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Pablo Casacuberta, o el arte de describir un gran fracaso

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Pablo Casacuberta

ULTIMO LIBRO DEL AUTOR URUGUAYO

En la novela La mediana edad, Casacuberta embiste sobre todo contra la homeopatía.

En literatura debe haber pocas experiencias comparables —para el lector— a la de ser conducido a través de caminos ripiosos y anticonvencionales, y sospechar, sentir y confirmar que el autor no perdió el rumbo ni por un momento. Richard Ford le llamaría autoridad, dominio del arte propio. Pablo Casacuberta (1969) los tiene, y en esta novela escrita en 2016, ganadora del Premio Nacional de Literatura y publicada en 2019, esos elementos brillan desde lejos.

El protagonista y narrador de La mediana edad es Tobías Badembauer, el “alemán”, un hipocondríaco de cincuenta años, enorme, virgen, que no trabaja y vive con su madre, usufructuando una magra pensión militar de un padre muerto sin honores. Puede salir a la calle en pantuflas sin que eso le genere mayor inquietud, pero una palpitación de más lo coloca a las puertas del pánico. A esas características se suma una prolífica vida interior, consistente en reflexionar sobre los asuntos de la existencia, leer a Bécquer, Esopo, Milton, Victor Hugo, y posiblemente a Allan Kardec, fundador del espiritismo. Tanto Tobías como su madre frecuentan la Sociedad Blavatsky procurando sabiduría espiritual; y acuden con frecuencia al homeópata Humberto Svarsky en busca de la salud física. No encuentran ninguna, y sobre ese evidente y magistral fracaso se erige La mediana edad.

Embusteros y profetas.

Por lo menos con dos libros notorios dialoga de forma implícita esta novela de Casacuberta. Uno es Madame Bovary, de Gustave Flaubert, en el que bajo la historia desgraciada de la protagonista se movía el bajo fondo social, con los disfrazados embusteros de siempre. Cuando Emma moría autoenvenenada con arsénico, se disputaban su alma la religión y la medicina, el cura y el boticario, extremos de un espectro de credulidad e ilusión que no le habían servido para nada a la protagonista (quien, por otra parte, no creía en ellos). Tobías sí le cree a Svarsky, pero este no cree en sí mismo. Consciente de su fraude, Svarsky sabe que “todas las formas de la negación, es decir de la fe, tarde o temprano terminan por cobrarnos un oneroso peaje”. También sabe y dice que “La homeopatía no existe. No es una ciencia. No es nada. Es una superchería ni un poco más terrena que un santiguado, pero que tiene el suficiente tintineo de sabiduría arcana como para llenar consultorios con una auténtica tropa de ilusos. Personas inocentes y entusiastas que se matan dejando crecer tumores mientras se zampan alegremente pildoritas de azúcar”. Pero sabe que existe la necesidad y el desamparo, por eso el consejo que le da a Tobías, préstamo psicoanalítico mediante, suena acertado aunque no sea una panacea real ni universal: “Espabílese. Tiene casi cincuenta años. Consígase una novia, forme una familia, deje en paz a su madre y ruéguele a ella que lo deje en paz a usted”.

El otro libro con el que dialoga La mediana edad es La conjura de los necios de John Kennedy Toole; perdidos en sus universos mentales y atrapados en sus mundos físicos, tanto Tobías como Ignatius Reilly no son parte de la “normalidad” (aunque entre ellos sean bien diferentes) y se separan voluntariamente de esta desde una mirada ácida y un lenguaje crítico. Para el lector medio, ambos resultan cómicos en la superficie; desgarradores y angustiantes en el fondo.

En el desfile de averiados que conforma La mediana edad no están solo los timadores profesionales representados por Svarsky (“Iridólogos, tarotistas, rabdomantes, astrólogos”, etc.), también figuran los esposos y esposas adúlteros, los mentirosos, resentidos, dramáticos impenitentes, y egoístas sin remedio. La conciencia de Tobías Badembauer sobre todo eso no puede ser más lúcida ni más políticamente incorrecta y la forma en que lo expresa Casacuberta no puede ser más exacta. “Quería que mi mareo incluyese en su centrífuga al universo entero. Si iba a morir, quería desparramar en torno a mi una porción del huracán que se me había formado dentro”. Personajes huracanados (Tobías, la madre, el homeópata y su mujer y su amante) pero contenidos en discursos —centrales y adyacentes— de impecable estructura. Como antes en Escipión (2012), Aquí y ahora (2002), El mar (2000) o ya en los primeros cuentos en Ahora le toca al elefante (1990), Casacuberta contrapone al desborde de sus criaturas el dominio de su prosa. Prioritario uno para contener al otro.

El rescate escrito

Apenas comienza la novela algo llama la atención y es el tono voluntariamente anticuado del discurso, una antigüedad y en algún caso extranjerismo que remarca a la vez la ajenidad de los personajes, la rapidez con que se suplanta un tiempo con otro y la decadencia de todas las cosas, incluido el lenguaje. El registro verbal de Tobías Badembauer no es cualquier registro sino el de una alcurnia y contención fuera de lugar, una exquisitez que roza la ridiculez, el lirismo desenfocado de un lector ferviente. El narrador lo subraya: “En las tardes de lluvia, apostado junto a una ventana, leía las frases contenidas en aquellos volúmenes de tapas coloridas y lustrosas, y repetía en voz alta palabras como galanteo, idilio o frenesí para que resonasen en toda la casa. Me gustaba imaginar diálogos en los que aquellas ocasionales gemas destellasen de golpe, tan lejos de la grisura del habla cotidiana, y de tal forma que iluminasen en su breve fulguración también nuestra pequeña existencia”.

Casacuberta es generoso con esas “gemas” (sobran algunos “colegí” o derivados por el camino, pero no pesan demasiado) y su empleo está atravesado por un humor constante, que cubre el espectro de la ironía, la burla y el cinismo. Los diálogos entre Tobías y cualquier otro personaje (Svarsky, la suegra de este, Carmen, el ascensorista) y sobre todo los de Tobías consigo mismo tocan las estrellas, puestos ahí para señalar la distancia entre los sueños del hombre y sus realizaciones, entre sus míseros cuerpos y sus espléndidos espejos. Y para señalar el punto en que la fe (cualquier fe: la religiosa, la del amor, la homeopática y la alopática) sufre el quebranto; en ese sentido y aunque el libro le pega a la homeopatía en un knock out de título mundial, el instrumento podría haber sido otro y el resultado el mismo.

El final de la novela, irreproducible porque sería imperdonable spoiler, cierra de la única manera que podía cerrar, burlando el lenguaje y a la vez homenajeándolo. Porque sobre la manera de decir las cosas es que gira también La mediana edad, novela y condición, un sitio físico y mental además de cronológico, en el que ya quizá no es un acierto ser irrespetuoso ni explícito ni vulgar y en cambio está recomendado —hasta por salud— ser despiadadamente sutil y brutalmente honesto.

LA MEDIANA EDAD, de Pablo Casacuberta. Estuario, 2019. Montevideo, 274 págs.

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