmódromo de Baikonur, equivalente al Cabo Cañaveral norteamericano, como lo muestra el ensayo fotográfico de Adam Bartos, Kosmos (“Un retrato de le era espacial rusa”). Una cosmonáutica que se construyó en base a una tecnología encantada, fundada tanto en el cálculo como en el carisma, en el espíritu de la ciencia moderna como en un mito pre-moderno. A diferencia de la conquista espacial norteamericana, para los soviéticos “en la exploración del cosmos, la ciencia se mezclaba con la ciencia ficción, y la ideología tenía una sonoridad poética” escribió Svetlana Boym en el ensayo que acompaña a Kosmos. Ciencia y metafísica iban de la mano.
Menos metafísica tuvo la Cortina de Hierro, la que construyeron los obreros y los soldados de un mundo comunista ya desaparecido. Otro turista de la Guerra Fría, el fotógrafo Brian Rose, supo registrar en fotos los años previos a su caída, el derrumbe, y sus primeros años como ruina arqueológica (desde 1985, la caída en 1989, y la década del 90, con sus restos convertidos en memoriales). El libro se llama The Lost Border (“La frontera perdida, El paisaje de la Cortina de Hierro”) y trata de Berlín, pero sobre todo de los pequeños pueblos y extensiones deshabitadas de Alemania, Austria, Hungría y Yugoslavia donde la vida apacible, de agricultores, sin el glamour de la gran ciudad, convivía con kilómetros de alambre de púas, paredes de cemento y torres de observación. Una ominosa barrera diseñada para que la gente no escape, burda, grotesca, “una cosa fea y sucia de bloques y hebras de alambre de púas, iluminadas con la más barata luz amarilla, como el patio trasero de un campo de concentración” escribió John Le Carré en El espía que vino del frío.
En una sociedad libre como la norteamericana Tom Vanderbilt pudo ser el turista que quiso a sus anchas, subido a un auto, porque las estructuras sobreviven por doquier y poseen una escala y un sentido que escapa a la comprensión común. “La Guerra Fría estaba —y está— en Norteamérica por todas partes. Si uno sabe dónde mirar. Bajo tierra, detrás de puertas cerradas, secretas, fuera de los mapas, en estructuras ya derruidas y difíciles de reconocer, o a simple vista, dejando incluso su huella tan discreta como extendida en el rastreo de las partículas radioactivas que volaron del Sitio de Experimentación de Nevada en los años ‘50”. Esos lugares están en Oak Ridge, Tennessee, en el lugar conocido como “Sitio X”, en la “ciudad atómica” que ayudó al estudio de arquitectura SOM (Skidmore, Owens and Merrill) a convertirse en el más prominente de Estados Unidos, en la Cheyenne Mountain —un gigantesco centro de control diseñado para sobrevivir un mes luego del holocausto nuclear—, o el Edificio de Ensamblado Vehicular de la NASA, que supo ser en su momento el espacio interior más grande del mundo. A lo que se sumaron miles de depósitos, hospitales, oficinas, sitios de experimentación donde se probaba in extremis la naturaleza y resistencia de los materiales. Como sucedió con la operación “Escala menor” de 1985, donde se estallaron 4.800 toneladas de explosivo común simulando una bomba nuclear de 8 kilotones, la más grande explosión convencional jamás experimentada.
La locura de calor termonuclear terminó creando nuevos componentes minerales. Como la trinitita, también conocida como vidrio de Alamogordo, generada en la vitrificación de las arenas del desierto por el calor de la prueba Trinity, la primera explosión de una bomba nuclear (16 de julio de 1945). Trozos de ella se venden en ebay jurando que no es radiactiva, cuando es. A Vanderbilt todo eso le recuerda al hombre abandonado en el atolón de Bikini, en el Océano Pacífico, utilizado como sitio de testeo de bombas atómicas. Sucede en el cuento de J.G. Ballard “La playa terminal”, donde ese protagonista solitario reflexiona: “La serie de explosiones experimentales ha fundido la arena en capas, una pseudo estratificación geológica de eras breves, pequeñas, de microsegundos de duración, en tiempo termonuclear. Así, la isla invirtió la máxima geológica que dice que ‘la clave del pasado radica en el presente’. Aquí la clave del presente está en el futuro. Esta isla es un fósil del tiempo futuro, con sus búnkers y casas en bloque ilustrando el principio de que el registro fosilizado de la vida fue uno de armadura y exoesqueletos”.
Hiroshima y Chernobil
Los refugios atómicos son algo más que una utopía. Son inútiles. No cumplen con su propósito,_garantizar la vida en caso de apocalipsis nuclear. La agencia federal para emergencias de los Estados Unidos (FEMA) ha publicado recomendaciones sobre la construcción de refugios. Los escenarios incluyen tornados y huracanes; no mencionan ataques nucleares.
En este capítulo tonto de la Guerra Fría se gastaron increíbles cantidades de recursos en estructuras inservibles. Los neoyorquinos, como tantos otros, fueron atemorizados por Kennedy y Kruschev —los mejores vendedores de refugios atómicos de entonces, decían irónicamente los fabricantes— sobre el poder de las nuevas bombas. La más poderosa, la de hidrógeno en su versión 50 megatones, haría desaparecer de forma instantánea a la mitad de la ciudad de Nueva York, a lo que seguiría la contaminación radiactiva, los incendios, la absoluta falta de infraestructura para atender heridos, la destrucción de la cadena alimentaria... es decir, una muerte lenta e inevitable. Ramiro Sanchiz lo anticipó en su novela Las imitaciones: “Todo el sufrimiento colectivo, la oscuridad, las nevadas, el Invierno de la Bomba, todo eso estaba allí, convertido en calles grises y ruinas, en árboles secos, en cielos quebrados”. Si bien es cierto que los átomos de las bombas nucleares emiten mucha energía en muy corto tiempo, también tienen una vida corta —por algo el ser humano volvió a habitar Hiroshima y Nagasaki. No sucedió lo mismo con los radioisótopos escapados de la central nuclear de Chernobil, de liberación lenta de energía, pero de muy larga vida, pues contaminan por miles de años. En cualquier caso el impacto sobre el hábitat y la ecología del planeta sería (es) devastador, casi terminal para la raza humana. Ni siquiera el uso de armas nucleares tácticas, más pequeñas, por parte de Putin en Ucrania garantizaría que la radiación no vuelva —atmósfera mediante— a la propia Rusia.
Aún así el negocio continúa. La compañía Rising de Texas ofrece hoy diferentes modelos de búnkers que van desde uno simple de 45 mil dólares hasta un súper búnker de 1:800.000 dólares. Otra empresa en Montana, la DEFCON Underground Mfg., los ofrece bajo el lema “somos líderes en el mercado, y le garantizamos que usted no encontrará mejores refugios que los nuestros”. En los Estados Unidos la sigla DEFCON es utilizada para medir el nivel de disponibilidad y defensa de las Fuerzas Armadas. Destacan que los refugios utilizan acero 100% norteamericano, y que no subcontratan a otras compañías. La construcción e instalación es realizada por personal propio “para reducir el número de personas que conocen la ubicación exacta de su nuevo refugio”, aclarando que “apenas su unidad queda instalada, se destruyen todos los documentos”. A partir de entonces, explica DEFCON Underground, “usted y sus seres amados podrán iniciar sus preparativos de supervivencia y comenzar la vida bajo tierra”.