Libro del alemán Karl Schlögel

Las claves de la identidad política ucraniana actual: un secreto que muy pocos conocen

Sobre cómo una comunidad multiétnica, multirracial y multiconfesional logra unirse para enfrentar una agresión, dando su bien más preciado, la vida

CRISIS SOCIAL Y POLITICA EN UCRANIA - RUSIA - PASAPORTES - PASARPORTE UCRANIANO Y RUSO
Pasaporte ucraniano y ruso
(Maxim Shemtov/ Reuters/ Archivo)

por László Erdélyi
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Tras la anexión rusa de Crimea en 2014, y la invasión iniciada en 2022 —una verdad comprobada, pese a los relatos rusos— el universo informativo ha ingresado en una especie de gelatina de certezas donde hablar de hechos parece un acto de snobismo. Ya no se sabe qué es verdadero y qué es falso. Esa gelatina informativa que todo lo relativiza parece licuar muchos cerebros. Lo sabían Goebbels, Stalin y Mussolini hace muchas décadas, y lo saben varios líderes mundiales hoy. En ese modo de múltiples y cambiantes perspectivas, los ucranianos agredidos pueden pasan de ser víctimas a victimarios, y el agresor Putin un pobre líder agredido que merece piedad.

El alemán Karl Schlögel, profesor en Frankfort y autor de numerosos libros sobre la historia de Rusia, conoce bien estos juegos mentales. Es un historiador que rechazó la Medalla Pushkin cuando el presidente de la Federación Rusa se la quiso entregar. Sabe de relatos que desprecian los hechos, porque una vez que pasa la niebla, las mentiras que los sostienen se hacen evidentes. Su nuevo libro traducido al castellano, Ucrania, encrucijada de culturas, Historia de ocho ciudades, trata de eso. Es una recopilación de textos publicados en la última década, a medida que los hechos iban ocurriendo. Cada artículo parece ser una profecía que se cumple en el siguiente. El foco es Ucrania como entidad política emergente, cuya democracia va madurando no sin dolores (mafias, oligarcas, corrupción), que quiere ser independiente, y europea. También trata de Rusia, que niega esa posibilidad.

Las verdades cobran cuerpo en los capítulos de las ocho ciudades del título, sean Kiev, Járkov, Odesa, Donetsk, Yalta, Lviv, Chernivtsí o Dnipro. Por ejemplo en la voluntad modernizadora de Catalina la Grande en el siglo XVIII, porque ella vio el valor de estas ciudades frontera, multiétnicas, multirraciales —varias fundadas por los griegos antiguos— para abrir el imperio ruso al mundo.

Imagen ausente. Schlögel pone el foco en el cemento que une a los ucranianos como comunidad política. No es algo sencillo de explicar, de hecho su abordaje ha sido la tumba de muchos analistas, incluso de famosos historiadores ucranianos. La clave está en la fragmentada realidad de Europa Central, una que pocos imaginan. Lo sabe este cronista, hijo de un húngaro étnico y protestante de la rumana Transilvania. No existe la uniformidad en Hungría, en Rumania, en Moldavia, como tampoco en Ucrania. Europa Central es una miríada de etnias, culturas, razas y confesiones entrelazadas, desplazadas e interconectadas por una infinidad de lazos que conviven en cada pueblo, cada región y camino rural. El vecino de toda la vida en tu pueblo puede ser judío, cristiano o musulmán, has visto crecer a sus hijos, lo viste envejecer. Y así vuelve a repetirse en el pueblo siguiente, a pocos kilómetros, y en el que sigue.

Pero a la hora de definir la identidad política empiezan los problemas, y los relatos. La caída del Muro de Berlín dejó en evidencia que esa identidad, es decir la pertenencia a una comunidad de diferentes formando un Estado y que se reconozcan como polis —en el mejor sentido clásico griego— es algo complejo para Europa Central. Y más si esa comunidad aspira a vivir en democracia (bajo tiranías las tensiones se “suavizaban”, lo sabía el Mariscal Tito en Yugoslavia). No es que solo falte ciudadanía; además hay poderosos enemigos, con relatos seductores. Los nacionalistas húngaros, por ejemplo, dicen en Budapest que Transilvania es húngara (y ya no lo es, es parte de una Rumania multiétnica, multirracial y multiconfesional). En Moscú, los ucranianos son considerados hermanos menores rusos, y por lo tanto, parte del viejo imperio y sin posibilidad de identidad propia. Las viejas glorias imperiales perdidas nutren relatos emocionalmente poderosos.

Ucrania hoy es una entidad política viable y en democracia. Quizá gracias al temor que inspira la ruso, cuyos antecedentes en el tratamiento de culturas antes “hermanas” no ha sido muy prometedor (ver Chechenia, hoy arrasada). Sin embargo hay algo más. “Es precisamente lo fragmentario, lo particular y regional lo que define ese elemento de la formación nacional y estatal ucraniana” escribe Schlögel. La lógica de los diferentes actuando juntos, legislando, juzgando a los propios, y luchando a muerte en las trincheras.

Por ejemplo, Crimea. En la gelatina informativa actual no se sabe nada de sus habitantes, su historia y antecedentes. De hecho allí vivieron rusos, tártaros, griegos, italianos, judíos y ucranianos, más allá de las limpiezas étnicas que llevaron a cabo Stalin, y lleva Putin desde el 2014. “Falta esa imagen”. Tampoco se sabe que el Donbas, otrora gloria industrial del imperio soviético, “es un dinosaurio envejecido sin esperanzas, venido a menos, insalvable, de una época industrial ya pasada”, y cuyos degradados habitantes son muy vulnerables a los los relatos rusos tardo imperialistas.

También falta la imagen de que Ucrania ha sido un país influido por varios imperios, al Este y al Oeste. Por ejemplo los Habsburgo desde los Cárpatos, con su impronta húngara. “No existe una historia ucraniana sin una pluralidad de confesiones: las iglesias ortodoxas orientales bajo el patriarcado de Moscú, de Kiev o de Constantinopla, la Iglesia greco-católica ucraniana, los protestantes, los judíos, los musulmanes”. Su literatura se nutre de lo ruso, polaco, el yiddish y el alemán. “Es un laboratorio de paisajes fronterizos” que constituye “una Europa en miniatura”. Los relatos nacionalistas lo ocultan, no conviene.

La identidad política ucraniana, a su vez, no es ajena a los horrores vividos —solo en el siglo XX, a dos bandos, el Holodomor estalinista y la barbarie nazi. Han sobrevivido a lo peor que se pueda imaginar.

Deidades griegas. Por la página 105 del libro Ucrania, encrucijada de culturas el tono cambia, porque el protagonismo pasan a tenerlo las ocho ciudades. Cada una con un largo capítulo en modo crónica o relato de viajes, con algo de historia y de ensayo. Son piezas que ponen al lector en cada calle, monumento, café o museo. En lo humano de cada esquina.

Kiev, por ejemplo, vibra como una ciudad viva, actual y dinámica. Cobran protagonismo su arquitectura en la hermosa casa art nouveau del barrio Lypky donde vivió la poeta rusa Anna Ajmátova un par de años, en el 7 de la calle Sankovezka. El poeta Ósip Mandelstam la describía ya en 1926 como “la más resistente ciudad de Ucrania”, en cuyo centro hay “edificios gigantescos como arcas”. De un “profundo y triple aliento está impregnada esta ciudad ucraniana, judía y rusa”, cuando todavía mostraba señales de destrucción de la reciente guerra civil. Es una capital que carece de impronta imperial, afirma Schlögel, donde tienta más tomar el café en un bar con un amigo que marchar en la calle en una manifestación. El texto aborda la Revolución del Maidán del 2015, para describir luego una nueva edición de la Feria del Libro que se celebra en el Arsenal, una antigua fábrica de municiones. Una ciudad de pronunciadas subidas y bajadas que en cada fachada y avenida tiene los rastros del dolor, los de las hambrunas estalinistas que mataron a casi cinco millones, muy bien explicado en el Museo del Holodomor, o el del primer acto genocida del Holocausto perpetrado por los nazis en el barranco de Babi Yar en 1941, un año antes de que planificaran el asesinato industrializado de los campos de exterminio. En esa masacre ocurrida en dos días asesinaron a 33.771 ancianos, mujeres y niños judíos de Kiev. El preámbulo del horror: la ocupación nazi mató al final a 2,5 millones judíos ucranianos.

Tras la guerra contra los nazis los soviéticos buscaron borrar toda huella de Babi Yar. El relato totalitario de la gran guerra patria no admitía diferenciaciones. Su sufrimiento no se debía tratar de forma especial. Fue política de Estado, se borró toda huella de la gran fosa común (que no es la única en las inmediaciones, hay otras fosas de diferentes épocas y catástrofes, por ejemplo de oficiales polacos o de kulaks asesinados). En Babi Yar se exhumaron y quemaron cuerpos, se removió tierra, y luego se la habilitó como zona residencial. Pero algunos llevaban registro. Vasili Grossman e Iliá Ehrenburg lo hicieron en el estremecedor El libro negro tras finalizar la guerra, pero nunca se publicó en la URSS (hay versión castellana en Galaxia Gutenberg, 2011). Al final, en 1966, se produjo una manifestación en Babi Yar, porque como lo expresó el gran compositor Dimitri Shostakóvich, “muchos sabían lo que ocurrió” allí, “pero fue necesario un poema de Yevgueni Yevtushenko para cobrar conciencia”.

Con Odesa, en la costa del Mar Negro, Schlögel pone el foco en la famosa escalinata de la masacre de la película El acorazado Potemkin (1925 ) de Serguéi Eisenstein, que relata una revuelta de 1905 contra el Zar, desde cuyos escalones todavía hoy se disfrutan la bahía y el puerto. Fue primero una colonia griega, Odessos, luego una urbe multiétnica como pocas en el continente, y que un viajero describió como una auténtica babilonia caótica de lenguas y dialectos, pero donde el grupo más poderoso y compacto fueron los judíos. La ciudad con la que sueñan los personajes de Victor Hugo hoy está bajo la amenaza constante de misiles y drones rusos, pero las fiestas no se detienen, como en la playa Langeron o en la Novaia Arkadiya. Allí “todos son jóvenes, hermosos, como deidades griegas” cuenta el autor. “Gozan de noche y saben que todo tiene un precio. Claro que ninguno de ellos ha visto la película de Eisenstein”.

Resulta emotiva la crónica de Dnipro, ciudad no ocupada por Rusia, hoy centro financiero de Ucrania. También la de Lviv con su marcada influencia del imperio austrohúngaro. Pero resulta oscura y aterradora la de Donetsk, de unos 3 millones de habitantes, hoy ocupada por Rusia. Según Schlögel allí se viene cometiendo un urbanicidio, porque es una ciudad arrasada y casi deshabitada. Que sufrió a Stalin y luego de los nazis, y que en 1946-47 volvió a vivir una nueva hambruna que se cobró un millón de víctimas.

Yalta en Crimea tiene su encanto como ciudad balnearia. Vivió sucesivas épocas, por ejemplo la que recibía al proletariado en las amplias villas vacacionales de la URSS (la descripción de esos “descansos”, casi militarizados, es maravillosa). También fundada por los griegos, hoy en sus playas hay turistas rusos haciendo fitness que miran de reojo al cielo en busca de drones.

La ciudad de Járkov, la segunda más importante de Ucrania con su millón y medio de habitantes, es más moderna que Kiev. Un banco ocupa hoy el edificio que antes era de la policía secreta soviética. La ciudad está en la famosa novela de Vasili Grossman, Todo  fluye (también traducido en Galaxia Gutenberg), sobre la colectivización y el Holodomor. El escritor ruso Lév Kópelev escribió allí sus primeros poemas en ucraniano, recuerdos de Járkov que “pueden enseñarnos mucho sobre las dificultades —y las posibilidades— de una identidad múltiple: ucraniana, rusa, judía”. Esa es la razón de este libro, tan universal y humano como las diferencias.

UCRANIA, UNA ENCRUCIJADA DE CULTURAS, Historia de ocho ciudades, de Karl Schlögel. El Acantilado, 2023. Barcelona, 280 págs.Traducido por José Miguel Campos.

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Karl Schlögel
(Peter-Andreas Hassiepen)
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