Rumiantes en la crisis

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El País

Oscar Brando

EL 3 DE ENERO de 1986 Mario Levrero daba inicio a sus "Apuntes bonaerenses". Jugando a su juego, el diario (eso era, más o menos) comenzaba rotundo: "Abrí la puerta". El final del párrafo que ocupaba el primer día se cerraba: "Abrí la puerta y me quedé allí esperando".

Más de veinte años después podríamos preguntarnos si ese gesto de Levrero no era la advertencia de una de las líneas de tensión del tiempo narrativo por venir en la literatura uruguaya: se anticipó a su propia obra futura y marcó la de aquellos que conformaron su círculo; pero coincidió, involuntariamente, con otras modalidades de escritura subjetiva cuyo origen parecía muy diverso.

En los "Apuntes bonaerenses" Levrero desplazaba, para usar un término suyo, aquella maquinaria imaginativa, a veces paródica y experimental, de sus libros anteriores y se internaba en un vasto recorrido autorreferido cuyas estaciones principales iban a ser "Diario de un canalla", El discurso vacío y la póstuma La novela luminosa; o, mejor, aquella parte de ese libro que no era precisamente "novela luminosa" sino búsqueda desesperada del sentido de una vida que, en Levrero, suponía el sentido de una escritura. Montajes, fusión y síntesis de recursos ponía en práctica Levrero como paradigma de un período de tránsito. Había llegado a la literatura cuando el arte todavía se concebía como redención de un mundo imperfecto. A su espalda dos grandes maestros, Onetti y Felisberto Hernández, le habían mostrado que la puesta en abismo de la escritura resultaba un camino de revelación, sacralizaba al escritor, lo convertía en el sacerdote de una religión laica. En la "entrevista imaginaria" que Levrero se hizo a sí mismo se confesó, verdad o no, que en momentos de crisis literaria "El Escritor" se le aparecía en sueños. "En el sueño no se dice de modo explícito, pero al despertar sé que ese hombre es Onetti". De Cervantes al deicida, como Vargas Llosa llamó a García Márquez, la novela había fundado la posibilidad de otro mundo, su invención completa.

Pero otra cosa esperaba tras la puerta entornada de los "Apuntes bonaerenses". Si regresáramos a la "entrevista imaginaria" encontraríamos que Levrero declaraba que, al mismo tiempo que a Onetti, leía a Leo Maslíah; y que veía que Maslíah estaba tratando de reventar la literatura, y que eso era sano, pero que se sentía ya demasiado viejo para que no le doliera. Levrero dudaba, no se resignaba a abandonar el sentido órfico de la creación, el del escritor que se condena porque no tiene más remedio que mirar el fondo del infierno; pero también asistía, y no era insensible, a la demolición de la compleja edificación de una novela total. En él se producía una interferencia entre una zona de alta densidad simbólica (casi psicoanalítica en su caso) con una zona de nulo simbolismo en el que la experiencia del escritor se desnudaba, transparente, en las páginas de su "querido diario".

Preguntas. El gesto de Levrero es uno de los tantos que, en la literatura uruguaya, consigue verse como desmontaje de una gran ilusión restauradora. La narrativa, en años de dictadura, había creado sus mundos imaginarios en los que alienarse positivamente de los horrores o silencios de la realidad. No se aspiraba a copiar la realidad (tampoco se podía) sino a levantar una construcción vicaria que nos permitiera pensarla. Pero ¿qué iba a pasar cuando se recuperara la libertad, ese bien tan anhelado por la creación artística? Fracturar los silencios, abatir las censuras, liberar los sentidos eran consignas, algo soberbias, que encarnaban los cometidos imprescindibles, las necesidades urgentes. Y sin embargo ¿era posible un retorno a la palabra iluminadora, a los signos tribales que fueran rehaciendo la comunicación perdida? ¿Estaba indemne la palabra, aún conservaba aquel lugar?

La Historia contada. Si tradujéramos los géneros narrativos en actitudes sociales podríamos decir que mientras el testimonio indagó los relatos inmediatos que no habían sido dichos, la novela histórica remontó más atrás la memoria social. Fueron dos reparaciones, dos intentos refundadores, en diferente clave, del mismo "ritual de la memoria". La novela histórica, muy llevada y traída en todos estos años, acudió a esas "mitologías de ausencia" que la escritora y antropóloga Teresa Porzecanski definió como "construcciones ficcionadas tendientes a hacer notar un lugar vacío dentro de la elaboración de una identidad nacional considerada incompleta y no exenta de cierto sentimiento de culpa colectiva". Es la excavación imaginaria de un origen que se trae al presente como pérdida. Con un prodigioso anacronismo la cuestión étnica, que había pesado mucho en la configuración de las naciones americanas (los centenarios de las independencias habían revisitado el tema) y poco en la uruguaya, se recuperó como problema en el codo final del siglo XX. Salsipuedes (la matanza de indios a manos de tropas gubernamentales, en 1831), como circunstancia emblemática, dio origen a una instalación de Nelbia Romero, en 1983, a una obra de teatro de Alberto Restuccia en 1985, a una novela de Tomás de Mattos, Bernabé, Bernabé, en 1988, si no se agregan todos los debates neoindigenistas, decenas de libros y la repatriación de los restos charrúas en plena crisis del 2002.

Biografías y autobiografías, falsas y verdaderas, acompañaron estas reconstrucciones de la historia: Artigas, por supuesto, compareció a la cita. Con exigencia documental Carlos Domínguez escribió El bastardo, un relato barroco de la vida de Roberto de las Carreras y de su madre Clara. Omar Prego creó su Delmira, mientras Hugo Achugar intentó dar cuerpo a la figura fantasmal de Blanca Luz Brum.

El testimonio, dando por descontado que lo incorporamos al sistema narrativo, tuvo en estas dos décadas distintos momentos e intensidades que han sido insistentemente descritos. Desde Las manos en el fuego (1985) de Ernesto González Bermejo hasta Oblivion de Edda Fabbri y La tienta de Ivonne Trías, ambas del 2007, hay una historia entera imposible de resumir en pocas líneas. Se sostuvo, aunque no siempre, sobre el simulacro de la oralidad; reprodujo, rehizo, inventó si fue preciso la expresión no ficcionada (carta, diario, conversación, desgrabación, reconstrucción forense). Las cartas que no llegaron, de Mauricio Rosencof fue uno de sus mejores logros. Anexo al testimonio los libros-reportaje de María Esther Gilio y Miguel Ángel Campodónico, por citar dos casos destacados, contribuyeron a rescatar el pasado reciente.

El furgón de los locos, de Carlos Liscano (2001), Memorias de una derrota de Jorge "Tito" Martínez (2003) y los más recientes de Fabbri y Trías intentaron rescatar las formas estéticas de cómo se cuenta el pasado en el presente y con ello trazar, en lo posible, los límites epistemológicos de la memoria.

Los procesos secretos. Debería agregarse que, aunque no persiga una "verdad exterior", el relato testimonial tiene el cometido de fabular una verdad interior, a la que, por facilidad, llamamos construcción de una identidad. Esta justificación del yo, que no a otra cosa aspira el discurso autorreferido, es frente a los otros. Si esa comunicación falla el lector es ahogado por una escritura que se cierra sobre sí misma como proceso terapéutico.

Muchos que partieron hacia búsquedas interiores, ya como procesos introspectivos o como espejamientos en el mundo (una descripción minuciosa que me revela) no alcanzaron a comunicar las perplejidades del yo en construcción. En ese punto flaqueó una línea de trabajo que fue identificada con los seguidores de Mario Levrero y dio origen a varias de las muestras de una colección que se llamó "Los flexes terpines". Pero se estarían sobrevalorando las consignas de un taller de escritura si solo a ellas se atribuyeran los "experimentalismos" de las dos antologías de narradores jóvenes publicadas en los últimos meses: El descontento y la promesa y Esto no es una antología. Es de presumir que tanto el abuso de la primera persona como la "mala escritura" son dos conductas estéticas, dos modos que una nueva antropología literaria propone. No hay sacralidad de la escritura ni del escritor, mucho menos de las cosas que están allí.

Preguntado por Guillermo Saavedra acerca de la participación de lo autobiográfico en sus libros, responde Bioy Casares: "Le diría que sin experiencia de vida no se puede escribir. Ahora, de ahí a entender cómo las aprovecha uno, creo que casi no hay tiempo para eso. Si uno tratara de desentrañar esas cosas, no podría seguir escribiendo". Y Silvia Molloy, interrogada por la circunstancia autobiográfica de su novela En breve cárcel, contada en tercera persona, argumenta: "Yo prefiero… no componer la figura con la memoria sino descomponerla, refraccionarla, desfigurarla digamos. (…) Es sin duda una autobiografía oblicua; pero toda escritura es una autobiografía oblicua ¿no?".

Sirvan las dos citas para exponer otra posibilidad que tuvo su espacio en la narrativa reciente: la que evitó el desborde autobiográfico, la que, sin renegar de las evidencias que describen Bioy y Molloy, apostó a la tensión de una escritura de reflexiva opacidad. Los dos ejemplos más notables, no los únicos, serían Alicia Migdal y Pablo Casacuberta: sus procedimientos los distancia, lo hipnótico de sus estilos los emparenta.

Estos apuntes injustos y apurados no debieran olvidar proyectos narrativos que se desarrollaron durante estos años. Hugo Burel, Juan Carlos Mondragón, Fernando Butazzoni prodigaron una obra vasta y arriesgada, apostando tanto a la imaginación como a la reescritura y al deslizamiento entre el ensayo y la novela. Hugo Fontana cruzó experiencias vitales con obsesiones literarias y creó una Toledo fantasmal que nutrió una sólida literatura. Mario Delgado, otra vez Trujillo, Marisa Silva, Roberto Appratto se jugaron a ficcionar la dictadura, recrear sus climas, sus angustias, sus absurdidades. Y en constelaciones excéntricas Juan Introini, Roberto Echavarren, Ércole Lissardi y un largo etcétera nos sacudieron de nuestra siesta municipal y espesa.

Veinte años. La narrativa hizo intentos de dejarse ganar por los géneros, los lenguajes mediáticos, la visualidad clipeadora recién estrenada. Si la imaginación recorría el camino de la ficción científica, si la historieta se transformaba en cómic, si éramos capaces de perfilar un modesto género negro montevideano entonces concertábamos los relojes universales, definitivamente quebrábamos el escalón entre la alta y la baja cultura. Nada era exactamente así. Los intentos de fundar revistas y clubes de ciencia ficción naufragaban una y otra vez. No había forma de injertar como popular en la literatura lo que en otros medios circulaba como cultura de masas. Los intentos fueron decayendo. Ana Solari, una de las representantes de ese primer período de fantasía científica, se fue desplazando hacia formas cada vez más sofisticadas del relato.

La entrada abrupta de la cultura cosmopolita, la invasión del mercado en los felices noventa nos situó ante el abismo. Contra cualquier proyecto de imaginación desatada quiso imponerse un programa de diseño gráfico de la fantasía. A contracorriente, algunos escritores se siguieron animando a indagar zonas oscuras: el Polleri de Carnaval, Henry Trujillo, la Andrea Blanqué de La piel dura, Daniel Mella en sus dos primeras novelas. Cierta novela negra, o cínica, o nocturna, climas de encierro y opresivos siguieron advirtiendo que no era prosperidad todo lo que relucía, que los tiempos parecían esconder la profunda desagregación social.

Hay que pedirle prestada a otra forma narrativa, la del guión cinematográfico, la mejor síntesis del estado de ánimo de nuestra colectividad en el comienzo del siglo. Fue la última escena de la película 25 Watts. Al final de la larga peripecia de fin de semana, los tres protagonistas se separan: uno queda entrampado en el camino incierto de la droga mientras los otros dos, fijados frente al eterno murito, se van, sin mayores certezas, uno para cada lado de la cámara. Se vio públicamente en el estreno del 1º de junio del 2001, pero la sensación de desamparo, desorientación y pérdida que rezumaba esa escena no solo condensaba el pasado y el presente: como eso que se ha llamado "estructura del sentir", decía algo que no se veía aún con precisión.

Al final, la crítica. No respondimos a la pregunta lanzada al principio de estas anotaciones: ¿qué se esperó de la literatura una vez concluida la dictadura? ¿Qué pudo ser y no fue, y qué no pudo ser de ninguna forma aunque lo hayamos creído posible? Un camino de respuesta había presentido Ángel Rama antes de su muerte. Rama, aún anclado en viejas jerarquías, insinuaba que había que prepararse para salir del proyecto de la modernidad: sus lecturas de Walter Benjamin, su revisión de una cultura que ya no se sostuviera en la ilusión ilustrada adelantaban la crisis del pensamiento moderno. Y sin embargo…

Los lenguajes simbólicos (esas extrañas combinaciones que formalizan una ventana al abismo) no han desaparecido y siguen siendo ellos, creo, los únicos capaces de condensar sentido y de generar reflexión. La colonización del informativo, el avance del reality show, la espectacularización de la vida, todos esos desórdenes que, sin duda, dominan nuestra cultura, no han podido esconder que la revelación del Caos se hace a través de un Cosmos (Castoriadis dixit) que nos deja comprender la realidad y, por qué no, cambiarla.

Es papel central de la crítica, quizá su última misión, ayudar a rescatar aquellas manifestaciones que todavía dejan espacio al pensamiento. Si todo vale lo mismo porque es la realidad misma o porque no es "democrático" distinguir alto y bajo en la cultura; si no es posible decir sí a algunas cosas y no a otras (y esto no revela una actitud iluminada sino la sintonía con los sí y los no que el artista ya ha oído), hemos perdido el siglo sin aprender nada. Siempre puede mutar el sapo en príncipe: hay que tener el poder de hacerlo. Se puede atravesar la trivialidad, se puede convertir lo inmediato en representación creativa, se puede transformar el discurso forense (lo hizo Bolaño), el íntimo (lo hizo Levrero), el mediático (lo hizo Manuel Puig y ahora Dani Umpi) en artefactos de significación. El problema es la abrumadora cantidad de lo otro. Pero, bueno, a eso iba: para ese cernir debería servir, de una vez por todas, la crítica.

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