¿Qué es Roma?

 20090402 Cultural 360x300

Federico Fellini

COMO MUCHO puedo intentar decir qué pienso cuando oigo la palabra "Roma". Me lo he preguntado a menudo. Y, más o menos, lo sé. Pienso en una jeta rojiza que se parece a Sordi, a Fabrizi y a la Magnani. Una expresión pesada y pensativa por exigencias gastrosexuales. Pienso en un meridional moreno y fangoso, en un cielo amplio, despejado, de telón de fondo de ópera, con colores violetas, con resplandores amarillentos, negros, plateados: colores fúnebres. Pero, a pesar de todo, es un rostro reconfortante. Reconfortante porque Roma te permite todo tipo de especulación en sentido vertical. Roma es una ciudad horizontal, de agua y de tierra, tumbada, y por eso es la plataforma ideal para vuelos fantásticos. Los intelectuales, los artistas, que viven siempre en un estado de fricción entre dos dimensiones distintas -la realidad y la fantasía- encuentran aquí el impulso adecuado y liberador de sus actividades mentales: con la comodidad de un cordón umbilical que les mantiene sólidamente amarrados a la concreción. Roma es una madre, y es la madre ideal porque es indiferente. Es una madre que tiene demasiados hijos, y por lo tanto no puede dedicarse a ti, no te exige nada, no espera nada de ti. Te acoge si vienes, te deja ir cuando te vas, como el tribunal de Kafka. En esto hay una sabiduría antiquísima: africana casi, prehistórica. Sabemos que Roma es una ciudad cargada de historia, pero su sugestión reside precisamente en ese no sé qué prehistórico, primordial, que aparece claramente en algunas de sus perspectivas, infinitas y desoladas, en algunas ruinas que parecen restos fósiles, óseos, como esqueletos de mamut.

Se sobrentiende que esta comodidad tiene sus lados negativos, y aunque es verdad que en Roma hay poquísimos neuróticos, también es verdad, como sostiene el psicoanálisis, que la neurosis es providencial porque sirve para descubrirse a uno mismo en profundidad; es como arrojarse al mar para encontrar el tesoro escondido de los cuentos; obliga al niño a convertirse en adulto. Esto, Roma no lo hace. Con su barriga placentaria y su espectro maternal evita la neurosis pero impide también el desarrollo, la verdadera maduración. Aquí no hay neuróticos, pero tampoco adultos. Es una ciudad de niños desgarrados, escépticos y maleducados; incluso un tanto deformes psíquicamente, pues impedir el crecimiento no es natural.

Por ello también, hay en Roma ese apego a la familia. Yo nunca he visto una ciudad en el mundo donde se hable tanto de los parientes. "Te presento a mi cuñado. Este es Lallo, el chiquillo de mi primo". Es una cadena: se vive entre personas muy circunscritas y muy reconocibles por un dato biológico común. Viven como nidadas, como camadas.

Y Roma sigue como la madre ideal, la madre que no te obliga a comportarte bien, incluso esa frase tan común - "Pero, ¿qué te crees? ¡Tú no eres nadie!"- es reconfortante. Porque en ella no sólo hay desprecio, sino también una carga liberadora. No eres nadie, por lo tanto también puedes serlo todo. Todavía se puede hacer todo. Se puede partir de cero.

Insultada como ninguna ciudad, Roma no reacciona. El romano dice: "Ni que fuera mía, Roma". Esta anulación de la realidad que efectúa el romano cuando dice "¡Y a ti que te importa!", nace tal vez de que teme algo o del Papa, o de la gendarmería, o de los nobles. Se encierra en un círculo gastrosexual. Sus intereses son, por ello, limitadísimos. En realidad, a fuerza de no mirar uno se vuelve ciego, ya no puede ver más.

En algunos arrabales populares, para decir "¿Cómo estás?", te dicen muy serios "¿Has cagado esta mañana?". En los primeros tiempos que estaba en Roma, esta pesadez y esta mala educación eran una fuente de carcajadas. Por ejemplo, los dependientes de un comercio que te miran con fastidio porque has entrado a perturbar su vacío, su inercia. O bien, cuando preguntas dónde cae una calle, los silencios, la reflexión acerca de cuántas palabras hacen falta para responder. No quieren ser molestados en esa especie de letargo.

Algunas cosas son comunes a los plebeyos y a los aristócratas: el culto a la mamá, por ejemplo. La aristocracia romana es campesina, latifundista, producto del papado. Mirándolas bien, las aristócratas romanas son parecidas a las porteras. Incluso pasando por alto la ostentación del dialecto, el tipo de discurso es idéntico tanto en los plebeyos como en los aristócratas. Da la sensación de moverse en un cementerio de muertos que no saben que lo son. El sentimiento que se tiene entre ellos es el embarazo: no se sabe de qué hablan, hacen preguntas mortificantes, no leen. (...)

En definitiva, la impresión resumida de esta ciudad es una: la ignorancia. Roma está habitada por un ignorante que no quiere ser molestado y que es el más alto producto de la iglesia. Un ignorante que ama a la familia. Este tipo de hombre está tan gangrenado por la propia condición secular que cree que sólo se debe y se puede vivir así. Un grotesco niñazo que tiene la satisfacción de ser continuamente azotado en el trasero por el Papa.

El autor

FEDERICO FELLINI (1920-1993) es uno de los cineastas centrales del cine italiano. Entre sus películas puede citarse La strada, La dolce vita, Ocho y medio, Casanova, Roma, Amarcord. En su primera etapa fue asistente de Roberto Rossellini, y colaboró en publicaciones periódicas con sus dibujos entre grotescos y humorísticos, que siguió haciendo durante toda su vida. En su libro Hacer una película (Paidós) elabora un texto que es un cruce de datos de manual cinematográfico con recuerdos, anécdotas o pequeños ensayos, como esta visión de Roma.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar