Rosario Peyrou
"UN CLÁSICO es un libro que nadie quiere leer pero que todos quieren haber leído", escribió con perspicacia, ese ironista contumaz que fue Mark Twain. Nada mejor, para esta cultura que todo lo hace rápido y fácil, que recurrir al cine o a otras formas livianas de leer, sin leer, a un clásico. Tal vez porque la guerra invade la vida cotidiana de hombres y mujeres de este violento inicio de siglo, la Ilíada, ese poema fundacional de la literatura occidental, cobra nueva vida en el cine o en esta reescritura del italiano Alessandro Baricco.
Pero si Troya (dir. Wolfgang Petersen) es un producto hollywoodense sin remedio, el trabajo de Baricco no carece de dignidad y guarda mucho del perfume primitivo del antiguo poema. Viejo admirador de los cantos homéricos, armó este texto para una lectura pública que se llevó a cabo en Roma y Turín en 2004, con un sorprendente éxito. Baricco aclara que a las dos lecturas asistieron ("pagando", subraya algo cómicamente) más de diez mil personas, y que se transmitieron por radio para una enorme audiencia. Más allá de las dotes actorales de Baricco como lector, que tal vez sean excepcionales, la lectura en libro de su versión homérica habilita a creerle que algunas personas "permanecieron en el coche durante horas, quietas en su aparcamiento, porque eran incapaces de apagar la radio", como asegura. El hechizo debe atribuirse en primer lugar a Homero, pero la reescritura de Baricco no solo es decorosa sino que permite un acercamiento a la Ilíada que solo algún académico muy trasnochado podría calificar como sacrílego.
TIJERAS. En su intención de lograr un texto que pudiera ser escuchado por radio, el autor de City eligió antes que sintetizar, practicar cortes, eliminando repeticiones, aligerando las largas tiradas y a veces desechando escenas o episodios enteros (entre ellos los funerales y las justas en honor de Patroclo, por ejemplo). Pero lo que leemos en esta edición son en general las palabras de Homero, o al menos sus ecos, después del proceso de traducciones que van del griego al italiano, y de este a la reescritura, vertida luego al español (una puesta en abismo que le habría divertido a Borges, como el propio Baricco sugiere).
La segunda forma de intervención fue poner en boca de diferentes personajes lo que se cuenta. Así, por ejemplo, es Criseida la que narra el inicio de la Ilíada, y hombres pertenecientes a los dos bandos, relatan el combate junto a las muralla que en Homero ocupa el canto XII. También narrarán en primera persona Héctor, Ulises, Patroclo, Andrómaca, Helena, el propio Aquiles, entre muchos otros. El procedimiento, contra toda previsión, funciona, sobre todo porque esas voces que cuentan desde la muerte le agregan un eco melancólico que la Ilíada tiene y que Baricco quiere subrayar. Porque hay que decirlo: las intervenciones de Baricco son una interpretación de la Ilíada, una forma de leer el poema de Homero. Por eso para armar esta Ilíada moderna se atrevió a la intervención más audaz: eliminó por completo el plano del Olimpo y las acciones de los dioses. Estos existen solo como una mención en boca de los personajes, pero no son protagonistas decisivos. Los hombres ya no son juguetes de los dioses, como en Homero, sino víctimas de su propia condición, la de seres efímeros que saben que van a morir, y esa conciencia gobierna sus decisiones. La transformación, no es, sin embargo, violenta: esos dioses intrigantes y caprichosos (esa maquinaria perversamente infantil) que pinta Homero, son de algún modo una metáfora de la condición desamparada de los hombres frente al destino. En eso los griegos estaban más cerca de nuestra cultura escéptica que el hombre medieval, confiado en la justicia última del mundo, y seguro de una vida más allá de la muerte que los griegos no pudieron siquiera imaginar (el Hades es un sitio donde vagan apenas las sombras de los muertos). Esa eliminación de los dioses tiene, en ocasiones, un efecto curioso, sin embargo: por ejemplo, no es Palas Atenea la que engaña a Héctor haciéndose pasar por Deífobo en el Canto XXII para que enfrente a Aquiles y se pierda, sino el propio Deífobo. Pero esa súbita aparición y desaparición es tan extraña que el lector no puede evitar pensar en algo sobrenatural. Lo mismo sucede cuando Príamo va a las naves aqueas a reclamar el cadáver de Héctor: Baricco cambia a Hermes por un magnánimo desconocido que guía al viejo rey, y su aparición —en medio del brutal clima de destrucción y muerte— tiene algo de misterioso, de providencial, que trasciende el plano de lo real.
Para completar esa lectura propia, Baricco hizo algunas interpolaciones: puso en boca de Demódoco el final de la guerra de Troya basándose en la Odisea y agregó (y las señaló en itálica en el texto para que nadie se confunda) palabras suyas que aportan información posterior o que refuerzan una idea que quiere trasmitir. Así por ejemplo hace decir a Tersites, al escuchar la propuesta del combate individual entre Menelao y Paris que podría terminar la guerra (Il., III ): "Nunca había visto la paz tan cercana. Entonces me di vuelta y busqué a Néstor, al viejo y sabio Néstor. Quería mirarlo a los ojos. Y en sus ojos ver morir la guerra, y la arrogancia de quien la desea, y la locura de quienes la libran".
LA GUERRA Y LA PAZ. Porque esa es la intención explícita de Baricco en este libro: denunciar el horror de la guerra después del 11 de setiembre del 2001, cuando esa tendencia atávica de la humanidad ha vuelto con toda su furia y su locura, como si las matanzas del siglo XX no hubieran enseñado nada. ¿Denunciar la guerra reescribiendo un poema que la glorifica? Baricco es consciente de eso, y no se engaña: la Ilíada canta "la solemne belleza y la irremediable emoción que antaño fuera la guerra, y que siempre será", afirma. Pero arguye dos razones para emprender ahora su reescritura: una es la fuerza, "yo diría que la compasión, con que nos son referidas las razones de los vencidos. Es una historia escrita por los vencedores y, a pesar de todo, en nuestra memoria permanecen también, cuando no sobre todo, las figuras humanas de los troyanos". La otra es que entrelíneas, el poema deja ver "un obstinado amor a la paz", lo que Baricco llama "el lado femenino de la Ilíada". Porque son las mujeres "las que están convencidas de que se podría vivir de una manera distinta y lo dicen". Lo dice Andrómaca, lo dice Hécuba oponiendo a la razón del areté individual del guerrero, los derechos de la comunidad, los deberes de hijo, de padre, de marido. "¿No es admirable que una civilización machista y guerrera como la de los griegos escogiera legarnos para siempre, la voz de las mujeres y su deseo de paz?", se pregunta. Y agrega su opinión de que esas interminables asambleas de los guerreros que pueblan la Ilíada son maneras de "posponer lo más posible la batalla. Son Sheherazade, salvándose mediante el relato". Paradójicamente es Aquiles, el más fiero de los héroes homéricos, el que se abstiene de luchar y transcurre casi todo el poema tocando la cítara en su tienda, lejos de la guerra.
Desde esa perspectiva, puede llamar la atención que entre las supresiones, Baricco eligiera omitir por completo la descripción del escudo de Aquiles, que incluye una nítida pintura de los tiempos de paz. Lo hizo seguramente pensando que al lector moderno esa larga descripción de escenas cotidianas le resultaría tediosa. Apenas la alude en dos líneas, pero es claro que ese célebre pasaje homérico está precisamente destinado a contrastar el caos de la guerra y el mundo laborioso de la paz.
En una Apostilla final Baricco expone su "teoría" sobre la recurrencia a la guerra en la historia humana. Omite por completo los factores económicos y políticos que suelen estar en su base, y ensaya una explicación psicológica, atendiendo a las actitudes individuales frente a la guerra. En su opinión, la guerra siempre fue —y la Ilíada lo señala en la glorificación de su belleza— una experiencia central para el ser humano, "la única posibilidad para cambiar el propio destino, para encontrar la verdad de uno mismo, para elevarse a una alta circunstancia ética", por encima de la rutinaria mediocridad de la existencia cotidiana. La guerra era, según él, la posibilidad radical de mirar la vida desde la muerte. Tal vez por eso, los hombres iban cantando a la guerra en el pasado. Y hasta cita el caso de intelectuales como Wittgenstein y Carlo Emilio Gadda, que buscaron alistarse con la convicción de que allí se encontrarían a sí mismos. Pero Baricco no se queda en exponer su "teoría de la guerra". Propone que un "pacifismo verdadero" no debe demonizar hasta el exceso la guerra, sino construir otra belleza. "Dar un sentido, fuerte, a las cosas, sin tener que llevarlas hasta la luz, cegadora, de la muerte". Esa es la utopía que Baricco encara con un curioso, algo ingenuo (y envidiable) optimismo: "Lograremos, antes o después, sacar a Aquiles de aquella mortífera guerra. Y no será ni el miedo ni el horror lo que lo lleve de regreso a casa. Será cierta belleza, una belleza distinta, más cegadora que la suya, e infinitamente más apacible".
HOMERO, ILIADA, de Alessandro Baricco. Anagrama. Barcelona, 2005. Distribuye Gussi. 187 págs.