Un diamante victoriano

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Carlos Ma. Domínguez

CELEBRADA COMO el antecedente de la novela policial, La piedra lunar, de Wilkie Collins, fue publicada en 1868, por entregas, en la revista All the Year Round, fundada y dirigida por Charles Dickens; fue luego recogida en libro y varias veces adaptada al cine y a la televisión. Desde entonces regresa a través de reimpresiones con la jerarquía de las obras clásicas que refrendan su valor.

La permanencia de La piedra lunar en la literatura es la de su invitación a conocer el misterioso robo de un diamante hindú en el condado de Yorkshire, contado por los personajes involucrados en la trama a través de relatos epistolares que varían el punto de vista y revelan, paso a paso, el carácter de sus protagonistas. La idea de que un personaje se define por la figura integral de su carácter, ubica la obra en una tradición inglesa que dibujó muchos personajes literarios por el detalle de su actitud frente a los goces y problemas de la vida. La crisis de la modernidad sobre la comprensión del "Yo" y su estatuto, llevó a la novela a abandonar este espejo literario bajo la hegemonía de nuevos recursos, pero si un lector quiere dar con un personaje de comportamientos nítidos y precisos en su singularidad, seguirá encontrando en la literatura victoriana su mayor reflejo.

Nacido en Londres en 1824 y fallecido en 1889, Wilkie Collins escribió veintiséis novelas y medio centenar de relatos, fue decisiva su amistad con Charles Dickens, con quien colaboró en diversas obras, y obtuvo su mayor reconocimiento con La dama de blanco (1860) y La piedra lunar. Afectado por una enfermedad reumática se hizo consumidor de opio, al grado de desarrollar delirios paranoicos que, en su versión más amable, tomaron la forma de un clon al que llamaba "Ghost Wilkie". Alguna vez confesó que escribió La piedra lunar bajo un fuerte consumo de láudano, por lo que no recordaba buena parte de lo que había escrito. Es difícil de imaginar porque todas las distracciones de la trama son legítimas, no hay cabos sueltos y las intrigas mantienen un interés sostenido a lo largo de sus muchas páginas. Hay en la trama un personaje consumidor de opio, que alude a algunos síntomas de su adicción, pero aunque su participación es decisiva en la aclaración de una parte del misterio, sus revelaciones en la materia no son significativas.

CALEIDOSCOPIO HUMANO. El personaje más atractivo y responsable de buena parte del relato es Gabriel Betteredge, el viejo mayordomo de la familia Verinder, un hombre viudo, de irrestricta fidelidad a sus patrones, con muchas ideas propias acerca de las debilidades del sexo femenino, un excelente sentido del humor y una devota frecuentación de la novela Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, a la que consulta como un cristiano su Biblia. La relevancia de Betteredge, pero también la de una fanática religiosa como la señorita Clack, testigo de importantes hechos y obsesionada por salvar a sus parientes mediante folletos de propaganda cristiana, o la del incisivo y excéntrico inspector Cuff, de Scotland Yard, exhibe la amplitud novelística de Collins, capaz de engarzar muchos atractivos periféricos al desarrollo de la trama, como si el misterio del diamante perdido también fuese un pretexto para reflejar en un caleidoscopio los tipos humanos, paradojas e ironías del mundo social inglés.

En el centro de la historia hay una maldición: la gema fue robada de un templo hindú y llevada a Inglaterra por un pariente de los Verinder, pese a que una leyenda prometía el infortunio a quien la tuviera. Los monjes del templo y sus herederos se han propuesto no descansar hasta recuperarla y la joya llega como un regalo envenenado para Rachel Verinder, cuando cumple dieciocho años.

En la noche de la fiesta, cuando ya es claro que dos primos la pretenden por esposa, la gema desaparece de la mansión. A partir de entonces se pone en marcha una investigación que reúne el enigma lógico y el melodrama amoroso a través de sospechas que siembran la discordia, innumerables conjeturas, y una sucesión de acontecimientos que crean en el lector una impostergable necesidad de avanzar sus páginas en busca de la verdad escondida.

Como en la mayoría de las novelas de misterio, la revelación final queda un tanto deslucida frente al abanico de problemas desplegados. Es que la mayor virtud del género radica en la multiplicación de los secretos, en su inteligencia y atractivo, antes que en el descubrimiento de las motivaciones del delito o el crimen, inevitablemente sencillas, como las debilidades humanas. Puede el lector desesperar por conocer la verdad, pero el goce de llegar a ella nunca es superior al de mantener la conciencia en ese estado de suspensión y expectativa, propio del deseo. En su dosificación literaria, Collins revela su genialidad y maestría.

EL RELATO Y LA ACCIÓN. El recurso epistolar de la obra ofrece también una retórica típica de la literatura decimonónica. Es particularmente feliz el modo en que, en distintos momentos, Collins hace coincidir el tiempo del relato con el tiempo de la acción dramática, generando un juego de complicidades con el lector. "En verdad, lamento mucho obligarlos a permanecer a mi lado y junto a mi silla", dice Betteredge en un momento insulso de su narración. "Un anciano que se halla adormecido en un soleado patio trasero nada tiene de interesante, lo reconozco. Pero las cosas habrán de ser puestas cada cual en su sitio, de acuerdo con lo realmente ocurrido, y les ruego que prosigan andando a paso lento junto a mí, mientras aguardamos a Mr. Franklin, que arribará en las últimas horas del día".

En otras ocasiones, es la apelación a un figurado orden de realidad lo que involucra al lector. "Si alguna vez han pertenecido ustedes a alguna Sociedad de Damas de Caridad, conocerán, sin duda, a Mr. Ablewhite tan bien como yo". Estas viejas armas de la novela funcionan en la prosa de Collins con riguroso encanto, y no deja de ser asombroso que su eficacia permanezca intacta. Naturalmente, ningún lector montevideano vivo tiene una remota posibilidad de conocer a los personajes que rondaban las sociedades caritativas de Londres del siglo XIX. Pero tampoco los lectores londinenses de entonces se toparon con Mr. Ablewhite en la calle, como no fuera por un sutil parecido. Se trata de la invitación a un juego en el que la realidad imita a la ficción. El lector que quiera ser engañado con inteligencia, encontrará en La piedra lunar un gran placer. Su mayor virtud es que no se parece a otra realidad que a la de la mejor literatura.

LA PIEDRA LUNAR, de Wilkie Collins, Claridad, 2010. Bs. As, 478 págs. Dist. Aletea.

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