Ponerse los pantalones

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Andrea Blanqué

CUALQUIER PASEO por Montevideo llevará a una conclusión: la prenda que recubre el 50% del cuerpo humano es mayoritariamente el pantalón. Hombres y mujeres. Niños y niñas. Qué hay arriba de él ya es más variado: puede ser una camisa y una chaqueta, una musculosa, un buzo de lana tejido por la abuela, una campera de cuero y hasta un torso desnudo, como a veces se ve en verano en los chicos.

El pantalón se ha ganado la parte inferior de los cuerpos, aunque lleguemos a 35º y ello pueda parecer una contradicción. Es verdad que Uruguay, con su inclemente invierno, con abundantes tormentas, hace que el pantalón proteja más de los vientos y humedades que llegan desde el Atlántico y la Pampa.

Uruguay no ha hecho más que continuar la tradición mundial de virar hacia una indumentaria que antes del siglo XVIII prácticamente no existía. Recuérdense a los griegos y a los romanos, con sus túnicas a primera vista unisex, o sus togas. Los romanos se reían de los lejanos galos que utilizaban una prenda similar al pantalón.

Durante siglos, el pantalón de tela basta fue usado solamente como prenda propicia para determinados trabajos duros: lo llevaban marineros o campesinos. Aunque dada la miseria reinante de las clases bajas, lo más probable es que se llevasen harapos.

En Venecia, sin embargo, estaba la costumbre de llevar una vestimenta bifurcada, que cubría cada pierna con un tubo de tela estrecha. Como los venecianos rendían culto a San Pantaleón, la prenda típica de esta ciudad tan visitada era llamada pantaloni, lo cual fue popularizado por uno de los personajes de La Commedia dell`arte, Pantaleon.

SANS-CULOTTES

CON PANTALÓN. Antes de la Revolución Francesa, los hombres aristócratas llevaban un "calzón" que llegaba a los muslos, sujeto a las rodillas, y medias de seda que insinuaban sensualmente la musculatura de las pantorrillas. Pero esta prenda sofisticada y acompañada de otros elementos lujosos -que acercaban el vestuario de un hombre a los recargados vestidos femeninos- tuvo que ser casi abandonada en la última década del siglo XVIII, al menos en Francia, ya sea para escapar, o para camuflarse entre el pueblo. Los aristócratas, sobre cuya cabeza se cernía la guillotina, preferían olvidar la moda y adoptar la indumentaria de los temibles sans-culottes,las hordas justicieras que, llenas de resentimiento, recorrían las calles de París con sus pantalones de trabajo, o con las piernas desnudas por la pobreza, más una pica en la mano. Hay dibujos que demuestran que en la pica se clavaba a veces una rubia cabeza. En efecto, también en Francia, los ricos -sin peluca- eran rubios, y los pobres, morochos.

EL PANTALÓN ES POLÍTICA. Llevar calzón hasta la rodilla o pantalón fue debatido por los revolucionarios: los sans-culottes, en la Convención, eran ruidosos y así iban vestidos, reivindicando el poder del pueblo desarrapado. El retrato del primer diputado negro francés, un afrodescendiente liberto de las colonias francesas del Caribe, lo muestra elegante, con una chaqueta azul y un pantalón de cuero claro bastante ajustado. Es curioso ver cómo el pintor, a pesar de la dignidad que le da al personaje, no puede dejar de caer en el estereotipo imperante sobre el tamaño de los genitales africanos, dibujando con mayor visibilidad debido a la nueva prenda.

Las mujeres revolucionarias a veces se travistieron de hombre para camuflarse entre la masa, o para ir al frente a defender a la Revolución contra el absolutismo. El libro de Christine Bard, a partir de la "libertad, igualdad, fraternidad", escribe su historia del pantalón prácticamente refiriéndose al sexo femenino. Para la autora, el hecho de no haberse permitido a las mujeres usar pantalones y que ellas lo hicieran clandestinamente, es un ejemplo perfecto de las diferencias de género que la sociedad ha impuesto a las mujeres. El hecho de usar falda es cultural y no biológico.

Las mujeres se travistieron a menudo utilizando el pantalón, contraviniendo la ordenanza napoleónica de 1800, que les prohibía su uso, salvo autorización de la policía de París por motivos de salud. Era el caso, muy excepcional, de las mujeres barbudas, que sufrían agresiones si usaban faldas. Pero muchas mujeres se percataban de las ventajas del pantalón, aun antes de George Sand y su argumentación a favor de su uso en Historia de mi vida.

Los ejércitos siempre han tenido intervención de mujeres, ya sea como enfermeras, enlaces, o prostitutas que los siguen. Bard cita el caso de una mujer que, muerto su marido en la batalla, usó su uniforme militar para luchar por sus ideales igual que él. Pero en las revoluciones, la presencia de mujeres es más frecuente. Durante la Revolución Francesa, y en las de 1830, 1848 y sobre todo en la Comuna de 1871, hubo mujeres que se mezclaron con los hombres, y entonces era más fácil hacerlo en pantalón y pelo corto.

Las ventajas según Bard son notables: la mujer que sustituye la falda por el pantalón tiene mayor libertad de movimientos, mayor protección frente al frío, caídas y quebraduras, y menor posibilidad de violaciones. El hecho de "parecer" un hombre en un mundo de hombres también previene el acoso sexual. La autora cita el caso de una muchacha que realizó un larguísimo viaje en navío como joven sirviente, aplastándose los pechos con una venda. Ningún marinero se dio cuenta, pero al arribar a Tahití, los isleños se percataron de que ella era una mujer.

Durante el siglo XIX, la puja por el pantalón femenino es paralela a las luchadoras sociales por los derechos de las mujeres, a quienes Bard no duda en llamar "feministas", y no protofeministas, como es usual. Pero las activistas que pedían el sufragio femenino y denunciaban constantemente la violencia doméstica y la inequidad de las leyes, no siempre estaban de acuerdo con el discurso de las travestidas militantes. Mientras que estas últimas se disfrazaban de hombre -llegando a defender la androginia, como Colette- porque consideraban que todo lo femenino era subestimado por la sociedad y que si se deseaba poder, había que virilizarse, las feministas lucharon contra este estereotipo y reivindicaron la especificidad femenina. Reclamaban igualdad ante las leyes, pero no renegaban de su condición de mujer: por el contrario, como muchas feministas lo hicieron a lo largo del siglo XX, defendían la superioridad moral de la mujer, quien se ocupaba de los niños, los ancianos, y no caía en la violencia ni el alcholismo.

Al parecer, George Sand no fue la única escritora que se vistió de hombre para callejear por París y de elegante dama para acudir a los bailes. Ella fue una pionera, desde niña, cuando con sus primas se trepaba a los árboles en pantalón bajo el beneplácito de la abuela. Pero muchas artistas lo hicieron. Pronto llegaron noticias a Francia de las mujeres americanas, que se adentraban en los inmensos territorio desconocidos del salvaje Oeste, por motivos obvios, en pantalón (incluso con los recién inventados vaqueros). Las inglesas, fanáticas de la equitación, usaron el pantalón precozmente.

ALUVIÓN DE PANTALONES. El siglo XX es estudiado por Christine Bard siguiendo la tradición de mujeres casi hombres del siglo XIX, reafirmada por la tecnología: aparecen mujeres conductoras, la bicicleta se populariza, las mujeres aviadoras surgen por doquier, las enroladas en los ejércitos de la primera y segunda guerra mundial cumplen funciones clave, como el uso de la radio. Bard, como buena académica, debe rendir peaje a las modas intelectuales y se detiene de más en lo queer,aquello que estudia el transgénero en los últimos tiempos. Cita mujeres que se hacían voluntariamente la mastectomía.

Pero en la segunda mitad del siglo XX el triunfo de la mujer en pantalón es imparable. Aunque los dorados 50 enfatizaron la femineidad de los cuerpos de las mujeres flor, con sus grandes faldas, retorno al corset y gran escote (Marilyn), ya comenzó el uso del pantalón pescador y pelo corto a lo Audrey Hepburn. Los 60 fueron definitivos con mayo del 68. ¡Prohibido prohibir!, por ejemplo, el uso del pantalón, (aunque nunca fue derogada la ordenanza de 1800). En los 70 los grandes modistos sabían que debían incluir al pantalón en sus pasarelas, pero aún hay zonas de la moda en donde está muy mal visto. La directora de la revista Elle prohibía a sus trabajadoras ir en pantalón, los jueces no aceptaban que las testigos declararan con esta prenda y hasta las diputadas causaron un escándalo cuando comenzaron a presentarse así. La primera diputada que lo hizo en Francia fue una joven comunista. Los policías le negaron la entrada, pero los políticos no se animaron a expulsarla.

Hoy, en la Francia de inmigración musulmana, lo transgresor es que las chicas usen falda, y no pantalón. En los barrios periféricos de París, llenos de inmigrantes, las chicas van de pantalón jogging, ocultando el cuerpo lo máximo posible. Es un equivalente del velo versión occidental. Ir de pollera es exponerse a que los musulmanes les griten "putain!" y que las agredan físicamente. En este sentido, es ejemplar la película ambientada en un liceo pobre de París, El día de la falda, protagonizada por Isabelle Adjani.

A pesar de su amenidad y erudición, el libro de Bard peca de dos errores ideológicos. En primer lugar, su ombliguismo francés; salvo algún párrafo, el resto del mundo no existe. En segundo lugar, su defensa política del pantalón olvida que, siglos atrás, y aun hoy, la pollera larga y holgada tiene muchos beneficios para el cuerpo de las mujeres. Bien lo supieron las hippies.

Orinar en la libertad de los campos es más fácil en falda larga, sin hacer públicas las partes íntimas. La incómoda menstruación puede camuflarse mucho más fácilmente con amplias polleras que con un apretado pantalón, cuando no hay tampones ni toallitas. Un pronunciado embarazo es más llevadero. Y finalmente, no hay que olvidar los partos súbitos, antes de las ecografías, que llegaban por ejemplo cuando las mujeres estaban recogiendo uvas. Difícil con pantalón.

Pantalones uruguayos

COMO TAMBIÉN sucedió en Francia y en aquellos países adonde se extendió la modalidad hippie,a fines de los años 60 y comienzos de los 70, el pantalón se impuso entre las nuevas generaciones de chicas uruguayas, con gran preponderancia del vaquero. Pero las generaciones anteriores no siempre estaban de acuerdo con los gustos de las jóvenes. Las escuelas han sido a menudo un factor disciplinador importante, donde las niñas se han debido acomodar a los estereotipos de género. El término "machona" era frecuente en el argot juvenil si la niña llevaba pantalones y trepaba a los árboles o jugaba con varones en la vereda.

En pleno auge del rock and roll, esta cronista debió obedecer a una maestra que, en pleno invierno de viento y lluvia, exigía que las alumnas llevaran pollera debajo de la túnica plisada, de cinta atrás -que los niños desataban como travesura-. La maestra decía que las niñas debían ser prolijas y femeninas. Ante la protesta de muchos padres que acostumbraban a proteger las piernas de sus nenas con blue jeans afelpados por dentro (de industria uruguaya), la maestra contraargumentaba que se llevaran a cambio medias can-can de lana.

Durante la dictadura, el uniforme en los liceos públicos no se utilizó para igualar democráticamente (como hoy muchos argumentan para el retorno del uniforme), sino que fue más que nada una terrible forma de educar en la sujeción a normas estrictas y asumir el poder jerárquico. Las chicas debían concurrir a clases con pollera gris, buzo azul, insignia y corbata. El detalle más sintomático del abuso que sufrieron las adolescentes en esos años fue que los porteros (verdaderos informantes) debían vigilar que la pollera de las alumnas no subiera más arriba de las rodillas. Por lo cual podían (y lo hacían) exigir que la chica se arrodillara ante el funcionario: si los bordes de la pollera llegaban al suelo, entonces se podía entrar y concurrir a clase; si no, se debía retornar a casa.

La transgresión de las adolescentes consistía en esconder en la cintura un alfiler de gancho, y una vez pasada la puerta, en el interior del liceo, subir la cintura de la prenda hasta dejar ver unos vigorosos muslos.

A pesar del retorno a la democracia, aún hoy es posible distinguir en las salas de profesores dos estilos de docentes: unos más juveniles e informales, y otros que se dividen en hombres de traje y corbata y mujeres de indefectible pollera. Eran -y son- los docentes que, en función de su pluriempleo, trabajan en algunos colegios privados donde las autoridades observan con detenimiento la indumentaria del empleado, como en tantas empresas.

En la actualidad, muchas mujeres que trabajan son inducidas por sus empleadores a llevar traje sastre y taco alto, permanecer maquilladas y pasar por la peluquería. Aunque la vestimenta individual no está establecida dentro de la Constitución, ella bien se puede inferir del concepto de igualdad que la Carta Magna otorga a los ciudadanos.

En efecto, el derecho a que las mujeres puedan usar pantalón se enmarcaría dentro de la libertad individual, que forma parte de los derechos humanos.

Lo curioso es que, mientras las adolescentes concurren al liceo público y usan en su vida cotidiana un modo sumamente unisex, de perpetuos vaqueros o joggins, en Uruguay las chicas que salen a bailar utilizan ajustadas minifaldas que les impiden el movimiento, más tacos inverosímiles que incluso no se toleran al caminar por las calles, y menos aun para bailar. Es común ver alrededor de las salas de fiestas, en la vereda, adolescentes descalzas con sus muy elevados zapatos en la mano.

Por su parte, la bermuda (o pantalón corto) para hombres, está prohibida en los liceos. Al parecer, no es correcto que el adolescente muestre sus flamantes vellos en las piernas.

HISTORIA POLÍTICA DEL PANTALÓN, de Christine Bard. Tusquets, 2011. Barcelona, 381 págs.

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