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La violación de mujeres, un arma de guerra barata y eficaz

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Christina Lamb

CRÓNICA ACTUAL

Christina Lamb, cronista de guerra, traza un mapa mundial de los ejércitos que siguen violando, de las víctimas, su devastación emocional, y su lucha por tener una vida normal.

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La violación de mujeres en tiempo de guerra es una costumbre milenaria, una demostración de poder ejercida por los vencedores sobre el cuerpo de la mujer. Que no suele contar con el beneficio de la muerte, como le ocurre al combatiente. Las violadas, si sobreviven al acto perpetrado con violencia, mueren en vida, y siguen así por años, décadas, como zombis en sociedades que, además, tienden a rechazarlas por “mancilladas”, o por llevar el hijo del infortunio. Mueren, entonces, por partida doble.

Nunca se consideró a esas violaciones, a veces masivas, como un crimen de guerra. Tuvo que llegar al genocidio de Ruanda contra los tutsis (1994), donde los hutus violaron entre 250 mil y 500 mil mujeres a lo largo de tres meses —unas 500 por día— para que los tribunales internacionales juzguen y condenen a los perpetradores. Fue la primera vez.

La periodista británica Christina Lamb, de larga trayectoria como corresponsal en el extranjero, escribió un libro devastador que actualiza esta dramática situación. Se titula Nuestros cuerpos, sus batallas. Lo que la guerra hace a las mujeres, y abordó en modo crónica la actualidad de este crimen en el mundo. Viajó para hablar con ellas, hacinadas y abandonadas en campos de refugiados de Bangladesh, Siria, el Congo, o entrevistó a víctimas ya adultas o ancianas en Argentina. Se entrevistó en la cárcel con violadores del ISIS, para tratar de entenderlos porque, dice, si nos quedamos solo con las víctimas no llegamos al fondo del asunto. También buscó comprender los mecanismos de negación, como el que no reconoce que todos los ejércitos en la Segunda Guerra Mundial, incluso los aliados, violaron. Pero nunca en la escala de los japoneses o peor, del Ejército Rojo soviético, que entró a Europa violando de forma masiva a millones de mujeres alemanas, húngaras, polacas. La información contradictoria sobre violaciones que llega hoy desde los territorios ocupados por Rusia en Ucrania es parte de ese legado negacionista, una sombra que todavía considera a todo soldado ruso como un violador.

Terror

El libro está escrito en capítulos cortos, con entrevistas y contexto, porque a veces no se entiende el uso de la violación como arma si no se comprenden las razones geopolíticas, religiosas, culturales o meramente criminales de los grupos perpetradores. En ese sentido Lamb produce un gran trabajo sobre la violencia actual, y sus efectos devastadores sobre los más débiles. Siendo corresponsal de guerra entendió que no le interesaban “las explosiones, sino lo que ocurría detrás del frente: la manera en la que la gente sigue con sus vidas, alimentando, educando y protegiendo a sus hijos y cuidando a sus ancianos mientras a su alrededor se desata el infierno”. Con una advertencia: que la guerra no es sólo cosa de hombres, sino que también la sufren las mujeres, los ancianos y los niños. Un punto de vista que mata el relato tradicional. En ese sentido, “la violación es el arma más barata de la que se tiene constancia. Aniquila a las familias y vacía los pueblos. Transforma en parias a chicas, que desean terminar con sus vidas cuando éstas acaban de empezar. Engendra niños que suponen un recordatorio diario para sus madres del suplicio y que a menudo su comunidad rechaza por ser ‘mala sangre’. Además, casi siempre se ignora en los libros de historia”.

Lamb viaja y habla con ellas. Por ejemplo en la isla de Leros, en el mar Egeo, hoy depósito de miles de refugiados. En particular con las niñas y jóvenes yazidíes, de esa religión antigua de la Mesopotamia. Son las preferidas de los combatientes del ISIS por su belleza. Apoyados por directivas de una fatwa del 2014, donde el Estado Islámico determinaba cómo retener, capturar y abusar sexualmente de las esclavas, hasta hoy las retienen en grupos grandes, y luego las venden a los “esposos”. A Turko, una de las chicas de Leros, la tomó un saudí, juez de un tribunal islámico. “Te he comprado y eres mi sabaya. En el Corán está escrito que puedo violarte”, le dijo. La encerró y la violó tres veces por día. Luego el saudí apareció con una británica con la que se había casado, que enloquecía de celos cuando él violaba a Turko. Al final la vendió por 350 dólares. Tuvo otro dueño, hasta que un familiar la ubicó y pagó un rescate. Logró salir hacia un campo de refugiados. Quería llegar a Alemania, a un proyecto especial en Baden-Wurtenberg de la comunidad local —sin apoyo federal— donde se recibe a las yazidíes abusadas sexualmente.

Se calcula que son cinco mil las yazidíes en esta situación. En el proyecto alemán ya hay tres mil, alojadas en veintiún refugios secretos de veintiún ciudades, para protegerlas de la atención no deseada. Lamb fue a Alemania y estuvo con ellas. Habló con algunas, y otras la recibían “con las miradas perdidas, como los personajes de un cuadro de Edward Munch”. Conoció a una chica de 18 años, Rojian, que fue secuestrada junto a su tía, Nadia Murad, entonces de 19, quien luego sería la cara internacional de la tragedia yazidí y recibiría el Premio Nobel de la Paz en el año 2018 por su tarea exponiendo a la violencia sexual como arma de guerra. El Nobel fue compartido junto con el Dr. Denis Mukwege, del Congo.

La representante de las Naciones Unidas sobre la Violencia Sexual llamó al Congo en 2010 “La capital mundial de las violaciones”. Con cifras demenciales: mil mujeres violadas por día. Lamb viajó allí en 2019, justo antes del Covid y luego de pelear por un visado que tardó tres meses, siendo advertida además de los brotes de sarampión, viruela del mono, fiebre chikunguña y ébola, entre otras enfermedades. Se dirigía al hospital de Panzi a conocer al Nobel Dr. Mukwege, también conocido como Doctor Milagro, por ser el hombre que trató a más víctimas de violación en el mundo, con enfoques multidisciplinarios que incluían cirugías reconstructivas. En 20 años el hospital trató a más de 55 mil mujeres y niñas violadas.

La guerra comenzó en 1996. “Las violaciones eran perpetradas por las milicias aliadas de distintos grupos étnicos y diferentes bandos de la guerra”. Con una violencia tan extrema que era habitual recibir a pacientes con fístulas o perforaciones en la vejiga o en el recto. “No es algo sexual, es una manera de destruir al otro, de arrancar a la víctima su concepción como ser humano” cuenta Mukwege. “Es una estrategia deliberada: violar a una mujer delante de su marido para humillarle, para que se vaya y la vergüenza recaiga sobre la víctima y sea imposible vivir con la realidad (...) He visto pueblos enteros abandonados”. Supo de la mujer de un pastor violada delante de toda la congregación. Todos huyeron: si Dios no podía protegerla, ¿qué quedaba para el resto? “La violación como arma de guerra puede desplazar a todo un grupo demográfico y tener el mismo efecto que un arma convencional, pero a un costo muy inferior”.

Lamb conoció en ese hospital a Atosha, la mamá de Violette, una niña de cuatro años violada por un hombre mayor que le había perforado el recto, por lo que tenía pérdidas fecales. También conoció a Anazo, madre de Chantal, una bebé de siete meses que estaba en sus brazos. La bebé había sido violada. Cuando la separó de su pecho para que la examinaran, la bebé se echó a llorar desesperada. “No había visto un terror tan agudo en los ojos de un bebé”.

Resiliencia

El libro es una geografía del del dolor, pero también un mapa mundial de la resiliencia. El foco no es la destrucción,sino la reconstrucción y la empatía.

Eso es claro en el abordaje de las víctimas del Boko Haram nigeriano, el grupo más cruel y letal que existe sobre la tierra, tanto que ni Al Qaeda quiso saber de ellos. Se hicieron mundialmente famosos por el secuestro masivo de chicas liceales jóvenes en 2014. Lamb entrevistó a una madre, Esther Yakubu, que todavía busca a su hija Dorcas de aquel grupo, y también a chicas que lograron escapar, como Raqaya al Haji, secuestrada con 11 años justo antes de empezar Secundaria, y que a los 13 ya estaba embarazada de un yihadista, su “esposo”. Logró escapar con su bebé asumiendo riesgos increíbles y retornar a su comunidad, pero ahí empezó otro infierno. “Me di cuenta que nadie me dirigía la palabra. Nos llaman annova, que significa ‘epidemia’ o ‘sangre sucia’”. Mientras tanto Esther sigue rezando por Dorcas. Tiene fotos, sabe que está viva.

Otro campo de refugiados que Lamb visitó es el de los rohinyás, en Bangladés, expulsados desde Birmania. Unos 650 mil tan amontonados y expuestos que Antonio Guterres, secretario general de Naciones Unidas, habló de “una pesadilla de derechos humanos”. Para provocar la huida en 2017 los soldados birmanos utilizaron el arma de la violación. Munira recuerda que eran cuarenta chicas, y las llevaron y les mostraron cómo habían ejecutado a todos los hombres, sus esposos, hermanos, padres, y luego las violaron. “Al principio gritábamos todas, pero al final se hizo el silencio, porque no podíamos gritar más”. Allí, en el campo de refugiados, otra rohinyá, Shahida Begum, encontró una chica débil y enferma, rodeada de una muchedumbre. La llevó a curar, y luego la adoptó. Ya tenía cuatro hijas, podía con una más, pues “con la gracia de Alá saldríamos adelante”. Lamb se preguntó “cuántos occidentales acogeríamos a una chica en semejantes condiciones”.

Otros capítulos del libro abordan las violaciones a gran escala de Ruanda, y cómo se llevó a los perpetradores ante la justicia, estableciendo un precedente histórico. El 2 de octubre de 1998 el Tribunal Penal Internacional para Ruanda declaró culpable a Jean-Paul Akayesu de 15 crímenes contra la humanidad, uno de ellos por violación. “Era la primera vez en la historia que se reconocía a la violación como un instrumento del genocidio”, y como crimen de guerra. Fue el comienzo, y también un calvario para las testigos sobrevivientes que, además de enfrentar el rechazo de su comunidad, debían lidiar con los peligros que implicaba denunciar a los violadores (podían ser sus vecinos).

También está el legado de la guerra de la ex Yugoslavia. No hay cifras, se calcula que violaron a cientos de miles, en su mayoría musulmanas por parte de serbios, “pero también croatas y serbias, y algunos hombres”, aclara Lamb. “Por primera vez en la historia moderna, periodistas e historiadores documentaron el uso deliberado y metódico de la violación y la violencia sexual como arma de limpieza étnica y genocidio”. Destaca aquí el proceso de resiliencia llamado “terapia de la tierra” con las mujeres sobrevivientes de Srebrenica.

Otro capítulo tremendo es el que aborda la negación de las violaciones masivas del Ejército Rojo en Europa (1944-45), a pesar de las evidencias y testimonios existentes, que Lamb enumera. Recuerda haber ido al parque de Treptow, en Berlín, donde se encuentra un memorial soviético honrando a los soldados soviéticos caídos en la toma de Berlín, 1945. Destaca la estatua de un soldado ruso gigantesco llevando una niña en brazos. Muchas alemanas todavía llaman a ese monumento la Tumba del Violador Desconocido.

Más cercano es el abordaje de la esclavitud sexual durante la Guerra Sucia en Argentina, con testimonios de sobrevivientes, hecho que inspiró la distopía de Margaret Atwood El cuento de la criada, como la propia escritora aclaró. Se cree que todas las mujeres que pasaron por la ESMA fueron violadas, y no era el único centro clandestino de detención. Una de las víctimas, tras leer el libro de Nadia Murad, le confesó a Lamb que entendió que “nosotras también éramos esclavas sexuales”. Que luego también debieron enfrentar el rechazo o las acusaciones de colaboracionismo. “Ëramos bombas de relojería. Nadie quería relacionarse con nosotras (...). Fue el principio de treinta años de dolor”. Recién en el 2000 se habló de esos abusos, aunque llevar a un violador a juicio podía implicar que sus abogados defensores las trataran de promiscuas y traidoras. Es interesante el libro La violencia de género en los delitos de lesa humanidad en la Argentina, de Viviana Beigel (UNQ, 2019), que Lamb no cita, donde queda claro que no se puede abordar esta cuestión sin tener una perspectiva de género.

Pero lo peor es el día después, los meses, los años. El calvario del retorno a la normalidad. La jueza sudafricana Navanethem Pillay, que presidió el tribunal internacional para Ruanda, dijo que la comunidad internacional había atendido los crímenes por violación juzgando a los agresores, “pero no ha ayudado a las mujeres a alimentarse, vestirse, alojarse, educarse, curarse y reconstruirse”. El libro de Lamb ayuda, porque como dijo Martha Gellhorn, la guerra le sucede a las personas, una por una.

NUESTROS CUERPOS, SUS BATALLAS, de Christina Lamb. Principal de los Libros, 2021. Barcelona, 450 págs. Traducción de Margarita Estapé.

Una mujer en el frente

Christina Lamb es corresponsal en el extranjero del diario británico The Sunday Times, ha sido premiada por sus crónicas de guerra, y tiene publicados numerosos libros. Es miembro honorario del University College de la Universidad de Oxford.

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