Rosario Peyrou
DESPUÉS del éxito fulgurante de Soldados de Salamina, que vendió la friolera de un millón de ejemplares, fue traducida a varias lenguas y sirvió de base a un film (David Trueba, 2003) el español Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) vuelve con una sólida, inquietante novela que tiene algunos puntos en común con aquélla: una guerra, dos hombres opuestos, el problema del mal, un narrador sospechosamente parecido al autor. Si Soldados de Salamina se basaba en un episodio de la guerra civil española, en el que un miliciano anónimo perdonaba la vida a un ideólogo del bando falangista (Rafael Sánchez Mazas), aquí la guerra es la de Vietnam, y los dos hombres no son enemigos: uno es un joven español becario en la Universidad de Urbana, un pueblo del Medio Oeste de Estados Unidos, y el otro un veterano de guerra atormentado por una experiencia que no puede olvidar. Estamos en los "cínicos años ochenta", ya han pasado varios años del fin de aquella guerra, y el ex soldado Rodney Falk procura recomponer su vida enseñando en esa Universidad donde traba amistad con el joven becario español que sueña convertirse en escritor.
UNA INVESTIGACIÓN. La velocidad de la luz podría definirse como una novela de iniciación, contada por ese joven aspirante a escritor que se siente fascinado tanto por el misterio que envuelve al veterano como por sus tajantes, precisas opiniones literarias que le muestran su propia inmadurez como lector. La curiosidad frente a los silencios y las ausencias de Rodney pone en marcha la maquinaria de la novela, armada en su primera parte como una investigación sobre el pasado de este personaje huidizo. Así, Cercas se introduce en uno de los temas de fondo de su historia: la posibilidad de que un hombre común, un "buen tipo", se convierta en un monstruo, en una situación límite como la guerra. ¿Por qué un muchacho inteligente y culto, algo hippie como era Rodney en los años sesenta, termina enrolándose en el ejército y siendo parte del horror de Vietnam? El padre de Rodney ensaya una explicación: "en el fondo todavía era un chico con la cabeza llena de novelas de aventuras y de películas de John Wayne: sabía que su padre había hecho la guerra, que su abuelo había hecho la guerra, que la guerra es lo que hacen los hombres, que sólo en la guerra un hombre prueba que es un hombre". Más allá del breve y certero retrato de la cultura patriótica norteamericana que compone Cercas a través del padre de Rodney, su visión comporta una suerte de teoría general sobre la guerra. La explicación coincide con las palabras de Alessandro Baricco en el epílogo de su Homero, Ilíada (2005), otro libro reciente. Baricco afirmaba allí el carácter paradójico de la guerra, que fue para muchos "casi la única posibilidad para cambiar el propio destino, para encontrar la verdad de uno mismo, para elevarse a una alta circunstancia ética". "Frente a las anémicas emociones de la vida y a la mediocre estatura moral de la cotidianeidad, la guerra ponía en marcha el mundo y empujaba a los individuos más allá de los límites acostumbrados". La fascinación por la "belleza de la guerra" —esa antigua atracción que cantan los poemas épicos desde Homero a las sagas nórdicas, desde el Mio Cid a la Chanson de Roland— está en el origen de la caída de Rodney, pero en las guerras contemporáneas no hay lugar para la idealización épica. El epos se tornó en tragedia, y su imagen arquetípica ya no es el guerrero resplandeciente de los antiguos poemas, sino un derrotado, como el protagonista de Johnny cogió su fusil de Dalton Trumbo, convertido en un despojo. O este Rodney Falk, que no puede escapar del recuerdo de la abyección, un tema que el cine norteamericano ha visitado una y otra vez.
Pero más que la guerra en sí misma lo que obsesiona a Cercas es la irresistible caída en el mal, no en vano el escritor se ha confesado un admirador de Conrad y ha dicho que la lectura de Lord Jim le influyó en la creación de esta novela.
EL ESCRITOR. Dividida en dos partes bien delimitadas, La velocidad de la luz, no es sólo la historia trágica de Rodney Falk. Es también la de su contracara, el joven y ambicioso narrador. A medida que se avanza en la novela el lector se sorprende por la progresiva identificación de éste con el propio Javier Cercas, dispuesto a jugar un juego que no deja de ser arriesgado. También él estuvo becado en Estados Unidos, en el mismo pueblo que su innominado personaje. Pero la identificación va más lejos: en la segunda parte de la novela —ahora en Barcelona, con la guerra de Irak de fondo— el joven escritor se convierte en un autor exitoso, con un libro sobre la guerra civil del que "en menos de un año se hicieron quince ediciones, se vendieron más de trescientos mil ejemplares, estaba en vías de traducción a veinte lenguas y había una adaptación cinematográfica en curso" (pág. 191). Es obvia la alusión a Soldados de Salamina, a su éxito vertiginoso y al film que David Trueba hizo basado en su argumento. Por si fuera poco, en la pág. 166 se alude con todas las letras a El inquilino, justamente la novela que el Javier Cercas real publicara en 1989 sobre su experiencia en Urbana. Pero hay varias pistas más: efectivamente Cercas tuvo un compañero en Estados Unidos, que había estado en Vietnam y que se negaba a hablar de su experiencia. Y como su personaje, el autor dio en aquel pueblo clases de catalán, ante un auditorio que nunca pasó de tres personas.
El procedimiento de jugar con la dupla autor-narrador no es nuevo, por supuesto, viene de estirpe cervantina, y ha tenido su resurrección en la novela posmoderna; alcanza con recordar a Milan Kundera y sobre todo a Paul Auster, un autor con quien, por cierto, Cercas tiene alguna deuda.
El lector de Soldados de Salamina recordará que también en esa novela el narrador "usurpaba" la identidad del autor, y hasta se llamaba Javier Cercas, reforzando un juego realidad/ficción que atravesaba toda la novela, ya que la historia de Sanchez Mazas se basa en un episodio real. Aquel narrador era un investigador y un testigo —activo y opinante, imprescindible para el avance de la novela—, pero el núcleo narrativo no giraba alrededor suyo. Aquí en cambio tiene un papel protagónico y el juego realidad/ficción resulta más perverso y más audaz. Porque en una vuelta de tuerca, a cierta altura Cercas hace tambalear al lector con el progresivo envilecimiento del escritor a partir del éxito de su novela sobre la guerra civil. La historia, que sugiere con sutileza el contraste entre la guerra real y la imaginaria, se adentra en las relaciones entre literatura y moral. Su ácida pintura de los medios literarios y de la industria editorial pone en tela de juicio la figura mediática del escritor contemporáneo, y vuelve, ahora en otra clave, sobre la posibilidad del mal —la banalidad del mal, podría decirse aprovechando algo abusivamente la fórmula de Hanna Arendt. La capacidad de hacer daño —parece decir— existe en cualquier lugar, es el riesgo permanente de la naturaleza humana, la condición en la que vivimos. Puede acechar en la liviandad, en la frivolidad glamorosa de un primer mundo hipnotizado por el éxito. Y será Rodney , el que encarnó el horror alguna vez, junto a la escritura de esta misma novela que el lector está leyendo, lo que salvará al escritor de su destrucción.
Si en Soldados de Salamina se indagaba sobre la posibilidad del bien gratuito, sobre la heroicidad innominada, aquí la mirada se hunde en la fragilidad del corazón humano, en la culpa y la capacidad de destrucción. Y la visión es más negra, más desesperanzada. No es casual la repetida alusión al célebre cuento "Un lugar limpio y bien iluminado", de Ernest Hemingway, con su desolada oración nihilista: "Nada nuestro que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, ..." En un mundo sin Dios —parece decir Cercas— tal vez sólo la literatura, entendida como un acto de arrojo, puede exorcizar el dolor, y redimir la culpa. Y escribir se vuelve entonces una misión ética a la vez que estética, un salvoconducto que permite sobrevivir al espanto: "porque escribir era lo único que podía permitirme mirar a la realidad sin destruirme o sin que cayera sobre mí como una casa ardiendo, lo único que podía dotarla de un sentido o de una ilusión de sentido". El lector está tentado de pensar —jugando el juego que la novela propone— que tal vez la escritura de esta novela salvó al propio Cercas de los peligros del éxito.
LA VELOCIDAD DE LA LUZ, de Javier Cercas, Tusquets Editores, Barcelona, 2005. Distribuye Urano. 305 págs.