Radicada en Georgia

El mundo como una máquina de controlar: siete relatos distópicos de la rusa Anna Starobinets

Una autora que no tiene buen recuerdo de su madre patria Rusia. "No respeta al débil" dice.

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Anna Starobinets
(foto Escaramuza, detalle)

por Mercedes Estramil
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No hay, hasta donde se sabe y por ahora, ninguna glándula humana que lleve el nombre del personaje trágico griego que por volar cerca del sol con alas de cera, se las quemó y murió. Por eso fue un acierto de la rusa Anna Starobinets ponerle a esta colección de siete relatos distópicos un nombre que aúna lo que es con lo que aún no. En el terreno de la metáfora se resuelve la disyuntiva. Ícaro, hijo de Dédalo (hacedor del laberinto en Creta) se quema por querer llegar a donde el mortal no puede, comete el pecado de exceso o hibris de igualarse a los dioses. Dédalo, la voz de la experiencia y la cordura, lo previene, pero él sigue. La narrativa de Starobinets, deudora de la maestría de Ovidio y de la ciencia ficción de Aldous Huxley, Philip K. Dick, Stanislav Lem o Connie Willis, muestra la cara y cruz de ese sueño de rebeldía y ceguera por el que el humano ha querido siempre igualarse a la divinidad.

Poshumanos. Subtitulado “El libro de las metamorfosis”, La glándula de Ícaro contiene historias que van en tensión creciente y tienen una cualidad tornasolada, propia de la metamorfosis que critican y provocan. No es que no tiren línea (el poshumanismo es Malo, con mayúscula) sino que la fundamentación no viene de un aleccionamiento maestril. Es pura acción, el futuro se ve a través de la maquinaria narrativa puesta en funcionamiento óptimo. Escalando desde la banalidad al abismo, cada relato da miedo, y no es el temor al monstruo que llega de afuera, ni al del humano enfermo o psicópata o asesino gratuito. Es miedo al espectador televisivo o al adicto a las redes o a la funcionaria escolar, que un día devendrán superhumanos. Es decir, a cualquiera. Y aunque el trasfondo de su planteo es profundamente pesimista, la superficie tiene frescura y humor. Se vale de historias tan corrientes como un adulterio o de la distopía total: parejas que contratan una posvida con su conciencia implantada en palomas. El denominador común es que todo, siempre, sale mal. Tiene que salir mal si el objetivo es mostrar que el ser humano está empeñado en volar con alas que se van a derretir.

Starobinets ensombrece el planteo a medida que la escritura avanza. La frase inicial del libro y del relato homónimo da la tónica: “Todo empezó por una minucia”. La minucia es el adulterio de un buen padre de familia, con una amante agendada como “Zanahoria”. Para que estas y otras desviaciones más guerreras de la testosterona se corrijan, el Estado implementa y ofrece (en una exhortación maquiavélica, por masiva y psicológica) la extirpación de una glándula culpable. La esposa ofendida, animada por la virtualidad teleteatrera, mueve los hilos para que la corrección funcione y la normalidad regrese, y para que su hijo adolescente, apodado “Liebre”, no pierda al papá. Qué decir del resultado. Para cuando el relato finaliza, se entiende que no estuvimos leyendo sobre adulterio en el sentido convencional de las pasiones infieles sino de: control, suicidio, cientificismo, sumisión. En los demás opera la misma lógica, con más o menos alegoría.

“Siti” es un festín para escritores. Tras mucho esfuerzo, el protagonista es invitado a entrar a Siti (un paraíso primermundista; nos gusta creer que es Nueva York porque promete felicidad y vende hamburguesas) para una estadía creativa de la que tiene que salir un relato sobre la ciudad. Lleva a su novia, que pronto se encandila con las luces de neón y lo deja solo con su nihilismo, desconfianza y misantropía. La caída está ahí nomás, a un paso del subte y en espejo con los desbarrancamientos que el escritor fue viendo. Las sociedades que pinta Starobinets enamoran a unos, embaucan a otros y encarcelan al resto, y no precisan prisiones. En “Spoki”, la nouvelle que cierra el volumen, el símbolo del control es una consola de video juegos —algo así como una ceibalita maligna, o un peluche kentukis en la novela de Samanta Schweblin— que seduce a una niña sin padre y pone de cabeza a una madre pensante pero frágil. La realidad del bullying, de los “diferentes”, está ahí, apuntalando la hipocresía de una sociedad que vive presumiendo de lo que carece (empatía, solidaridad, aceptación, bondad).

Fenómenos. Radicada en Georgia, Starobinets no tiene un buen recuerdo de su país de origen, y no se corta para fustigar a la sociedad rusa que, en sus palabras, no respeta al débil sino que lo zahiere haciéndolo sentir culpable de su desgracia. La observación proviene de su propia vida. En 2012, ante una malformación fetal, debió abortar al bebé. La opción era hacerlo en las clínicas estatales, sin anestesia, pasando por un ominoso y silenciado periplo médico, o en otro país (lo hizo en Alemania) donde el trato fuera humanitario. De esa experiencia nació en 2017 su único libro de autoficción, Tienes que mirar. Ese último año muere de cáncer de esófago su esposo, el escritor Alexander Garros, que por ser de origen letonio no tenía derecho a seguro médico en Rusia (ni en Letonia, por no residir allí).

Starobinets hace buena ciencia ficción con el absurdo y la falta de empatía de la sociedad. Se enfoca en los aparatos de control, ya sean el Estado, la ciencia, la industria o las grandes compañías, y en sus desprotegidas y/o complacidas víctimas. En “El lazarillo” dos presuntuosos productores de cine contratan a un guionista, lo hacen ir a medianoche, denuestan lo que escribe, lo convidan con un licor terrible y convierten un contrato de trabajo en una atroz experiencia cinematográfica. En “El parásito” (el más bizarro del volumen) una extraña criatura producto de un experimento científico aviva religiosidades dormidas; en “La frontera” (relectura de Solaris, de Lem, en un tren en vez de en una estación espacial) una familia pobre paga caro volver al ayer; “Delicados pastos” plantea una visión de la reencarnación muy onda Black Mirror, con una pareja que contrata una digitalización animal para su conciencia.

La gracia del libro y de la autora está en hacer caer por igual a los malos, los buenos, los indiferentes, los funcionales. Acaso los “orejanos” resisten un poco la manipulación a fuerza de sentido común —como aquel personaje de Felisberto Hernández en “Muebles el Canario”, premonitorio relato si los hay —, pero no tienen adónde escapar.

LA GLÁNDULA DE ÍCARO, de Anna Starobinets. Impedimenta, 2023. Salamanca, 247 págs. Trad. de Fernando Otero Macías.

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Anna Starobinets por Oscar Larroca

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