Gloria Salbarrey
POCOS PUEDEN HABLAR de estilo mejor que Carlos Liscano, analista consumado de los trucos del oficio e investigador obsesivo del porqué, dónde, cuándo y qué decir.
Igual que de niño se apartaba del juego en medio de un partido de fútbol, y observaba, al escribir también se contempla y se ve buscando frases que suenen como puñetazos violentos, semejantes a las ya ensayadas en El furgón de los locos. De hecho consigue acumular sentencias, generalizaciones abstractas, tajantes y breves, comenzadas con la palabra "porque", como si tuviera siempre una causa y una razón para todo, como si el suyo fuera un discurso racional y nada más. Sin embargo, a veces se trata de expresiones subjetivas, contradictorias, complementarias y provisorias, propias de la indagación emotiva, que se aferra a los recursos seudo-lógicos en medio de un periodo de sequía productiva.
En esta novela que le cuesta escribir, relata cómo va saliendo del trance. Basta recordar El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas y El zorro de arriba y el zorro de abajo, de José María Arguedas, para aquilatar los riesgos del proyecto. En él Liscano redobla la apuesta, como si jugara a la ruleta rusa. La tensión se hace exasperante esperando que el proyectil letal caiga en la recámara del arma, porque se plantea un asunto de vida o muerte, en el que además se aguarda que caiga la ficha de la verdad, sin poder saber dónde está la mentira o la impostura. Toda la obra del autor bordea la ficción, la autobiografía y el testimonio, desmontando además la ingeniería y relojería textual. En este caso el novelista proclama que "el escritor" es una invención de "el otro", el doble que es su sirviente, responsable de los menesteres prácticos. Para que no haya dudas, los dos personajes ficticios se llaman Carlos Liscano y comparten los datos biográficos con el autor de carne y hueso. Cerrando el círculo, un paratexto inicial declara que el "yo" es obra de M, un primer personaje que nunca lo ha abandonado.
Es sorprendente, pero el discurso antropológico o filosófico que contamina el relato termina favoreciendo la intensidad dramática. Los mecanismos de la ironía y el humor, que destruyen todas las creencias, subrayan que la acción narrada es una representación cerebral, tanto al referir las ideas, como las excursiones nocturnas, las emociones o los recuerdos, entre ellos la reconstrucción de la prehistoria y la trayectoria del escritor.
Desde que, en la novela creada en prisión, La mansión del tirano, Liscano puso en boca de un personaje insignificante las preguntas que se harían recurrentes "¿Qué hago yo aquí?... ¿Por qué yo?", escribir fue una forma de darle sentido a la vida o de fabricarse otro destino. Una vez en libertad publicó textos creados detrás de las rejas y volvió a reelaborar esa experiencia límite. Agua estancada y otras historias quizás logre sintetizar de manera perfecta la salida al mundo, pero el escritor regresó a la experiencia carcelaria en El lenguaje de la soledad y El furgón de los locos.
En El escritor y el otro sigue hablando de la prisión, del silencio, de la soledad y de la proeza de volverse escritor en medio de las condiciones adversas, que incluyen la casa sin libros donde creció junto a unos padres entrañables. La novela insinúa que para crear necesita el vacío solitario del penal y cuenta cómo lo recrea encarcelándose en el lenguaje y cortando amarras con los demás de modo despiadado, en pos de una lucidez sin ataduras. Los altibajos de la creación -la fe, las dudas, la desconfianza o el temor a las palabras- muestran que la soberbia es solo una cara aparente del self made man omnipotente, que fue militar, aviador, guerrillero, estuvo preso y vivió en Suecia. En la obra, el personaje Liscano es un ser vulnerable, con aguda conciencia de su yo fracturado, que descubre el valor de la vida en el fondo de situaciones comunes o extraordinarias que la literatura ayuda a imaginar.
EL ESCRITOR Y EL OTRO, de Carlos Liscano. Planeta. Montevideo. 2007. Distribuye Planeta, 189 págs.