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La novela que ofendió a Nueva Helvecia

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José Arenas
Andrea

Entrevista a José Arenas por "Papeles suizos"

Los suizos de Nueva Helvecia no quedaron conformes con la visión criolla que da José Arenas. Y algunos, sin leer la novela, se manifestaron.

Bien podría pensarse que la reciente y polémica novela de José Arenas, Papeles suizos (Pez en el hielo, 2019), obra que enojó a muchos en Nueva Helvecia, Colonia, nace al amparo de elevados antecedentes literarios. Onetti concibió la mítica ciudad de Santa María en La vida breve (1950), cerca de una “Colonia Suiza” trabajadora y de ánimos pujantes. Pero en Juntacadáveres (1964) la propia Santa María asume rasgos helvéticos. Algunas familias prósperas tienen casas de veraneo entre el Rosario y la Colonia; los apellidos de los prohombres de la “Liga de Caballeros” —que lideran los Bergner— revelan “abuelos suizos alemanes” y el nomenclátor refuerza esa pista (Berna es el nombre del hotel y restaurante que está en la plaza principal, el epicentro de los intercambios y relatos, hay una “Cochería Suiza” y una cervecería Múnich). Una forma de “tiempo histórico” pesa en la saga onettiana, que se remonta a un antiguo pasado en que “las rubias, severas ratas desembarcadas con menos esperanza que rabia suicida, fueron ricas y engordadas, y dominaron la ciudad fundada por nuestro Señor Brausen” (“La muerte y la niña”, 1973). En Dejemos hablar al viento (1979) ya existe una Santa María Nueva, considerada “una verdadera ciudad”. Los “hijos y nietos de los colonos suizos —escribe Onetti— habían trabajado para que así fuera. Y mientras trabajaban, se enriquecían y creaban familias supercatólicas y puritanas que eran poderes que se respetaban sin objeciones”. En varias obras de Onetti, en Para una tumba sin nombre (1959), como en Juntacadáveres y “La novia robada” (1968), el destino es crudo para las muchachas en flor que, arrastradas en bandas a la locura o el suicidio (Rita, Julita, Moncha Inzaurralde), emergen como víctimas de una comunidad represora, hipócrita, asfixiante.

A pesar de las coincidencias que podrían sorprender a más de un lector, no son éstas las “fuentes” de las historias que narra José Arenas en Papeles suizos, sino que varios signos apuntan a presentar los hechos y vivencias como “reales”: fotos, notas a pie de página, nombres propios e instituciones que coinciden con referentes que el lector puede identificar o verificar fuera del libro, se inscriben bajo el subtítulo de “novela histórica”. Se trata de un relato doloroso, poético, hecho de piezas disímiles que encajan al final de manera escalofriante y certera: es una larga confesión, una serie de recuerdos que parecen venir como fogonazos, el discurso delirante de una mente alterada que a pesar de eso (quizás por eso) configura una denuncia profunda y obliga a prestar atención. Esta novela privada, estos papeles íntimos se ofrecen como un diagnóstico lúcido y durísimo de toda clase de discriminaciones e injusticias.

En la ciudad de Nueva Helvecia muchos tomaron el libro al pie de la letra: hubo manifestaciones de repudio, hubo ofendidos, hubo amenazas. Para profundizar en el origen de la escritura y los malentendidos, conversamos con el autor sobre las ficciones reales y las verdades ficticias, sobre esa tensión siempre inquietante entre vida y literatura.

"Novelas" de investigación

—¿Por qué el subtítulo de “novela histórica”?
—En parte es una burla al concepto comercial de “novela histórica” en Uruguay. Hay autores que escriben novelas de investigación cada dos meses, que tienen cinco de historia y noventa y cinco de antojadizo, y que resultan best sellers. Me permití reírme un poco de eso, proponiendo que después de todo, también es “historia” lo que mis personajes crean. Además, el lugar del que sale toda esa maraña, la ciudad, el referente real, cuenta con una serie de “novelas históricas” donde todo es idílico y perfecto, y cada página es un diploma de honor y buenas costumbres. Pero no considero la mía una novela histórica en términos formales, claro. Tiene algo de provocación y sugiere un modo de lectura para el que entiende que eso también es ficción. Las novelas (los libros, las canciones) empiezan a distorsionar el mundo desde la tapa, desde el título.

—En tu novela el pasado histórico pesa sobre el presente de un modo apenas fantasmal, porque lo sórdido, lo siniestro, el mal, gravitan en el aquí y ahora.
—Es verdad que el mal, en tanto aparece en el libro, es reciente, pero también intenté quebrar el mito del “buen inmigrante”, el relato por el cual los que llegaron a las ciudades portuarias, con apellidos “comunes”, son una lacra, y Colonia tuvo la “suerte” de que llegaran puros héroes con ánimo de trabajo. El mal también está en el falso orgullo que deja fuera lo “otro”, de acuerdo a una dialéctica muy marcada entre civilización y barbarie. En este caso ni siquiera hay otros, hay “no nosotros”.
Ese pasado que pesa es cercano, casi un presente, es decir, es mi historia. Pude tomar otras opciones, jugar más con la crónica o con la falsa crónica. De hecho, en los “papeles” se confunden el diario, el monólogo, el soliloquio, y una serie de falsos testimonios. Y las fotos, sacando la de la tapa —que es de archivo personal—, son de lugares identificables, intervenidas para poner ese sesgo de duda: esto es ficción, sin duda, pero el lugar —aunque distorsionado— es reconocible. Quizá, en definitiva, las fotos no sean más que puro experimento narrativo, que es lo que me interesa cada vez más. No son adornos, son parte de lo que se cuenta y tienen su discurso. Eso lo robo, orgullosamente, de gente como Nelson Díaz, Felipe Polleri o Mario Bellatin.

—¿Cuánto hay de verdad en Papeles suizos?
—Fernando Noy contaba en un programa de televisión cómo el espíritu de Alejandra Pizarnik lo había salvado del suicidio, en París. Aparentemente, una señal que él creyó la voz de la poeta le dijo que no se matara. El conductor del programa dice a la audiencia: “¿Será cierto esto que cuenta Fernando?”, y Noy le retruca en el acto: “Cierto o no, es real”. Eso lo he dicho al respecto de los papeles: es ficción, claro, ficción pura y dura. Pero todo allí es “visto y oído”.

Una épica rota

—El punto de vista principal es el de un personaje joven, descendiente de “fundadores” que escribe/piensa desde el manicomio. ¿Esos locos —el narrador, la Gringa— y los suicidas se hacen cargo del sufrimiento de otros?
—Absolutamente. Ellos están ahí limpiando el dolor de esa épica rota impuesta a la fuerza. Son la parte que hay que esconder, víctimas del “no ser” o del “no querer ser”, quienes dan voz a los sin voz. Elegí la palabra del loco porque es la que se pretende callar (desde lo social, hasta desde el poder médico), y porque el loco padece el sufrimiento, pero a la vez se escapa del límite y vuelve a sentir el dolor de no ser parte. Hay varias formas de “no ser” en esa sociedad: la pobreza, la muerte y la locura. A éstos les toca la locura.
Pero al mismo tiempo se trata de voces ambiguas, el protagonista no puede evitar lanzar algún cuchillo por ser de cierto “linaje”. Son víctimas, claro, pero eso no impide la duda de si hay denuncia o resentimiento por no ser integrado. En definitiva ellos están ahí porque son parte de un experimento que salió mal, la aspiración de “crear una raza”, la raza de la colonia. Eso también tiene que ver con la construcción de “la uruguayez”, que es una de mis obsesiones.

—¿Por qué crees que la novela generó reacción en Nueva Helvecia? Me acordé de La Regenta (condenada por la Iglesia de Oviedo antes de su publicación). ¿La literatura puede “ofender” en la “vida real”?
—La reacción de algún sector social de Nueva Helvecia es patética y triste, porque la novela se vende desde fines del año pasado y fue elogiada en televisión, radio, diarios, y las entrevistas y críticas sabían de qué y de dónde hablaba. Sin embargo, el escándalo se dio por un video de Facebook de hace unas semanas. Esto pone de manifiesto que se lee poco, o revela la cantidad de porquería pasatista que se consume, a la vez que demuestra el poder de las redes. Confirmando el postulado de la novela, algunos de los ofendidos creyeron tener el poder de decir “qué si y qué no” se puede decir sobre un lugar que no sólo les pertenece a ellos, y sobre hechos que, como no son ningún secreto, también me pertenecen. Voy a ser claro y quizá duro: la novela los ofendió porque se vieron en un espejo y no se gustaron, y es mucho más fácil romper el espejo que cambiar, sobre todo si uno se cree superior. Se vieron allí en esa gente de porquería que aparece en la ficción y les cupo un sayo que a lo mejor no era para ellos, pero ponérselos los delató. Pero fueron los menos, no quiero ponerme como víctima ni darle a esto entidad personal. Me hice eco del tema porque las agresiones e impertinencias iban dirigidas a otros, como los responsables de la librería Helvecia.

—¿Sos de Nueva Helvecia? ¿Tenés antepasados suizos o construiste un personaje?
—Soy de Nueva Helvecia. Trabajo allí, mis padres viven allí, mi hermano es un promisorio político de Colonia. No tengo antepasados suizos. Soy, como una vez me dijo alguien, “asquerosamente criollo”, y no ando buscando nacionalidades perdidas, si ni siquiera sé qué es ser uruguayo. No quisiera que se confundiera, de todas maneras, con una escritura del “yo” ni nada parecido, una moda que hace a todos los escritores estar todo el tiempo sacando “libros-selfie”. En la novela está mi memoria, pero no estoy yo. Ni quise salvar a nadie, digamos. Pensé que había gente que podía ofenderse y más aún, me parecía bien, porque hay un tipo de gente que es mi enemiga. Así como también hay gente muy genial en el mundo y en ese “escenario real”.

—¿Hay historias reconocibles?
—Los suicidios. Cometí un error, una falta de delicadeza, y dejé los nombres reales. Alguna gente, especialmente los familiares, lo tomaron a mal, y pedí disculpas. Pero no podía tampoco ponerles otro nombre, era algo ético con mi memoria y con mi corazón deshecho después de eso. Hubo un período en que se suicidaron compañeros de liceo, de generación, del barrio. Varios seguidos, y uno más que intentó hacerlo. El adolescente que yo era, triste y sensible, dark, amistoso, quedó golpeado para siempre. Es algo que le pertenece todavía a mi ser de hoy; la cercanía con la muerte empezó ahí, y a muchos les pasó. Y todos ellos eran y son gente cercana a mi recuerdo amoroso. Como dice el personaje: cada vez que lloro, lloro por ellos. Creo tener derecho a usar eso en mi ficción, forma parte de mi vida también. Por más doloroso que algo te resulte e íntimo que sea, no es una propiedad exclusiva de nadie, y si no estoy profanando ningún secreto, puedo hablar de ello. Si no, no habría periodismo posible. Siempre hay que pagar un precio, si querés mover algo. Escribir novela rosa me traería menos problemas, pero no tengo ganas. Cuando uno provoca también tiene que bancar.

—¿Y al revés? ¿Escribir puede ser, como dice César Pavese, “una defensa contra las ofensas de la vida”?
—Sí. Escribir es una manera de quebrar el lugar vacío en que nos pone la vida cotidiana. Se trata de un ejercicio que nos da una llave a un mundo posible mucho mejor que este, aun cuando se refiera a terrores y miserias. Porque escribir siempre es un acto de justicia estética, y la belleza, por más triste o dolorosa que sea, siempre nos hace mejores en algún sentido. Llevar a cabo una escritura honesta, que busque la belleza, es una manera de hacer justicia. Aunque mínima, es una trinchera. El mundo es mucho mejor después de “Chiquilín de Bachín”, por ejemplo.

—¿Es Colonia Suiza un personaje?
—Ni siquiera. Es un antifaz.

—Los complejos de los descendientes de colonos se dan en varios planos, inferioridad frente a los “suizos-suizos” (como el embajador en el asado local, notable escena), superioridad frente a los “criollos-oscuros”. Hay un lugar incómodo en el que queda el inmigrante que llega a un país que, en el fondo, desprecia.
—Claro, porque se trata de personas absolutamente obsecuentes de sus versiones, que año a año desfilan vestidos de suizos, celebrando unas raíces en un país que no conocen, y los “verdaderos” suizos van allí a desplegar su desprecio protocolar. Una mujer amiga, descendiente de suizos, me contó que su abuela era una alemana que odiaba a los criollos. Una vez la madre de esta amiga, siendo adolescente, tuvo un accidente, y la socorrió un paisano de por ahí. Cuando la llevó a la casa, quedó esperando alguna indicación, y la madre de la accidentada apuntó con un revólver al tipo que había salvado la vida de la hija y lo echó, diciendo: “En mi casa, criollos no”.

José Arenas
Papeles suizos, de José Arenas

Poeta y performer

José Arenas (1989) es narrador, poeta, performer, y cantante de tango. Publicó además de Papeles suizos otras dos novelas, Los rotos (2017) y Con un hilo de voz (2019).

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