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Irene Vallejo: "Quise narrar con la técnica de los juglares"

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Irene Vallejo

Libros antiguos y sus historias

Entrevista a Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco, libro que ya conquistó a decenas de miles de lectores contando historias y enigmas de los libros antiguos.

Escribir la historia de la invención de los libros en el mundo antiguo exige muchas cosas. Una gran erudición, por ejemplo, o infinitas horas de biblioteca manejando papiros o pergaminos antiguos a punto de desintegrarse. Aún así puede sonar aburridísimo, a no ser que quien la escribe sea una gran contadora de historias. De esas personas que saben chupar la atención del prójimo creando tensión, expectativa, revelando enigmas, sea describiendo hechos heroicos, paradojas imposibles, o sucesos en apariencia triviales que, con el correr de los siglos, terminaron cambiando la historia para siempre.

Esa narradora es Irene Vallejo, autora del libro El infinito en un junco, La invención de los libros en el mundo antiguo, que viene ganando lectores en avalancha. En castellano ya alcanzó, en menos de un año, 40 ediciones. Está siendo traducido y será publicado pronto en decenas de países, de Estados Unidos a China, de Hungría a Turquía. Nacida en Zaragoza en 1979, Vallejo se sintió atraída desde pequeña por las leyendas de Grecia y Roma, estudió luego Filología Clásica, frecuentó el periodismo filosófico que vincula temas del presente con las enseñanzas del mundo antiguo, y ha escrito novelas históricas y libros infantiles.

Pero nada como El infinito en un junco, una suerte de libro de aventuras a lo Indiana Jones, vertiginoso y envolvente, porque si hay algo que se destaca al leerlo es la musicalidad del texto. Su sonoridad poética es miel para los oídos de los lectores, al punto que Vallejo parece estar allí, con cada uno de ellos, susurrándoles la historia al oído. Tuvo en Uruguay un eco muy fuerte en los clubes y talleres literarios por zoom, donde ahora se lee El infinito en un junco en voz alta y los participantes sólo escuchan.

El contacto se realizó vía zoom a España. Irene apareció en la pantalla con collarín. El día anterior había sufrido un leve accidente en su auto, lo que le generó un mal movimiento en el cuello y algo de dolor. Insistió, con una sonrisa natural, en hacer igual la entrevista.

Renovando los géneros

—El infinito en un junco no sólo está escrito con musicalidad poética. En el texto se habla de la oralidad.
—Para mí era muy importante que el libro fuera, por un lado, un homenaje a una generación de la escritura, al libro, a la posibilidad de fijar un texto, de conservarlo y hacerlo viajar al futuro. Por otro lado el estilo en que está escrito hace aflorar la oralidad, como tratando de narrar la historia con las técnicas de los juglares. Esas dos dimensiones, que conforman una especie de paradoja, explican lo importante que fue poseer un libro para conservar las palabras, los versos, las canciones, la belleza, y por otro lado hacer un reconocimiento a la oralidad, a ese un río que constantemente desemboca en la literatura escrita, trae afluentes y la enriquece. A mí me interesa mucho esa literatura que mantiene contacto con lo oral, con imaginarios, mitos y leyendas.

—Justo ahora la renovación de la novela latinoamericana se está dando por eso.
—Sí, este grupo de autoras, por primera vez todas mujeres.

—No como el boom, tan masculino.
—Es el primer boom realmente femenino, y es fantástico por cómo se está planteando, con esos híbridos totalmente inesperados. Ahí afloran fórmulas que parecen venir de esa oralidad inmemorial. Remota y al mismo tiempo profundamente contemporánea. Es estimulante.

—Esa apuesta a la oralidad tuvo un efecto curioso en Uruguay: tu libro se lee en voz alta para grupos grandes, que solo escuchan. Esa musicalidad que cautiva hoy a los lectores, ¿la generaste de forma consciente o inconsciente?
—Fui muy consciente. Es más, cuando escribo un párrafo o una página, me la leo en voz alta, porque el oído me dice cuándo he perdido el ritmo, o una frase se atasca. Entonces sé que hay que cambiar el orden, reescribir, ya que allí se ha perdido esa melodía. Porque en el origen de todo está mi fascinación con la narrativa de los cuentos, los poemas y las fábulas que me contaba mi madre, y durante una época también mi padre, que fue quien me introdujo a las leyendas de la antigüedad griega. A ellos los escuchaba antes de saber leer. Los libros me parecían a mí objetos indescifrables, y no me explicaba cómo los adultos tenían el secreto para extraer esas historias de unas páginas pobladas por esas hileras de hormigas, de distinta forma, circulando por el papel. Cómo conseguían sacar de allí datos, diálogos, mundos, universos. Mi primer enamoramiento, entonces, fue la palabra alada, decía Homero, esa palabra que vuela por el aire. Me gusta que mi literatura sea leída en voz alta. Siempre aspiro a que la gente llegue a mis textos como oyente, no como lector. Para mí es muy importante la música de la prosa.

—En un ensayo, todo un experimento.
—Me puse en contacto con una asociación de narradoras orales para entender los secretos, cómo conseguir que un relato fluya, la pronunciación, la recitación. O cómo se improvisa, con qué elementos y estructuras. Entonces la gente me dice ‘pero se repiten cosas’. Y sí, es como con Homero.

—¿Escribes poesía?
—No. Pero soy muy consciente de su musicalidad, por haber leído y disfrutado tanta literatura antigua. Virgilio, por ejemplo. A Homero y a él ahora los leemos como prosa, casi como si fueran novelas, cuando en realidad eran poesía. En su ritmo, sus conexiones, secuencias. Yo experimento con la música de la prosa.

—Como Bob Dylan.
—Él se siente poeta, y al mismo tiempo se acompaña de música, y escenifica, y esa es una de las características fundamentales de la oralidad. Los textos no se concebían como versiones definitivas, sino que se recitaban de memoria, con variantes, y alguien escuchaba y reproducía, y recreaba la canción. Así evolucionaron los poemas, son un caso de autoría múltiple. Posiblemente Homero sea la suma de todos esos individuos, de todos esos Bob Dylan que iban heredando cantos y temas arquetípicos.

—Pero, ¿cuánta libertad tenían?
—En el mundo de la oralidad solo podía triunfar un discurso ortodoxo, porque tenía que saltar de generación en generación a través de la memoria de la gente, de mucha gente. Los discursos periféricos, rebeldes, subversivos, no conseguían sobrevivir, porque no conseguían suficientes voces. Hasta que aparece el libro. Con él, cualquier discurso puede sobrevivir, queda protegido dentro del libro, y se puede perpetuar hasta siglos después y provocar cambios, hasta una revolución. Se pierde una libertad, y se gana otra. Cuando aparece la escritura Platón le hace decir a Sócrates precisamente eso, que va a ser el fin de la memoria, del conocimiento y la sabiduría. Ya no lo poseeremos, pues confiaremos en que está en los libros, en un lugar exterior a nosotros. Platón creía que los libros eran una forma de lectura tutelada frente a la oralidad, que era mucho más libre.

El junco, la materia

—¿Algún libro antiguo que te haya emocionado?
—Me sucedió con un manuscrito de pergamino, en la biblioteca Riccardiana de Florencia. Y no tanto por las palabras de ese libro de Petrarca, sino porque se me reveló lo material, lo que el libro tenía detrás en términos artesanales. Era un libro creado para aristócratas, para una clase social a la que no pertenezco, y que en su época me habría estado vedado a mí también por ser mujer. Pensé en todas las revoluciones y evoluciones sociales que habían ocurrido para que yo, en ese momento, pudiera disfrutar de ese libro concebido para privilegiados. Escuchaba cómo crepitaban las páginas de ese manuscrito que había sido copiado palabra por palabra, en todas aquellas páginas que en algún momento habían sido piel de animales. También recuerdo las notas que los copistas dejaban en los márgenes, pequeñas, sea porque les duele la espalda o desean que llegue la noche, pues al caer el sol dejarán de trabajar. En El infinito en un junco reivindico la materialidad de los libros.

—Por eso hay un junco en la tapa, la materia prima del papiro.
—Exacto. En aquel tiempo había tan pocas copias de cada obra... el hecho de que una estuviera escrita en un papiro de mayor o menor calidad, o de un pergamino, podía definir que sobreviviera cincuenta años más, o que quedara pronto inservible.

—¿Tuviste alguna obra en tus manos que estaba a punto de destruirse?
—Sí, tuve muchas. Que venían mal por la incidencia de factores varios, insectos, humedad. Con el pergamino incluso hay una forma curiosa de destrucción:_son pieles de animales que se tensan en un bastidor, y lo que podría ser una picadura de insecto, en la tensión de pronto se va abriendo, y abriendo, y puede terminar con un gran boquete en medio de la página. En algunos libros hacen cosas hermosas con esos boquetes, pues dibujan en la página siguiente y queda como una ventana. Luego hay gente que los mojó, o manchó con grasa por comer encima de ellos. O lisa y llanamente los tiraron a un vertedero, como en Egipto. Lo cual resultó paradójico, porque dado el ambiente seco que había en esos pozos los libros sobrevivieron, y llegaron hasta hoy.

De viajes y olvidos

—La novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco, está por todo tu libro.
—Es que Umberto Eco y Jorge Luis Borges son los fantasmas que rondan, me abren puertas, caminos. También está Alberto Manguel por una de sus obras, Una historia de la lectura, ya que fue el primero en interesar al público amplio por esta disciplina que en el fondo tiene una dimensión muy académica. Estos tres maestros de ceremonia son quienes me llevan de la mano, y El infinito en un junco es también un homenaje a ellos.

—La forma en que describes la ciudad de Alejandría, a través de autores como Kavafis, o con El cuarteto de Alejandría de Durrell, invitan a viajar, a conocerla.
—Quería que el lector tuviera como referencia a autores contemporáneos, conocidos, para darle un respiro, porque me da miedo que mis personajes antiguos resulten demasiado distantes, remotos.

—Tú misma te has embarcado en viajes literarios, por ejemplo con Horacio Quiroga.
—Sí, por eso fuimos a América Latina y lo hicimos entrando por Montevideo. Por Onetti también, aunque en realidad el viaje estuvo pensado para seguir las huellas de Quiroga. Luego cruzamos el Río de la Plata, y desde Buenos Aires fuimos a ver la réplica de la casa de Quiroga en la selva misionera, junto al río. Fue un viaje de descubrimiento, muy emocionante, porque guardo un recuerdo muy fuerte de las lecturas de Quiroga. Mis relatos de adolescencia eran un poco un plagio de Quiroga, pues siempre empezamos impostando o imitando los acentos ajenos. A mí Quiroga me impactó mucho más que el boom latinoamericano, o que García Márquez. Con esos fogonazos descriptivos, maravillosos. Todo tiene otras dimensiones allá en la selva, las distancias, los espacios. Su literatura refleja eso, con esa vegetación tan injuriosa que a veces es imposible vencerla, y engulle a los propios seres humanos.

—Onetti está en El infinito en un junco. Y_lo cierras con una cita de Ida Vitale.
—Son de esas lecturas que dejan huella, por eso quise que estuvieran. Ida Vitale, en particular, por algo que recorre todo el libro, y es la reivindicación de la palabra de las mujeres.

—Hablas de una “historia oculta”.
—Una historia olvidada, de forma deliberada, porque se ve cómo las mujeres que en su momento fueron muy leídas, luego les fue difícil perdurar de generación en generación.

—¿Tu heroína?
—Aspasia. Me parece fascinante. Tiene gran protagonismo en la democracia ateniense. Fue maestra de retórica y elocuencia de Sócrates. Era extranjera, y mujer, con derechos limitados. Pero grandes intelectuales de la época la reconocen. Se casa con Pericles y —dice Platón— que le escribe sus discursos. Sería la autora, entonces, del famoso Discurso funerario de Pericles, una de las definiciones teóricas más importantes de la democracia. Participó de la vida política a través de su marido, abrió espacios, y luego de ella comenzaron a aparecer mujeres en las escuelas filosóficas de la antigüedad.

—Pero no fue la única olvidada.
—Otra es Enheduanna, autora del primer texto firmado de la historia, mil quinientos años antes de Homero. Cuando se recuperaron sus textos en el siglo XX la apodaron “la Shakespeare de la literatura sumeria”, por su escritura brillante y compleja.

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Un mundo peligroso

El libro comienza con misteriosos hombres a caballo recorriendo Grecia, a puro galope, sin fijarse en los aldeanos que los miran con desconfianza. Son cazadores en territorios violentos, que buscan presas muy raras: quieren libros, apenas unas décadas después de la muerte de Alejandro Magno. Llevan mucho dinero para cumplir con el encargo del Rey de Egipto, quien quiere construir la biblioteca más absoluta y perfecta, la que más tarde se conocerá como la legendaria Biblioteca de Alejandría.

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