por László Erdélyi
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El 13 de noviembre de 2015 un comando jihadista atacó en tres puntos diferentes de París matando a 130 ciudadanos inocentes y dejando varios cientos de heridos. Años más tarde se celebró, entre el 2020 y el 2021, un mega juicio contra el único jihadista sobreviviente que ejecutó la masacre —los demás murieron— junto a otros 13 implicados en menor medida en la operación. Un juicio programado que duró 9 meses y se llevó a cabo en una sala construida para la ocasión —una gran caja de madera contrachapada, sin ventanas, dentro del Palacio de Justicia de l’île de la Cité de París, de 45 metros de largo por 15 de ancho— que le costó al contribuyente francés 7 millones de euros. El lugar le resultará familiar al turista uruguayo, pues está junto a la muy concurrida capilla gótica Sainte-Chapelle y sus magníficos vitrales, como también familiar para los amantes de la novela policial, pues es adyacente al quai des Orfèvres, lugar que supo merodear el inefable comisario Maigret.
El juicio llama la atención del famoso escritor francés Emmanuel Carrère, periodista, cronista, novelista o, como gustan llamar ahora, autor de “novelas de no-ficción”. Una calificación muy discutible. A veces novelar es la mejor forma de acercarse al alma de los hechos porque la crónica pura y dura apenas logra merodear la verdad. Otras es al revés. No hay, pues, una fórmula infalible ni una etiqueta precisa. Lo que sí hay son narradores buenos y malos. Carrère es de los buenos, y no es la primera vez que su trabajo como periodista, realizando crónicas, termina proyectando el tema a un registro más amplio, el de un libro. A veces sobre crímenes espantosos, como en El adversario (2000), buscando las causas profundas del horror. Quien haya leído El adversario, sobre el caso del padre que mató a su esposa, a sus hijitos, a su perro y a sus padres para que no se enteren de su crimen, nunca olvida a Carrère.
Cubrir un juicio implica estar todos los días presente en el lugar donde se desarrollan las audiencias. Es, en sí, un acto de resistencia. Carrère lo hará con el compromiso de una nota semanal para la revista Le Nouvel Observateur. El libro, publicado en París en 2022, reunió esas crónicas y agregó más. Llega ahora en castellano como V13. Crónica judicial, con traducción de Jaime Zulaika.
Detector de mierda. La crónica de un juicio penal puede tener, para el común de la gente, el incentivo de saber si al final el acusado es o no culpable. Según la narradora australiana Helen Garner esa es “la pregunta menos interesante que se puede llegar a formular” (La casa de los lamentos, Crónica de un juicio por asesinato, 2018). Lo que a Garner le interesaba era ir detrás de las palabras, saber si los presentes, acusados, testigos o lo que sean, eran sinceros y estaban diciendo la verdad (“En mi cabeza suena (...) un detector de mierda que se había activado, eso era todo. La alarma de una mujer que llevaba más de sesenta años en este mundo escuchando a los hombres a veces decir verdades, a veces contar mentiras”). En el caso de París, Carrère activó ese detector en todas las fases del juicio y para todos los participantes, así fueran técnicos presentando pruebas, magistrados, víctimas sobrevivientes —directas o familiares de fallecidos— o los integrantes del comando jihadista.
Porque todos, de forma consciente o inconsciente, pueden apoyarse en frases estereotipadas, relatos repetidos, o ser víctimas de una memoria traicionera que acomoda los hechos. O pueden, de forma inesperada, aportar una historia que acerca al auténtico horror. Al alma de los hechos. Para eso había que estar siempre atento, sentado en sillas muy incómodas ocho horas al día, tomando notas, siempre atento a las pistas que revelaran cuestiones inesperadas. Por ejemplo, el juicio está comandado por un magistrado hombre al que rodean cuatro magistradas mujeres. Escribe Carrère: “Se debe al hecho de que la justicia francesa es una profesión a la vez machista y mayoritariamente femenina, lo que va aparejado al hecho de que cada vez está peor pagada”.
El foco está en el jihadismo. El avance de la cultura musulmana en Europa, un hecho inédito, ha tenido diversas instancias de asimilación o choque, según el país. En Francia el asunto está que arde, con picos de violencia también inéditos entre franceses musulmanes y no musulmanes. Cuestiones como el legado del colonialismo (Argelia) o el ejercicio pleno de la ciudadanía (a cara descubierta, sin velo) son ollas a presión siempre a punto de estallar. Entre los descontentos que hay una minoría radicalizada que está dispuesta a dar un paso más. De ahí al acto terrorista hay poco, si es que logran organizarse. Hace falta logística.
El contexto ofrece oportunidades. Si en los atentados del 11/S contra las Torres Gemelas y los previos de Al Qaeda en París (2003), como en otros de esos años, predominaban los terroristas provenientes del Medio Oriente, en los de París del 2015 la mayoría eran nativos de Molenbeek, un barrio de Bruselas conocido por ser el refugio de los musulmanes radicalizados. Para Carrère, pues, era un dato incómodo que había que tratar de comprender, sin apelar al supuesto “choque de civilizaciones” u otros reduccionismos.
Con el detector encendido Carrère buscó esas claves ocultas. Que pueden estar dentro de la sala del juicio, o muy cerca, en otro tribunal especial que se lleva a cabo al mismo tiempo en un sótano del Palacio de Justicia, una nueva instancia contra Illich Ramírez Sánchez, alias Carlos, alias El chacal, preso desde hace 20 años por actos de terrorismo. Lo que pone al lector frente a un contexto quizá novedoso para los más jóvenes: Francia hace décadas que se enfrenta a este tipo de violencia radicalizada, y que —sabrá por el libro— la justicia para el crimen común ya no es la misma que la justicia por actos terroristas. Que en esta última la mera intención de cometer un acto criminal ya es pasible de condena. Ocurre con dos de los acusados, Mohamed Usman y Adel Haddadi, que deberían haber participado en los atentados pero no llegaron, tuvieron un retraso, estaban en Eslovenia. “En la justicia normal esto se llama una coartada irrebatible, que conduce a la absolución por muy malas intenciones que se tuviesen. En la justicia antiterrorista eso no es así, la intención basta y esos dos hombres pueden ser sentenciados a 20 años de cárcel”. Lo que deja todo en terreno fangoso. Carrère lo lleva al plano de la ciencia ficción, citando la gran película de Spielberg Minority Report (2002, con Tom Cruise), basada en relato de Philip K. Dick. Y agrega, mordaz: “todavía no hemos llegado a detener preventivamente como pedófilos a todos los hombres que llevan sotana”.
Saber escuchar. Otra cuestión que sobrevuela los 9 meses de juicio es la del infinito dolor provocado por el comando jihadista, una llaga de ausencias y duelos que las víctimas sobrevivientes, o familiares y amigos de los muertos, expresan en el estrado con sus testimonios. Así, el último contacto con el ser querido en la tarde de los atentados, un beso fugaz, un saludo casual, o un hasta pronto que sería definitivo, quedan congelados en la memoria. Carrère los escucha a todos. A veces sus relatos están cargados de imágenes y frases que los medios han instalado de forma reiterada, y aburren. Otras veces sus palabras salen desde un lugar profundo del alma, con términos que parecen fuera de contexto, como surgidos de un sitio donde la rabia deambula tratando de comprender una ausencia. “Unos encontraron las palabras justas y conmovieron, los demás enhebraron tópicos y fatigaron”. Están los que creen que expresando y sacando para afuera el dolor sanarán, curarán las heridas. Buscan un imposible, un retorno a la normalidad, al último beso, a aquel cruce de ojos casual con el ser querido. Una vuelta a la vida como era antes. “La inmensa psicoterapia de estas cinco semanas que acaban ha tenido la belleza de un relato colectivo y la crueldad de un casting” escribe Carrère. De todos los testimonios, el que se fija en la memoria del lector es el de Nadia Mondeguer, mamá de Lamia, que murió en el acto baleada junto a su novio en la terraza del café La Belle Équipe.
Lo otro fue detectar si los jihadistas eran capaces de entender el dolor que provocaron. Si mostraban algún signo de empatía. Pero todos, con la excepción de uno —quien no se sabe si evitó accionar su cinturón de explosivos por piedad o por puro egoísmo— son segundones. Los ejecutores están muertos. Se sabe que éstos reían, durante su entrenamiento en Siria, mientras decapitaban a prisioneros indefensos, o mientras miraban videos de cómo quemaban vivo a un piloto jordano encerrado en una jaula. También que disfrutaron ametrallando inocentes en Bataclan o en los demás sitios, a veces a las risas. Los testimonios son enfáticos, “lo único que los excitaba era dispararnos” recuerda una. Durante el juicio en general optaron por el silencio.
Carrère logra con inteligencia ir despejando la bruma. Describe motivaciones, orígenes y otras circunstancias. “El V13 es, en principio, una historia belga” explica. La mayoría provenían de familias de clase media y alguno de familia adinerada. Nada les faltó, ni tampoco vieron morir a gente inocente en Siria bombardeada por rusos, franceses o norteamericanos. El ascenso del ISIS, el brutal califato sirio, les dio apoyo como también un estado de locura frívola que deja a sus antecesores terroristas de los años 70 como personajes vintage, acartonados. El atentado parisino se llevó a cabo con cierta improvisación y mucha fanfarronería, algo alejado de la sofisticación que tuvieron los atentados del 11 de setiembre en Estados Unidos. “Hay un orgullo jihadista, una confianza jihadista, que explica por qué los programas de desradicalización dan tan mal resultado”. Ese proceso de “radicalización” apenas se comprende, pues para “corregirlo” se apela a estereotipos. Ni los padres musulmanes logran entender qué les pasó a sus hijos.
A pesar del esfuerzo Carrère deja entrever una profunda frustración, la de quien intuye una verdad pero no logra trasmitirla, porque no encuentra interlocutores adecuados entre los franceses. Sea porque la comunidad en la que vive no quiere entender, o no puede, y se encierra en lugares comunes o prejuzga por el color de piel. Lo ve en los mismos policías que controlan el ingreso al recinto del juicio, son cordiales con los abogados, periodistas y testigos, pero no con los que tienen otro color de piel. De todas formas el ambiente es “tranquilizador” ya que los de la otra piel son los acusados.
El libro pinta un cuadro complejo y sutil de la mentalidad francesa, muy a lo Balzac, como también a la hora de profundizar en lo oscuro del alma de sus compatriotas y de los jihadistas, muy a lo Dostoievski. El autor cree que “no hemos sabido escuchar”. Con ese estímulo escribió un libro asombroso que merece una lectura atenta, uno que —al decir de Spinoza—_no juzga, ni deplora ni se indigna. Solo intenta comprender.
V13, CRÓNICA JUDICIAL, de Emmanuel Carrère. Anagrama, 2023. Buenos Aires, 264 págs.

Más datos sobre un retrato parisino a lo Balzac.
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Cada abogado defensor de los terroristas percibió, por el juicio, no más de 50 mil euros. Los abogados de las víctimas, en promedio, un millón y medio de euros. Una víctima dijo que su mayor indignación fue haber sido pisada por gente que huía de los disparos; otro, que su mayor tormento era haber pisado. En su camino a París, los terroristas se detuvieron para comer un bocado en la ruta; las cámaras los captaron partiéndose de risa, aun sabiendo que al día siguiente iban a morir.