Juan de Marsilio
LA NOVELA policial debe ser breve y ágil, para que el lector avezado no ate cabos antes de que el autor revele el enigma. A la vez, debe ser lo bastante extensa para que el lector pueda ver en acción al "detective" y apreciar la psicología del personaje. Casi seiscientas treinta páginas de novela policial son algo atípico y riesgoso, pero este uruguayo radicado en Cuba ha probado varias veces -sobre todo en "El ojo de Cibeles", publicada aquí en los `90 como El ojo dindymenio- que puede escribir buenas y atípicas novelas policiales. Aparte de un público fiel, su labor le ha valido los siguientes premios: "Dashiell Hammett", en España, "Planeta - Joaquín Mortiz", en México, "Casa de las Américas" y el "Alejo Carpentier", en Cuba, "Edgar Allan Poe", en los Estados Unidos y el Premio de Narrativa del Ministerio de Educación y Cultura, en Uruguay.
La fuerza de este texto está en los personajes, los ambientes y las costumbres, más que en la intriga.
En efecto, un lector habitual del género puede sospechar que la muerte "accidental" del Don Ángel Blanco es un asesinato, así como también suponer con certeza el autor y el móvil. Pero resultan impagables los trabajos de Chechita, la viuda de Don Ángel, para descubrir y luego castigar al culpable, usando como oráculo un "Método para cortar patrones del vestir femenino y confeccionarlos", pues ella ve el mundo con ojos de costurera y se entiende a su modo con "el Divino Modisto".
La otra protagonista femenina es Olga Karaguina, una princesa rusa emigrada, devenida -bastante a su gusto- prostituta fina, sin perder por ello un ápice de su aristocracia. Ni de la superstición adquirida en la Corte de los últimos zares: cree a pie juntillas que Rasputín era un santo, no a pesar de su lujuria -que Olga experimentara a sus diez años- sino precisamente por ella.
Como en otros textos de Chavarría, el erotismo es un ingrediente de importancia. Llega de su "Petit Bordel" parisino a la Ciénaga de Zapata -la zona más insalubre y pobre de Cuba- tras varias andanzas y emparejada con Don Eduardo Vélez Troych, terrateniente y prohombre de esa comarca, aunque fuera de ella se dedique a otros negocios.
Chechita y Olga -cuyos ambientes, tan disímiles, el autor describe con amenidad y vividez- contrastan en todo menos en dos puntos: son mujeres de fe -por más que sus creencias parezcan sin pie ni cabeza- y le guardan un amor sin fisuras a los que quieren: el finado Don Ángel para Chechita, el venerado Rasputín y su hermano Piotr -chiflado y alcohólico- para el caso de Olga. Ambas mujeres y sus mundos mágicos confluyen en la vuelta de tuerca -medio fortuita, medio sobrenatural- que permite hacer justicia y restaurar el equilibrio perdido.
Entre los defectos, hay poco para notar, si se excluye el no dar primacía a la intriga, que es cuestión de gustos. Por ejemplo, Chavarría fecha un desafío de ruleta rusa entre un ancestro de los Karaguin y otro noble en 1810, cuando los primeros modelos de revólver fabricados en cantidad son de 1822 y la primera referencia a algo parecido a la ruleta rusa aparece en el cuento de Lermontov "El fatalista", de 1840.
Resulta un tanto forzado el par de capítulos finales, en los que dos descendientes de las familias de Don Ángel Blanco y de su asesino se enamoran, sin que alcance a salvarlos la reaparición de Doña Chichita, ya octogenaria.
VIUDAS DE SANGRE, de Daniel Chavarría. Alfaguara, Montevideo, 2009. Distribuye Santillana. 626 págs.