Juana Libedinsky, (Desde Nueva York)
LA ESQUINA de la Quinta Avenida y la calle 42 está en plena construcción. Una torre de 27 pisos de vidrio y cemento por 140 millones de dólares estará lista para ser ocupada a comienzos de 2005, con oficinas comerciales, locales a la calle y dos subsuelos de cocheras. En esa misma esquina de Nueva York pero en 1879, y en una mansión solitaria, Edith Wharton hizo su entrada en sociedad.
Decir que era otro Nueva York, no es sólo un lugar común. Es un lugar común viejísimo. Gran parte de la fama de la propia Wharton se debe a que retrató —en una manera sólo comparable a la de su gran amigo Henry James— cómo "la edad de la inocencia" de la gran ciudad estaba desapareciendo bajo sus propias narices. Y el comercio y el dinero, lo nuevo y lo monumental, venían a reemplazar a una sociedad estrecha en la cual todos eran descendientes de las familias que fundaron la ciudad, y que vivían en el ocio gentil que permitían las fortunas heredadas.
Durante la juventud de Wharton, la arqueología era la última moda. Los vestíbulos de las casas de Manhattan estaban pintados de "rojo pompeyano" y las mujeres usaban brazaletes "etruscos". Es justamente como una arqueóloga que Wharton enfocó al viejo Nueva York en su ficción, intentando iluminar lo que, para 1900, se había convertido "en una ciudad tan desaparecida como Atlantis o las capas más bajas de la Troya de Schliemann", según confesó en A backwards glance, sus memorias.
Wharton cuidadosamente reconstruyó rituales y creencias con una mezcla de burla y nostalgia. El resultado fueron obras maestras como La edad de la inocencia (que le valió el premio Pulitzer), La casa de la alegría o The Custom of the country, entre más de 40 que publicó.
REPELER LO NUEVO. Henry James llamaba a Wharton afectuosamente "pájaro de fuego". Un sobrenombre que, de haberse sabido, hubiese causado sorpresa en los círculos de la sociedad neoyorquina en los que Wharton fue criada, en la cual la combustibilidad, especialmente en una mujer, no era una cualidad admirada. De cualquier manera, durante las primeras cuatro décadas de su vida no pareció que hubiese nada particularmente ardiente en la extremadamente tímida señorita Edith Jones, luego la reprimida señora de Edward R. Wharton. Como la biografía de Shari Benstock nos recuerda (No Gifts From Chance), no fue hasta que cumplió cuarenta años que la energía de Wharton verdaderamente se disparó.
Las fotos de ella como una debutante y luego joven esposa la muestran como un producto impecable de su entorno. Al momento del nacimiento de Edith, en 1862, la decorosa fila de mansiones a lo largo de la Quinta Avenida, entre Washington Square y el Central Park, era todavía el reducto celosamente custodiado de la elite neoyorquina. Y al ser hija de dos personas cuyo pedigree en el Nuevo Mundo se extendía por más de 300 años, Edith tenía un lugar preestablecido en ese ambiente, cuya característica principal era un rígido código de lo que era y no era aceptable.
Para sus padres, sin embargo, su llegada significó un cambio de planes mayúsculo. Con dos hermanos mucho mayores, su tardía aparición en el mundo combinada con su inusual destreza intelectual despertó los rumores de que era el resultado de un affaire entre su madre y el tutor de los varones. Pero ningún biógrafo pudo sustentar la especulación, y Wharton misma se enteró de ella cuando ya era demasiado grande para que le preocupase.
Si bien Wharton aprobaba el apego de Nueva York a la estabilidad, deploraba su miedo a la innovación. Repeler a lo nuevo, ella insistía, era su actividad más intensa. Los recién llegados que habían amasado fortunas en la industria o la especulación en la bolsa eran socialmente segregados. Peor aún, las nuevas ideas también eran dejadas afuera. Al comenzar el siglo XX, el pequeño y rígido mundo que Wharton había conocido en su niñez había desaparecido por su incapacidad de adaptarse a las nuevas circunstancias.
ECONOMIZANDO EN EUROPA. Lo que dio a la escritora la posibilidad de ver al "viejo Nueva York" tanto de adentro como de afuera fue la inflación que siguió a la Guerra Civil. Preocupados por sus finanzas, los padres de Edith decidieron alquilar sus casas de Manhattan y del exclusivo balneario de Newport a inquilinos nuevos ricos y, para economizar, cruzaron el Atlántico con la pequeña Edith.
Los Jones permanecieron en Europa por algo más de seis años, tiempo durante el cual escenas de un mundo muy distinto quedaron grabadas en la mente de la niña: modelos posando para artistas cubiertas de violetas en la Plaza España de Roma, torres y fuentes moriscas en España, bellezas del Segundo Imperio divirtiéndose en carruajes abiertos bajo los castaños en el Bois de Boulogne.
Al volver a Manhattan lo primero que pensó Wharton al bajar del barco, según sus memorias, fue simplemente "¡Qué feo!". Con apenas diez años ya se sentía horrorizada por "la fealdad intolerable de Nueva York, de sus calles descuidadas y sus casas angostas sin dignidad exterior, llenas de tapizados sofocantes por adentro. ¿Cómo entender que gente que había visto Roma y Sevilla, Londres y París podía volver a vivir contenta allí?"
Pero de inmediato el ethos de la conformidad la envolvió. En su autobiografía, Wharton relata que lo que más la afectó en la vuelta a Nueva York fue su desarrollo emotivo y sexual. Particularmente dura fue la glacial negativa de su madre a iluminarla de manera alguna respecto al sexo. Como resultado, Wharton se zambulló en un matrimonio que físicamente fue un desastre y que posiblemente nunca haya sido consumado. Una incompatibilidad artística e intelectual con su marido Teddy Wharton, un agradable hombre que vivía para los muchachos del club, 13 años mayor que ella, y que se moría de aburrimiento en los círculos culturales, empeoró aún más las cosas. Ella empezó con depresiones, acumulando también una serie de problemas psicosomáticos.
Su remedio más efectivo resultó la pluma. "Si la miseria fue la que llevó a Edith Wharton a la ficción, la historia de la literatura le debe mucho a Teddy", resumió Louis Auchincloss, autor de la biografía Edith Wharton: A Woman in Her Time. Cuando niña, Edith había insistido en escribir cuentos, si bien la desaprobación familiar significaba que a falta de papel debía pedir a los sirvientes los envoltorios de los paquetes que llegaban a la casa. Como adulto, a pesar del silencio sepulcral con el cual su círculo de Nueva York respondió a una ocupación no considerada apropiada para una dama, ella perseveró. Al borde de cumplir los 40, ya llegaba a las de letras de molde a partir de la publicación de una guía para la decoración de interiores, The decoration of houses.
Pero su trampolín a la fama llegó en 1905 con la edición de la primera de sus novelas sobre Nueva York, La casa de la alegría. Un best seller inmediato: 140.000 copias desaparecieron de las librerías en tres meses y le demostraron que podía convertir a la literatura no sólo en un modo de vida, sino también en una carrera lucrativa que le daría independencia.
Porque a medida que su carrera avanzaba, su matrimonio se caía a pedazos. A Wharton la idea de convertirse en "una divorciada" le resultaba socialmente repugnante, por lo que aguantó hasta 1913. Para entonces Teddy no sólo era un maníaco depresivo sino que había malgastado una buena parte del dinero de Edith en mujeres. No había vuelta atrás, y Edith firmó los papeles. Ya había comenzado una nueva vida como autora de éxito viviendo en París, y además allí encontró un remedio aún más potente que la literatura.
LOS AÑOS DE PASION. En 1908 Edith Wharton había comenzado una aventura amorosa con Morton Fullerton, un periodista americano expatriado también de cuarenta y pico de años, que trabajaba para The Times. Un diario ardiente y poesías altamente eróticas son testimonio de la intensidad con la que Wharton respondió a él. "No puedes entrar al cuarto sin que yo sienta una ola de llamas", le explicó.
Fullerton, un bisexual evasivo e infiel, volvió a ser una elección equivocada, y la relación terminó por diluirse, con bastante desilusión de parte de ella. A partir de entonces su energía formidable fue canalizada hacia otras causas. Viajera compulsiva, durante sus años con Teddy había pasado cada primavera en Europa donde no se cansaba de recorrer las rutas más alejadas en su auto Panhard de 15 caballos conducido por chofer, y sola lo siguió haciendo.
Infatigablemente también compraba y decoraba casas y jardines, y durante la Primera Guerra se dedicó con el mismo empeño a las tareas de asistencia social. En un solo año, calculó Wharton, la organización que ella había armado había asistido a 9.299 refugiados, servido 235.000 cenas y distribuido 48.333 vestimentas entre los necesitados, por lo que fue condecorada.
También tenía a sus amigos para pasar el tiempo. En lo que fue llamado el "Bloomsbury neoyorquino", Wharton y Henry James se rodearon de hombres prominentes de la época como Howard Sturgis, Percy Lubbock, Robert Norton, John Hugh Smith, Gaillard Lapsley y Walter Berry desde 1904 hasta sus respectivas muertes. Wharton los llamaba "el último refugio de la civilización", y según Susan Goodman, en Edith Wharton’s inner circle su amistad con estos hombres "afeminados, asexuados u homosexuales le permitieron conseguir el ideal platónico del casamiento de espíritus similares inmune a las fluctuaciones de la pasión".
Sin embargo, la única persona de allí cuya amistad ella llamó "el orgullo y el honor de mi vida" fue el propio James. No fue una relación fácil, porque Wharton siempre rechazó ferozmente ser designada como "la Henry James femenina", y su admiración por Proust era mucho mayor que la que tenía hacia su mentor. Wharton consideraba "ilegibles" a las grandes novelas de James, y él, a su vez, llegó a resentir y hasta temer su "deranging and desolating, ravaging, burning and destroying energy... the angel of Devastation".
Para Harold Bloom, justamente, el genio de Edith Wharton es vitalista. La considera una escritora profundamente sexual, con cuentos y novelas de un realismo erótico que es tanto más fuerte por ser implícito. Esa fuerza vital y sexual de Wharton es la que la distingue de James, que siempre luchó contra una homosexualidad no resuelta. "Uno de sus cuentos de fantasmas de Wharton, "All Souls" contrasta maravillosamente con cuentos de fantasmas de James como "The Jolly Corner", que es una parábola de la vida no vivida mientras que la de Wharton implica un más allá orgiástico que siempre está a punto de irrumpir en las superficies sociales de la existencia", compara Bloom.
Para Wharton el pánico era que James influyera en su obra. Fue sólo después de la muerte de su amigo que las complejas defensas que había construido comenzaron a relajarse, por lo que sus últimos trabajos, Old New York, Hudson River bracketed, y A Backwards glance son considerados los más jamesianos. Si bien la visión de Wharton era notablemente más oscura que la de James, una vez que él fue un recuerdo ella se sintió libre para estudiar las nostalgias.
Y así lo hizo con su energía característica. Antes de morir en 1937 a los 75 años, a pesar de estar gravemente enferma, Wharton seguía adelante con toda la fuerza con una novela que quedó inconclusa, Los Bucaneros, sobre el intento de liberarse de circunstancias asfixiantes y la eterna lucha de la fuerza del cambio contra la inercia que ella deploraba.
PREDICA Y PRACTICA. La escritora no siempre practicó lo que predicaba en sus obras, y la mayor parte de los biógrafos muestra una marcada ambivalencia respecto a su vida. "Uno puede alabarla por lo que logró hacer a pesar de su sexo, clase y dinero o uno puede verla como el tipo de mujer que una vez que cruzó el puente sobre el pantano y llegó al castillo, levanta el puente para que nadie pueda seguirla", resume Benstock.
Wharton escribió que estaba "totalmente en contra del voto femenino". La beca que fundó en la New York School of Design era para hombres solamente dado que las mujeres "mejor que se queden en casa y cuiden al bebé". Si bien tenía buenos amigos judíos, Wharton solía expresar rechazo por las mujeres judías y hacer chistes antisemitas. En una carta a una conocida, cuando uno de sus sirvientes sufrió un ataque de anemia y ella tenía que explicárselo, puso "la clase compuesta por los sirvientes nunca podría entender algo así, si pudieran no serían sirvientes sino presidentes y primeros ministros". Su método de escritura era simple: se tiraba en la cama con uno de sus perritos bajo un brazo, y dejaba caer al piso cada página a medida que las completaba; la mucama luego se las juntaba para que las corrigiese.
"El genio no es siempre adorable", reconoce Harold Bloom, quien citó a Wharton como uno de los cien genios literarios de la historia. "Wharton, por supuesto, fue racista y antisemita. Era parte de su era y clase social y, si bien desagradable, no era un rasgo particularmente virulento como en TS Eliot. A mi no me gusta lo que Wharton ve ni cómo lo ve, pero al leerla me enseña algo que sin ella no podría aprehender. Tenía un genio original para representar a las realidades sociales cambiantes y para ver en profundidad la guerra entre hombres y mujeres", dice en su libro Genios.
Henry James cierta vez le dijo a un amigo que a Wharton "la puedes encontrar difícil, pero nunca la encontrarás estúpida y nunca la encontrarás malvada". Claro que Auchincloss reconoció que "su insistencia en los buenos modales, la puntualidad, la vestimenta decente y la sobriedad probablemente le hayan costado la compañía de algunos artistas, intelectuales y pensadores de primera". Pero guste o no su personalidad, hay algo que nadie puede negar: "He releído toda su obra" continúa Auchincloss sorprendido. "Jamás escribió una oración que no estuviese bien".
En 1925, en una nota a Scott Fitzgerald, Wharton escribió "para tu generación, que ha dado un salto tan grande hacia el futuro, yo debo representar el equivalente literario a los muebles de caoba o los candelabros a gas". Hoy nada podría ser más alejado. Aunque un siglo XX radicalmente transformador nos separa del siglo XIX que formó las sensibilidades de Wharton, su lugar en el panteón de las letras norteamericanas nunca ha estado tan alto, sólo superado, probablemente, por James y William Faulkner.
Pero además es una favorita de la cultura popular. A la maravillosa versión cinematográfica de La edad de la inocencia de Martin Scorsese se sumó, el año último, una versión de La casa de la alegría de Terence Davies que repitió el éxito de crítica de la primera. Tan sólo una pequeña muestra de la extraordinaria vigencia no sólo de la obra de Wharton sino, también, de algo de aquel mundo que, para ella, ya era viejo.
Doble milagro
TOTALMENTE Wharton y totalmente Scorsese. Así consideraron los críticos a la versión fílmica de La edad de la inocencia. Es el tipo de historia que ya había sido filmada, muy bien y varias veces, por la dupla Merchant Ivory. Quienes hayan visto Howards End, A room with a view, The Golden Bowl, Portrait of a Lady y The Bostonians conocen ese mundo, que en primera instancia no parecería tener ningún interés para Martin Scorsese, director de películas con mucha calle cuyos títulos son, precisamente, lo contrario a cualquier "edad de la inocencia", como es el caso de Taxi Driver, Raging Bull, o Godfellas. Sin embargo, Scorsese confesó que cuando su amigo y co-escritor Jay Cocks le dio la novela de Wharton, no pudo abandonarla hasta que no la hubiese filmado.
La historia que en ella cuenta también es brutal y sangrienta: es la historia de la pasión de un hombre hecha trizas, su corazón vencido, pero filmada con una gran elegancia. Aristócratas que se mueven en sus círculos dorados de la ópera al salón comedor, con la ropa apropiada para cada momento del día. Scorsese observa hasta el más insignificante gesto, la inclinación de una cabeza, el ángulo de una mirada, el sutil énfasis en una palabra o frase. En forma gradual se comprende lo que sucede.
"He visto escenas de amor en las cuales los cuerpos desnudos se fusionan en una pasión sudorosa, pero raramente de manera más apasionada que en este film, en el cual todos están envueltos en capas de represión victoriana. Los grandes momentos eróticos suceden en público, entre gente vestida de pies a cabeza y hablando con frases perfectamente moduladas, pero tan llenas de libido y terror que los protagonistas apenas las sobreviven", dijo Roger Ebert, célebre crítico del Chicago Sun Times.
Cuando parecía que filmar a Wharton después de esta obra maestra hubiese sido suicida, con el nuevo siglo llegó la versión de La casa de la alegría de Terence Davies. El libro original probablemente sea la historia más triste jamás contada sobre las trampas que la sociedad tiende a las mujeres. Sus personajes intimamente creen que si verdaderamente expresaran sus sentimientos, su "casa de la alegría" se derrumbaría inmediatamente. Nunca se dan el lujo de siquiera intentarlo.
La casa de la alegría contó con la heroína de los Expedientes X, Gillian Anderson, en el papel de la protagonista Lili Bart, y Eric Stoltz en el papel de Laurence Sleden, el abogado pobre que ella ama pero con quien no podría casarse. Davis enfoco la obra de Wharton desde un ángulo totalmente distinto. La edad de la inocencia fue filmada como se filman las novelas de Henry James, su gran amigo. Pero Wharton también era contemporánea del grupo de realistas como Dreiser, y La casa de la alegría es mucho mas cercana a la visión oscura de este autor. Incluso La casa... fue considerada una versión en clase alta de su obra Hermana Carrie, en la cual es el puro determinismo económico el que finalmente arruina por completo la vida de una mujer.
Otros antecedentes de Wharton en cine permitieron, desde 1914, el lucimiento de algunas primeras damas como Bebe Daniels, Irene Dunne, Bette Davis y Miriam Hopkins, entre otras. Algunos títulos: House of Mirth (Albert Capellani, 1918), Glimpses of the Moon (Allan Dwan, 1923), Marriage Playground (Lothar Mendes, 1929), The Age of Innocence (Philip Moeller, 1934), Strange Wives (Richard Thorpe, 1934), y The Old Maid (La solterona, Edmund Goulding, 1939).