El visitante silencioso

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CARLOS REYES

"LA TORTUGA, debajo de su caparazón, es felina", sostenía el actor y mimo francés Étienne Decroux (1898-1991), gran renovador de la mímica contemporánea y profesor de Marcel Marceau (1923-2007), quien aprendió de su maestro un concepto que definiría su arte: "Si el mimo no es débil, no es mimo".

Pero mientras Decroux, hombre de carácter duro, trabajaba sobre el movimiento del actor "con crueldad de bisturí", como lo sostuvo un discípulo suyo, Marceau supo sumar a la técnica una fuerte carga afectiva, edificando un estilo propio que cautivó no sólo a los amantes del teatro, sino a un rango más amplio de público. En ese aspecto, el creador del querido personaje Bip logró lo que todo artista aspira: comunicarse con los públicos de todas las culturas, niveles sociales y grados de preparación.

Su fallecimiento, el pasado sábado 22 de setiembre, se sintió como una profunda pérdida en las más dispares geografías, en particular en todos aquellos lugares donde el mimo francés se había brindado desde los escenarios a lo largo de décadas. En Uruguay realizó magníficas presentaciones por casi medio siglo.

POSGUERRA. Cuando el lunes 30 de julio de 1951 Marceau se presentó ante el público uruguayo no lo hizo con su propia troupe. Fue en filas de la compañía Grenier-Hussenot que aquel artista delgado y aparentemente desgarbado subió al escenario del Solís, para interpretar -no como primera figura- un programa inusual.

La compañía parisina de Jean-Pierre Grenier y Olivier Hussenot era un claro exponente del arte juvenil de posguerra. Según Paul Arnaud, director de La Revue Théâtrale, el rubro transitaba por un género ligero, "no muy alejado del estilo de la commedia dell`arte, con sus gags brillantes aunque un poco superficiales".

En la primera actuación en Montevideo ofreció como plato principal la comedia ballet Le mariage forcé, de Molière, en la que Marceau no participó. Sí lo hizo en el papel de Pierrot en Parade, sobre textos de Paul Verlaine y Jules Laforgue, además de intervenir en algunos divertimentos.

En la función del día siguiente se hizo Liliom, de Francois Molnar, una obra netamente trágica en la que Marceau tampoco intervino. Recién en la tercera y última jornada, el joven mimo pudo desplegar sus propias creaciones.

La compañía, que operaba en París en el Teatro Renaissance, también había traído en esa gira al grupo Les Frères Jacques, cuatro asombrosos fantasistas de la canción que enfundados en mallas de seda, con guantes blancos, largos bigotes y altas galeras, representaban "La Rose Rouge", un número de cabaret que con canto y baile evocaba los días de la belle époque. Fue promediando la función del último día en esta ciudad que Marceau presentó las pantomimas de Bip, causando el asombro del público. A partir de ese momento, y por décadas, el público uruguayo aplaudió a rabiar a ese personaje filiforme, de cara enharinada, pantalón ancho, camisa marinera y una gestualidad corporal en apariencia frágil, aunque llena de vida. Los dibujos que el artista plástico uruguayo Eduardo Vernazza realizó sobre el mimo francés dan cuenta de esa admiración.

Cuando el artista reaparece a mediados de 1957 ya encabeza la Gran Compañía Francesa de Pantomimas Marcel Marceau, y llega con un repertorio fortalecido. Además de su popular Bip, ofrece cuatro enjundiosos mimodramas, entre ellos "El 14 de Julio", que ya había causado sensación en el Teatro Ambigu, de París.

Se celebra en la Plaza de Montmartre el día de la toma de la Bastilla y una tormenta dispersa a la concurrencia y frustra el discurso del alcalde. Un muchacho y una joven que recién se conocieron se refugian de la lluvia en un parque, donde a través de un sueño realizan un paseo sentimental por París. La tormenta finaliza al alba, culminando así la romántica velada patriótica.

Pero en materia de estilo, fue el mimodrama "El lobo de Tsu ku mi" el más experimental dentro del repertorio de aquella gira, puesto que recuperaba en forma y contenido una leyenda oriental del siglo XIII, con su estética despojada y sobria.

Al levantarse el telón, un campesino lucha con un lobo, que interpreta Marceau. Llega un sabio, quien salva al hombre de las garras del animal, pidiéndole luego a cada uno que cuente su versión de los hechos, para poder él pronunciarse sobre quién dice la verdad. El oso y el campesino se ven obligados a representar nuevamente lo acontecido, a lo que suman los mudos argumentos de sus puntos de vista. El número era formidable, y los elogios de la crítica fueron para todo el equipo, incluyendo el deslumbrante trabajo de los decorados y vestuarios de Jacques Noël.

En las visitas siguientes al Uruguay, Marceau aligeró la compañía, que en muchos casos se limitó a su actuación unipersonal. El tiempo de las grandes pantomimas, con ocho o diez artistas en escena, iría quedando atrás.

LA LECCIÓN DE BARRAULT. Imposible comprender cómo surge el arte de Marceau sin tener en cuenta su pasaje por la compañía de Jean-Louis Barrault (1910-1994), quien hacia los años `30 había realizado espectáculos de mímica de notable carácter experimental.

En realidad, la recuperación de la pantomima como un arte de primer nivel se venía dando en Francia a partir de las experiencias de Jacques Copeau (1879-1949), y en buena medida como parte de la revaloración del teatro oriental.

Los más destacados discípulos de Copeau continuaron trabajando en esa dirección, y fue en la compañía de uno de ellos, Charles Dullin, que Barrault desarrolló una serie de pantomimas que elevaron el género hasta puntos nunca antes alcanzados. En sus espectáculos mudos, Barrault, junto a Decroux, fijó una modalidad de trabajo que luego Marceau capitalizaría. Sus búsquedas aportaron toda una gramática corporal, en la que las zonas del cuerpo y sus movimientos tenían su equivalente gramatical: el tronco era el sujeto, los miembros, los complementos, y el verbo, la acción física.

Con influencia del cine mudo, Barrault llevó a los escenarios pantomimas de carácter trágico, en las que los actores se presentaban prácticamente desnudos, para que se pudiera apreciar el juego de los músculos en acción. Fue así que escenificó, en la sala del Atelier, relatos tomados de las novelas de William Faulkner y Knut Hamsun. El impacto de una puesta en escena muda era tan grande en aquellos días, que los bomberos que hacían guardia en el hall del teatro se inquietaban al no escuchar ruido en la sala.

Fue justamente en la compañía de Madeleine Renaud y Jean-Louis Barrault que Marceau destacó en el personaje de arlequín asesino de la pantomima "Bautista". Muy poco después, en 1947, el gran mimo galo funda su compañía propia y desarrolla el personaje Bip.

Las diferencias entre el método de Barrault y el de Marceau era muchas. Barrault presentaba sus pantomimas casi sin música, infundiéndoles un sentido trágico. Marceau se volcó más hacia el juego, aportando en sus espectáculos cuotas equilibradas de humor, melancolía y una honda humanidad, logrando así comunicarse con un público no especializado. Este hecho estuvo en la base de su éxito internacional, que se proyectó principalmente en Japón, Alemania y Estados Unidos, pero también en Rusia e Hispanoamérica.

Marceau dio a conocer al mundo un conjunto de experiencias ajenas, que en muchos casos fueron interpretadas como creaciones originales suyas. Fue el caso del conocido ejercicio "Caminata sin desplazamiento", que inspiró el estilo de baile Moonwalker, del ídolo pop Michael Jackson. Ese ejercicio lo habían desarrollado Barrault y Decroux en la compañía de Dullin, y Marceau lo popularizó a lo largo y ancho del mundo.

Claro que hubo otras influencias notorias en el arte de Marceau, desde las grandes estrellas del cine mudo hasta el bailarín ruso Rudolf Nureyev. Y allí radica parte de su genialidad: la síntesis que realizó con ese legado y el marcado carácter personal que le dio.

TRAS LOS PASOS DE BIP. Hay que volver a Montevideo, ahora a mayo de 1961, cuando Marceau reaparece en el Teatro Solís, su gran escenario montevideano. En esa gira el artista se presenta con un programa unipersonal que el paso del tiempo convirtió en su caballito de batalla. Sin embargo, siempre contó con su partenaire Pierre Verry, quien había hecho de campesino en la leyenda oriental del oso, y que luego pasó a ser su presentador.

En la primera parte de la función, el mimo ofrecía sus clásicas pantomimas, entre ellas las famosas "La escalera" y "Marcha contra el viento". La segunda parte estaba dedicada exclusivamente a Bip, en todas sus variables: domador, patinador, músico callejero, vendedor de porcelanas, bailarín, pintor, marino… y también suicida.

Entre estos números sobresalía "El fabricante de máscaras", una pantomima del artista chileno Alejandro Jodorowsky en la que Marceau alcanzaba uno de los momentos más trágicos del espectáculo. Así, a través del mimo francés también se dio a conocer en Uruguay el complejo arte de Jodorowsky, artista polémico, creador del Teatro Pánico y de otras experiencias escénicas de vanguardia de los años `60.

Con pocas variables, Marceau repitió su programa en sus sucesivas visitas a Montevideo, entre las que destacaron sus giras de agosto de 1965, de junio de 1971 y de agosto de 1987, siempre en el Solís. También se presentó en julio de 1989 en el Teatro Odeon (calle Paysandú 767), donde según la crítica, la música cobró mayor protagonismo, y la melancolía también.

Sobre el trasfondo de Bip se tejieron muchas especulaciones, algunas alentadas por el propio mimo, que tenía fama de gran conversador. En general, el artista hacía referencia a su poder de observación que ya desde niño le llevaba a remedar cuanto veía, fueran pájaros o árboles: "En mi infancia hablaba el lenguaje del silencio, identificándome con todo lo que vibrara y latiera a mi alrededor".

Así, Marceau solía fundamentar su arte y su personaje fetiche, con un concepto algo idealizado de la comunicación no verbal: "Todo se puede expresar por medio del arte de la mímica, que elude palabras falsas que se elevan contra la comprensión entre los hombres", afirmó en su artículo "El lenguaje del corazón", sosteniendo que sus espectáculos rompían las barreras de los idiomas, las edades, las clases sociales y las nacionalidades. Desde esa óptica, Bip fue un formidable exponente de la segunda posguerra, representando una nueva forma de comunicación entre las naciones, más allá de los idiomas.

Otras veces, este arte silencioso fue relacionado por Marceau con los horrores del nazismo: "La gente que volvía de los campos de concentración no podía hablar, no sabía cómo contar lo ocurrido. Yo me llamo Mantel y tengo orígenes judíos. Tal vez eso haya influido inconscientemente en mi elección del silencio", afirmó a los 74 años en una entrevista de Le Monde aquel hombre que había perdido a su padre en Auschwitz y que tuvo que cambiarse el apellido para no despertar sospechas.

Pero fue la poesía de Jean Cocteau la que mejor sintetizó el carácter tragicómico de Bip: "Entra en nuestras casas con paso de ladrón y con el terrible descaro del claro de luna, un chiflado de rostro blanco y ojos de sorpresa con la boca desgarrada de un trazo rojo, presa de las dificultades del mundo moderno".

Pantomimas nacionales

SI BIEN EL teatro uruguayo tiene un hito fundacional en las pantomimas de José Podestá interpretando a Juan Moreira, el arte de actuar en silencio ha quedado muchas veces relegado de los escenarios locales. Quizá por eso, las experiencias que llevó adelante a fines de los años `50 la compañía de teatro independiente La Máscara, adquieren un doble valor.

En 1958, en su salita del Ateneo Popular (Río Negro 1130) ese grupo de teatro, bajo la dirección de Bruno Musitelli, estrenaba Con y sin palabras, un espectáculo con dos pequeñas obras del autor chileno Armando Cassigioli y dos breves representaciones mudas. La pantomima "El primer cliente", de Luis Mario Somma tenía un único personaje, que interpretaba Ricardo Espalter. Algo más complejo era el mimodrama "El espantapájaros", de Espalter, que este actor realizaba junto a Estela Fernández y Eugenio Troullier.

"El primer cliente", cuyo guión fue publicado en 1963 por la editorial Martín Bianchi, ofrecía a Espalter un amplio rango de emociones para comunicar a la platea. Un fotógrafo acaba de inaugurar su negocio, transitando su ánimo entre la alegría y la ansiedad. De pronto, una madre llega con su inquieto hijo, y solicita una foto del niño. Toda la acción se desarrolla entre la mala educación del chico, la impaciencia de su madre y los nervios del comerciante. Finalmente la señora se harta y se va con el niño y sin la foto, dejando una profunda amargura en el rostro de Espalter.

La prensa fue muy receptiva con este montaje. Mientras el semanario Marcha celebraba la resurrección de un antiguo arte, el diario Acción festejaba "su inventiva, su calidad artística y su ponderada gracia original". La revista Mundo Uruguayo, por su parte, lo recomendaba a sus lectores tanto por su excelente realización como por lo inusual de la experiencia escénica.

Un año más tarde, en 1959, La Máscara puso en escena Silencio… gente en obra, un espectáculo totalmente mimado que suma al elenco anterior dos actores: María Antonieta Díaz y Bruno Musitelli. Allí se ofrecía un recorrido por diversas formas de interpretación muda, desde el ejercicio de estilo hasta la pantomima y el mimodrama abstracto. En uno de los cuadros, llamado "Tic barre", un barrendero lucha por realizar su trabajo un día de viento. Medio cigarrillo encontrado en el suelo le invita a una pausa en la dura tarea. Pero al escuchar un ruido (el espectáculo tenía acompañamiento de armónica) vuelve en él el sentido del deber y continúa con su escobillón imaginario. De pronto encuentra un anillo. Parece de valor, a juzgar por su brillo. Imagina que podrá comprarse zapatos nuevos, mejorar su aspecto. Entra un señor, buscando la joya perdida. El hombre de la limpieza niega saber del asunto, pero cuando queda solo su felicidad se ha derrumbado. Corre tras el caballero y le devuelve el valioso objeto, simulando haberlo hallado recién. Con una mezcla de orgullo y tristeza (tributaria tanto de Chaplin como de Marceau), Tic reanuda la imposible labor de meter las hojas de los árboles en su vistoso carrito de dos ruedas. La lección del gran mimo francés había echado raíces.

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