La vida en azul

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HUGO FONTANA

CLAIRE KEEGAN nació en 1968 en County Wicklow, Irlanda, en el seno de una familia acendradamente católica. Pasó los primeros años de su juventud educándose en Nueva Orleáns, Estados Unidos, y con solo un par de libros de cuentos (Antártida, 1999, y Recorre los campos azules, 2008) se ha transformado en una de las principales voces de la literatura de su país. La casa editorial argentina Eterna Cadencia publicó en 2008 el segundo de estos títulos, y a fines del año pasado el inicial Antártida. A raíz de la presentación de sus libros, Keegan visitó Buenos Aires, donde ofreció una serie de entrevistas. "Un cuento tiene varias capas: la más expuesta, por donde pasa todo o nada, y por debajo, varias corrientes distintas de lógica emocional, que si tienen sentido, lo adquieren al final", sostuvo en una de ellas, en tanto le dijo a la periodista Amalia Sanz que recurría a la descripción de la naturaleza en su prosa "para decir algo sobre la interioridad de mis personajes, sobre lo que les está sucediendo. También me interesa qué es lo que los personajes miran, dónde detienen la mirada. Por ejemplo, una mujer que acaba de tener sexo sin protección, camina por la calle y su mirada cae sobre un carrito de bebé. Eso es lo primero que ve".

Basados en esa estrategia, los cuentos de Keegan van adentrándose en un puñado de individuos que, si bien algunos pueden estar atados a la vida rural de Irlanda y otros a ciertos escenarios más cosmopolitas, siempre parecen abrazados por una condena de la que no se pueden separar, impuesta a veces por el azar, por el fugaz albedrío de una decisión equivocada o por la más férrea de las predestinaciones. Nuestra autora narra casi siempre en tercera persona, un narrador omnisapiente que a veces se acerca más a los personajes y que otras toma una distancia casi ajena ("Esa noche él está afuera, en el balcón, con su oscuro y deslumbrante bronceado contra el blanco de la camisa de vestir", dice en el inicio del cuento "Cerca de la orilla del agua"). Sus protagonistas son casi siempre mujeres de mediana edad, anudadas a un deseo todopoderoso, a una reflexión que las descubre en el centro de sus vidas sin otro porvenir que el fracaso, o a un afecto que se confunde con la más desnuda y simple nostalgia.

"Trato de seguir la lógica emocional del personaje central y ver adónde lleva", le dijo a la también periodista Inés Garland. "Estoy muy interesada en el sentimiento de anhelo. Una gran parte de la vida, casi toda la vida, es inefable".

El viejo sur. Hay una intención minimalista declarada en el conjunto de estos relatos, y una mano que se mueve con la precisión necesaria para ello. Pero que también puede atreverse con la más fina metáfora, con una descripción de la naturaleza que es pura poesía o con el recurso de construir una historia cotidiana basándose en mitos y tradiciones de su patria más atávica. Hay además un conjunto de seres que, partiendo de la vida rural más primitiva, más allá de que junto a una cabra que duerme en la cama de su dueño puede aparecer un televisor encendido o un moderno automóvil, se despegan del solar histórico y parecen inspirados en algunos personajes del deep South de William Faulkner o Erskine Caldwell: el campesino embrutecido, el hijo tonto, la niña que debe soportar las caricias nocturnas de su padre, la otra que se niega a crecer y sigue esperando la llegada de Papá Noel, el cura que se debate entre el sacerdocio y el amor de una muchacha que perderá el día en que él mismo deba casarla.

Infidelidad o incesto: esas parecen ser las instancias esenciales de los vínculos femeninos. Tribulación o desapego, esas, las de los personajes masculinos. De un tambo en mitad de la campiña a un paseo por Nueva York o una visita a Dublín, de una escapada fugaz a un hotel o a una posada al encierro de por vida en una casa patrimonial, esos son los caminos que recorren las criaturas de estos relatos. Es cierto, suele decirnos la autora, no todo es casualidad, pero también es poco lo que se puede hacer para romper con el destino: éste siempre regresa, como las cucarachas que atacan a una familia que intenta olvidar parte de su pasado en "Quemaduras", o como la pareja de adúlteros en "Amor en el pasto alto" que cree que dejando pasar diez años podrá recomponer su relación sin la sombra de la legalidad.

Cada tanto, Keegan asombra con una fugaz descripción, con un punto de perseverancia sobre determinado episodio, con una pincelada que descubre la soledad dominada por una paleta en la que siempre predomina el azul. El crepúsculo, la noche, los prados, la orilla de un lago, la tristeza, siempre son azules. Y debajo de todo ello la violencia, que puede esconderse en una noticia que da cuenta de un asesino que solía visitar a la familia: "Fred West vino a cenar a casa... Un hombre peludo, con barba y cejas oscuras que se confundían unas con otras. Peludo. Era como si una tuviese que soplarlo para descubrir dónde tenía los ojos, pero los diarios lo muestran bien afeitado, con una mirada audaz, una brutalidad absolutamente evidente. Me senté sobre sus rodillas y, juntos, jugamos a las damas contra mi hermana" ("La cajera que canta"). O en un hombre que se encuentra casualmente en un pub y que dos días después abandonará a una mujer esposada a una cama en un edificio desierto: "Tenía tez rojiza, una cadena de oro debajo de la camisa hawaiana de cuello abierto, cabello color barro y su vaso estaba casi vacío". ("Antártida").

Las dos historias. "...para mí es sagrado no humillar a nadie, no avergonzar a nadie, no ser crueles, no ser angurrientos, no mentir", dice Keegan como expresión de deseo, aunque sus relatos son evidencia y consecuencia de esas actitudes, algo que la lleva a confesar que, tras haber leído a Primo Levi dando testimonio de su estancia en Auschwitz, entendió "que no había nada espantoso que yo no fuera capaz de hacer".

Algo así, después de todo, es la condición humana. Virtud de una escritora talentosa es dibujarla a través de sus personajes y de las acciones que estos desarrollan, sin dejar escapar una sola reflexión: eso es atributo exclusivo del lector. La teoría de las dos historias de Ricardo Piglia se cumple en estos dos volúmenes con absoluta precisión. La condición humana carga también con esa premisa, en tanto conducta manifiesta y en tanto alegoría permanente cuya disección podría llevarnos a lo más profundo del ser, a sus lazos parentales, a su niñez, a su juventud. Rescatar estos conceptos de la cotidianidad es tarea de la literatura, y Keegan lo hace con maestría. Ella también, y acaso sin quererlo, tira por la borda la obcecada reticencia editorial a la publicación de cuentos. Estos dos libros, que han sido un éxito a ambos lados del Atlántico, comienzan a traducirse y van recorriendo el mundo.

ATLÁNTIDA y RECORRE LOS CAMPOS AZULES, de Claire Keegan, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009 y 2008. Distribuye Ediciones del Puerto. 201 y 206 páginas.

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