El último europeo

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ANTONIO LARRETA

EL CASO DE Sándor Márai es emblemático, además de ser trágico. Un escritor fuera de serie es extirpado de la cultura de su país, Hungría. Como un tumor. Se prohiben sus obras, se secuestran. El régimen represor dura unos años, pero nadie, que se sepa, repara el crimen. El hombre se suicida treinta años después en San Diego, California. Hacia fines de siglo un astuto editor italiano compra toda su obra y empieza a publicarla. Es una operación brillante. Sándor Márai se convierte en un escritor de moda, medio siglo después de haber escrito torrencialmente su obra. El éxito despierta un prejuicio en la crítica establecida. Quizás no se debe asaltar de ese modo el canon de cada uno. Tras El último encuentro, vulgar título español de una novela cuyo original húngaro se traduce mejor por "Las brasas" o "Rescoldos", en todo caso una cumbre de la literatura de ficción, Márai o su sombra editora han publicado dos libros de memorias que se deben incluir entre los más notables del siglo pasado: Confesiones de un burgués y ¡Tierra! ¡Tierra!.

Las novelas no tienen el mismo nivel; ninguna hasta ahora llega a la altura de El último encuentro. Pero acaba de publicarse La hermana, que escribió después de aquella y se percibe la proximidad en una escritura de extrema riqueza humana y filosófica, no exenta de humor, cuya traducción también parece finísima.

PRIMERA PARTE. Es un largo prólogo en que el propio Márai, o el escritor en que se encarna, durante un encierro forzoso en un hotel de montaña en medio de una tempestad de nieve, traba una casual amistad con un pianista célebre, inexplicablemente retirado de su profesión. La tormenta y el encierro compartido facilitan cierta intimidad, en que el músico termina por explicar su ostracismo. Ha padecido una enfermedad terrible, se ha recuperado, pero ha perdido para siempre la sensibilidad de dos dedos de su mano derecha (el anular y el meñique) y no podrá jamás tocar el piano. Al día siguiente, los dos hombres se despiden. El músico ha dejado caer que consignó en un diario su larga enfermedad y que quizás un día se decida a mandárselo a su accidental amigo escritor. Todo eso ocurre sobre el telón de fondo de la Segunda Guerra Mundial y un doble suicidio de una pareja de desconocidos, huéspedes del mismo hotel.

Dos años después, en el fragor del final de la guerra, el escritor recibe la noticia lacónica de la muerte del músico, y el envío inesperado del diario, legado expresamente a él por aquel amigo del que nunca ha vuelto a tener noticia. Ese diario constituye todo el resto del libro, salvo una reflexión final del escritor, o sea Márai. Es un juego, un desafío, de un autor que es un maestro en escamotear los significados, un malabarista. Un mago.

SEGUNDA PARTE. Ahora el que escribe es el músico (la historia de su enfermedad). La misma noche de la llegada a su adorada Florencia, donde va a dar un concierto, debe internarse de apuro. Se le ha declarado un mal de tipo viral, cuyo nombre los médicos italianos se niegan repetidamente a pronunciar. ¿Para qué quiere aprender una palabra latina ininteligible? El hombre arrastra durante meses la tortura del mal innominado. Entabla excelentes relaciones con sus médicos. Uno, el Profesor, responde a las exigencias de su cargo; es además un filósofo. Esconde sus sentimientos tras la disciplina y el velo profesionales, hasta el final. Pero inspira al enfermo una confianza y un agradecimiento cada visita más profundos. El otro es el polo opuesto: es comunicativo, inseguro, destila imaginación y humor, el enfermo no tarda en llamarlo su "chamán". La enfermedad, con sus vaivenes, que son muchos -quizás Márai se permite demasiados-, la perspectiva de curarse o morir, hacen de ese doble diálogo una fuente inagotable de indagación, emoción y también invención poética, y es allí donde La hermana bucea en las mismas fuentes existenciales de El último encuentro. Pero el autor reserva una sorpresa. Hay una tercera parte que es pura delicia.

TERCERA PARTE. Las cuatro Hermanas de la Caridad que se han repartido durante varios meses la atención diaria y más íntima del enfermo, pasan inesperadamente a primer plano. Apenas habíamos sonreído al conocer sus nombres respectivos, que parecen provenir de una ópera bufa mozartiana. Son Dolorissa, Cherubina, Matutina y Carissima. Márai establece una suerte de coreografía entre las cuatro, el cumplimiento de sus deberes y, sorprendentemente, su compromiso humano con el enfermo. Una de ellas, Carissima (cuya traducción es simplemente "queridísima" y no "la más querida" que proponen los traductores). A propósito, la traducción es excelente, en la medida en que puede juzgarla alguien que ignora el húngaro, pero no que es el idioma más impenetrable. Nadie lo sabía más que Márai cuando deja definitivamente su país justamente pensando que su carrera literaria ha terminado. Pero habrá convocado él también a su Carissima, que lo ayuda en su última noche de angustia con una queridísima inyección de morfina. A propósito, también el tema de la adicción se instila en la novela con el tacto y la elegancia de Sándor Márai.

LA HERMANA, de Sándor Márai. Salamandra, Barcelona, 2007. Distribuye Océano. 253 págs.

Enfermedad sin nombre

CARINA BLIXEN

CUANDO la enfermedad se instala en el cuerpo del protagonista de La hermana, éste percibe que nada en su vida será igual: su sensibilidad se abre a lo desconocido e incontrolable que se apropia de su ser. Dócil y lúcido sabe que no hay protesta ni rebeldía posible. Entiende que la enfermedad es un proceso que integra vida y muerte. "La muerte no llega con un gran suspiro y un punto final. Al contrario es un fenómeno complejo que se articula en estados sucesivos", le dice Z., el músico, al comienzo de la narración, al escritor que recibirá su manuscrito.

El intento de interpretar la enfermedad no es nunca inocente. De esto trata en parte La hermana de Sándor Márai, otra "puesta en escena" de emociones fuertes que, esta vez, giran en torno a la pasión, la insatisfacción, la dolencia y la muerte. Aislado del mundo en guerra, exiliado de un amor frustrante, recluido en un hospital, la fiebre arrastra a Z. a situaciones de inconsciencia, delirio, pérdida de sí.

La enfermedad es también una coartada que permite alejarse de la vida, eludir sus conflictos, refugiarse cuando algo dentro de uno no encuentra satisfacción. Es, una vez instalada, un camino de conocimiento de sí mismo. El enfermo no sabe cómo experimentará el dolor, qué recursos de respuesta tendrán su cuerpo y su mente. No se ha preguntado seriamente hasta el momento cuántos deseos tiene de seguir viviendo. La afección abre la posibilidad del abandono: nada más fácil para terminar con la vida y sus conflictos. Este enfermo conoce también el alivio de la droga, la dependencia, la seducción del vacío.

Una y otra vez Z. pregunta a sus médicos qué tiene. Le contestan que saber un nombre en latín en nada lo va a ayudar. Al revisar su lúcido ensayo sobre La enfermedad y sus metáforas (1977), Susan Sontag insistía en que "la metáfora consiste en dar a una cosa el nombre de otra". Enferma de cáncer, Sontag hizo el esfuerzo de comprender los sentidos de los traslados nominales para aligerar el peso mítico negativo con que la sociedad carga a las enfermedades terminales. Lo hizo para poder enfrentar el cáncer sin los terrores que las imágenes habituales le adhieren y que hacen más difícil lidiar con él. La enfermedad pone a quien la padece ante lo que no tiene explicación. En un momento de su reflexión, Sontag se acuerda que Kafka le escribía a Max Brod, en octubre de 1917, que había "llegado a pensar que la tuberculosis… no es ninguna enfermedad especial, o que no merece ningún nombre especial, sino solo el germen de la misma muerte, intensificado…". Kafka rehuye digresiones y coartadas: quiere la pelea mano a mano. La hermana narra otra batalla de esa guerra de final previsto.

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