Marosa Di Giorgio
LA NIÑA DEL MEDIO, no la más grande o la más pequeña, como hubiera sido lo lógico, exclamó que nada le interesaba de las conversaciones, y ella iba a ir a observar a la estrella. Nos trajo a la memoria, así, a ese ser brillante que hacía muchísimo tiempo se había instalado en el jardín. Lo repuso en nuestra atención.
La estrella había quedado parada en el aire, encima de una diamela, a pocos metros. Era muy bella, en verdad, plateada o de oro, celeste, con muchos picos y pisos, fija, y algo alada.
¿Su origen? Misterioso. ¿Había viajado por pura decisión? ¿Eligió ese jardín por casualidad? ¿Un niño diabólico le dio caza y la engarzó ahí, para darnos miedo, preocupaciones?
Ya la habíamos olvidado. Al ir por su lado ni la mirábamos.
El diamelo fue perenne en asombro y embrujo.
Ahora mismo, al ver que volvíamos a observar, echó un chorro de rositas blanquísimas, casi incandescentes, que nos salpicó los vestidos.
La estrella tenía siempre actividad, aunque no la mirásemos. Atraía desde lejos, alguna cosa, y hasta algún ser.
Esa noche hipnotizó una iglesia, le sacó una novia. La trajo desde lejos. La novia dejó altar, novio, padres, padrinos, dejó el porvenir; y se vino envuelta en halos blancos, la cauda larguísima que la seguía alucinada, el ramo, una guía brillante, y el rosario.
Enderezó hacia nuestro jardín y la estrella.
Algunas clamaban, le advertían: —Vete, no te acerques...! Con un poco de voluntad te salvarías!
La novia se acercaba lentamente sonriendo, pero muy seria y tiesa. La estrella se encocoró, ardía como nunca. La novia se acercaba, a través de monstruos, plantas, vecinos, luciérnagas, más y más.
La estrella la traía. Ella caminaba sin nunca llegar.
La estrella la traía más y más. La novia se acercaba con todos los ramos, pero sin llegar.
Entre la estrella y la novia hay sólo un paso desde aquel día, pero no se puede dar.
* * *
VINO LA TÍA Huevo. Con un ajustado rodete negro y peinetas.
Traía un manojo chiquitito de lilas y violetas. Con destreza y suavidad las puso en el florero. Procedía como si estuviera en su casa. A ratos, nombraba el ramillete diciéndole "la muñeca", aunque ella estaba muy lúcida. Yo no hablaba. Mirábamos los platos, tan bellos, apilados en el aparador. Yo estaba sentada al lado de la ventana adentro de mi enorme vestido blanco, como el de las novias, todo bordado con perlas y cristales.
Miraba a los pájaros cruzando como rayas.
El vestido aparecía y desaparecía, según las luces.
Después de un largo monólogo la visitante dijo que se iba. Yo murmuré sólo:—Tía Yema.
Ella tomó el ramillito. Dijo: —Me llevo esto. Te lo regalé por un rato.
La acompañé al portón. Se fue. Mi vestido bogaba y bogaba. La calle seguía vacía. Y ¿dónde estaba Mario?
* * *
ESTOY PRESA. DÍA y noche, día y noche. Hay sólo noche y día. ¿Nada más? ¿Noche y día? Debe haber otro panorama. Quiero ir. Pero, no sé cómo. Sé que está. No sé ir. ¿Una escalerilla hacia arriba? ¿hacia abajo? ¿Zaguanes al sur, este, norte, oeste? No lo sé.
Cuando ando en la angustia, en la búsqueda, aparece el arcoiris y deslumbra todo. Pero yo sigo en la angustia, en la búsqueda. Entonces, surge una gacela blanca con un collar de pedrerías. Y deslumbra todo. Pero yo prosigo en la búsqueda, en la angustia.
Estoy presa.
Corto rosas distraída, y apasionadamente, como si las fuera a llevar a algún lugar.
* * *
LLUEVE SOBRE EL jardín, sin que ninguna planta se moleste; al contrario; mañana estarán más lozanas con todos sus tulipanes y lámparas.
Mamá sale con el cuchillo fino y remueve las batatas para que florezcan más y más; antes de ir a la escuela la miro, pálida muchacha (por siempre andará), pálida muchacha, con suerte, sin suerte, sola, de extraña soledad; no oye bien, el mundo un poco se le va; pasa y pasa su belleza cinematográfica por las telarañas, los lises, las lunas de jardín.
Y sale del cedrón, sale del rosal, de los narcisos, todo de pétalos amarillos como el sol, la luz, el oro.
(Anda por todas partes su mano mítica, de cristal.)
Hasta que ahí, ahí, ella empieza a ser, un clavel grande, granate, rojo, del que se cae una gota de sangre interminable, que yo no puedo hacer cesar. l