por Darío Jaramillo
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A principios del decenio de 1960, cuando todavía no se había fabricado la palabra boom —para bautizar al grupo de narradores latinoamericanos más notable de siglo XX—, cuando alguien que habitaba mi pellejo estaba en la adolescencia y alimentaba la avidez de sus lecturas con los consejos de Hernán Botero Restrepo. Ese inocente muchachito recibió de Hernán un libro de cuentos de un desconocido escritor argentino, un tal Julio Cortázar. El libro se llamaba Las armas secretas. Esas armas fueron un flechazo. Y un cuento que está allí, “El perseguidor”, se convirtió en una pequeña biblia.
Colmado por la admiración, yo creía que todo había llegado hasta allí, cuando, pocos años después —¿fines del 65?, ¿principios del 66?— cayó Rayuela en mis manos y ahí fue el acabose, el no-va-más, el deslumbramiento. La mejor literatura, la mezcla perfecta de novela y humor, novela y juego, novela y más que novela, sí, más que novela, aquello era poesía.
Hijos adulterinos. Repito los pensares de aquél adolescente y me doy cuenta de que fue con Cortázar que descubrí que no hay sino un solo género en la literatura como arte, y ese género es la poesía. Y que un ensayo, una novela, un cuento, un poema, tienen de arte, son literatura, en cuanto trasmitan emociones poéticas.
La paradoja consistía en que, hasta cierto momento, de aquél Cortázar que yo consideraba que era un magnífico poeta, no conocía sino lo que llaman prosa, y ningún poema. Esa paradoja se desparadojó con la aparición de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y con Último round (1969), donde pude leer sus versos, y más tarde con ese tesoro de la poesía latinoamericana, un volumen completo de versos de Cortázar, Pameos y meopas (1971). Allí aparecían palabras suyas donde decía lo mismo que ya me había hecho sentir antes: “mis poemas no son como esos hijos adulterinos a los que se reconoce in articulo mortis, sino que nunca creí demasiado en la necesidad de publicarlos; excesivamente personales, herbario para los días de lluvia, se me fueron quedando en los bolsillos del tiempo sin que por eso los olvidara o los creyera menos míos que las novelas o los cuentos. Ahora que amigos insensatos quieren verlos impresos, no me disgusta, y ahí van algunos, pero nada cambia en el fondo para ellos o para mí, creo que nos quedamos siempre como del otro lado del libro, asomando a veces allí donde la poesía habita algún verso, alguna imagen (…). Junto con mi juventud murió en mí el respeto a priori por la poesía, los poetas y los poemas que me imponía un humanismo burgués ya desenmascarado por una ineludible quiebra de valores y sistemas; hoy creo que lo mejor de la poesía no viaja necesariamente en los vehículos tradicionales del género, entre otras cosas porque ya no hay más géneros”.
Apabullante. Acaso por la calidad de sus novelas y cuentos y por el reconocimiento que tuvieron, la tarea del poeta Cortázar sigue a la sombra. Salvo desde mi dentro, no conozco quién incluya a don Julio en una lista de los grandes poetas latinoamericanos. Lo que es apabullante es la reunión de su poesía que acaba de publicar Alfaguara. Apabullante por su tamaño, ochocientas páginas. Apabullante por el poeta tan original que hay en ellas. El compilador, Andreu Jaume, anota que esta edición toma como punto de partida la compilación hecha por Saúl Yurkievich —incluida en el tomo IV de las Obras Completas, 2005— completada con los descubrimientos posteriores debidos a Jesús Rubio Jiménez. Incluye Jaume, además de los poemas, los textos que Cortázar incluía en los cuadernos donde se dirigía a él mismo como propósito o confesión de los poemas que iba escribiendo y que él entendía como predestinados a quedar inéditos.
La noche onírica. Cuando uno va por la página 53 no ha leído sino sonetos fechados en 1938: por ese entonces Julio Cortázar era un muchacho de veinticuatro años que se valía de la retórica modernista para fabricar sonetos, sonetos perfectos, utilizar palabras ‘poéticas’ y hacer alusiones muy grecolatinas. Pero después de ese largo juego de poemas de catorce endecasílabos rimados, bajo el título de Salvo el crepúsculo aparece el más personal, el más íntimo poeta que declara sin pudores sus batallas contra el pudor: “todo vino siempre de la noche, background inescapable, madre de mis criaturas diurnas, mi sólo psicoanálisis posible debería cumplirse en la oscuridad, entre las dos y las cuatro de la madrugada —hora inaceptable para los especialistas. Pero yo sí, yo puedo hacerlo a mediodía y exorcizar a pleno sol los íncubos de la única manera eficaz: diciéndolos (…). Allí donde otras veces conté corderitos o recorrí escaleras de cifras, de múltiplos y décadas y palíndromas y acrósticos, huésped involuntarios de las noches que se niegan a estar solas. Manos de inevitable rumbo me han hecho entrar en torbellinos de tiempo, de caras, en el baile de muertos y vivos confundiéndose en una misma fiebre fría mientras lacayos invisibles dan paso a nuevas máscaras y guardan las puertas contra el sueño, contra el único enemigo eficaz de la noche triunfante”.
Y al final de esta nota noctámbula delimita los territorios, tan misteriosos el uno como el otro, el insomnio y el sueño: “la noche onírica es mi verdadera noche; como en el insomnio nada puedo hacer para impedir ese flujo que invade y somete, pero los sueños sueños son, sin que la conciencia pueda escogerlos, mientras que la parafernalia del insomnio juega turbiamente con las culpabilidades de la vigilia, las propone en una interminable ceremonia masoquista (…). Sé que los sueños pueden traerme el horror como la delicia, llevarme al descubrimiento o extraviarme en un laberinto sin término; pero también sé que soy lo que sueño y que sueño lo que soy. Despierto, sólo me conozco a medias, y el insomnio juega turbiamente con ese conocimiento envuelto en ilusiones (…). Nada tengo en contra de mi vida diurna, pero no es por ella que escribo. Desde muy temprano pasé de la escritura a la vida, de los sueños a la vigilia. La vida aprovisiona los sueños pero los sueños devuelven la moneda profunda de la vida. En todo caso así es como siempre busqué o acepté hacer frente a mi trabajo diurno de escritura, de fijación que es también reconstitución. Así ha ido naciendo todo esto”.
Poesía y prosa. El libro está armado con los poemas, pero entre unos y otros, a veces, van ciertas prosas, aunque advierte que “un amigo me dice: ‘todo plan de alternar poemas con prosa es suicida, porque los poemas exigen una actitud, una concentración, incluso un enajenamiento por completo diferentes de la sintonía mental frente a la prosa (…). Puede ser —se responde Cortázar—, pero sigo tercamente convencido de que poesía y prosa se potencian recíprocamente y que lecturas alternadas no las agreden ni derogan. En el punto de vista de mi amigo sospecho una vez más esa seriedad que pretende situar la poesía en un pedestal privilegiado, y por culpa de la cual la mayoría de los lectores contemporáneos se alejan más y más de la poesía en verso (...). Nunca quise mariposas clavadas en un cartón; busco una ecología poética, atisbarme y a veces reconocerme desde mundos diferentes, desde cosas que sólo los poemas no habían olvidado y me guardaban como viejas fotografías fieles. No aceptar otro orden que el de las afinidades, otra cronología que la del corazón, otro horario que el de los encuentros a deshora, los verdaderos”.
De repente, irrumpen los poemas brevísimos, como éste: “vení a dormir conmigo:/ no haremos el amor, él nos hará”. O como este otro: “siempre fuiste mi espejo,/ quiero decir que para verme tenía que mirarte”. O éste: “sólo una cosa habrá en común alguna vez/ tu llanto cuando leas esto/ y el mío ahora que lo escribo”. O este: “pensamiento de una nube: que los árboles hacen cosquillas”.
Ya en caliente llegan los tangos: “no sé en qué medida las letras del jazz influyen en los poetas norteamericanos, pero sí que a nosotros los tangos nos vuelven en una recurrencia sardónica cada vez que escribimos tristeza, que estamos llovizna, que se nos atasca la bombilla en la mitad del mate”.
Inventos. Para organizar Salvo el crepúsculo, el propio Cortázar pide la ayuda de sus dos otros yoes más conocidos, Polanco y Calac y, en las prosas que intercala, conversa con ellos. Y también inventa datos: “soy capaz de fechar viejos textos sin fecha, el vocabulario es mi carbono 14, no así los temas y los moods porque nada ha cambiado en este terreno donde sigo siendo el mismo, quiero decir romántico/ sensiblero/ cursi (todo esto sin exagerar, che)”. Sin pudor, inventa idiomas (una especie de italiano macarrónico en una serie de sonetos) o compone un poema en tres idiomas —castellano, inglés y francés— estando en Estambul, ante la tumba de Alejandro.
Sin temor, después de un aperitivo de 43 sonetos en el primer medio centenar de páginas, en plena navegación entre manuscritos y cuadernos, vuelven muy frescos en mitad de este mar poético. Es cuando dice Cortázar: “¿sonetos en este tiempo de tormenta? Anacrónicos para muchos, yo los siento más bien ucrónicos. Después de todo el soneto es el agazapado íncubo de la poesía en lengua castellana, y el poeta sabe que en cualquier momento asomará un Violante que le mande hacer un soneto”. Y se despacha con una serie de sonetos eróticos entre los que está “La ceremonia”:
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Te desnudé entre llantos y temblores
sobre una cama abierta a lo infinito,
y si no tuve lástima del grito
ni de las súplicas o los rubores,
fui en cambio el alfarero en los albores,
el fuego y el azar del lento rito,
sentí nacer bajo la arcilla el mito
del retorno a la fuente y a las flores.
En mis brazos tejiste la madeja
rumorosa del tiempo encadenado,
su eternidad de fuego recurrente;
no sé qué viste tú desde tu queja,
yo vi águilas y musgos, fui ese lado
del espejo en que canta la serpiente.
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Y seguirá a éste una serie de unos 40 sonetos, perfectos, medidos con balanza lírica, inspirados con precisión melódica casi siempre en versos de once sílabas.
Cólera. Hay algo que está presente siempre: las dudas de Cortázar sobre él mismo, sobre sus versos: “en el curso de una (ya larga) vida, he ido acumulando poemas nacidos en los momentos y las circunstancias más diferentes, poemas que nunca pensé en publicar y de los que he dejado en libertad sólo unos cuantos”, le escribe a Gianni Totti, quien tradujo al italiano Las razones de la cólera. Y le añade: “Me gusta que hayas sido tú el que ha elegido espontáneamente el título de este libro, basándote en una de las selecciones. En efecto, si las ‘razones de la cólera’ fueron para mí, hace veinte años, sobre todo metafísicas y morales, inadaptaciones frente a una realidad que entonces prefería ignorar antes que combatir, hoy estas razones obedecen a un sentimiento directamente enraizado en una conciencia revolucionaria, y la cólera no es un pretexto de fuga o de sustitución sino de ataque y de combate”.
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Y mientras tanto yo, lector, no dejo de admirarlo, de gozarlo, de descubrir en sus versos el mundo verdadero.
POESÍA COMPLETA, de Julio Cortázar. Alfaguara, 2025. Barcelona, 824 págs.