Diego Fischerman
POCO DESPUÉS de las ocho de la noche el Comité para la Seguridad del Estado (Komitet Gosudarstvennoy Bezopasnosti, más conocido como KGB), recibió la noticia. Había muerto Sergei Prokofiev. Las discusiones no se hicieron esperar; debía decidirse si se le darían los honores correspondientes al Gran Compositor Soviético Fallecido o si el funeral tendría el tono grisáceo con el que el Estado acostumbraba ocultar a medias todo aquello que no coincidiera exactamente con sus designios. Nadie sabía, a ciencia cierta, si era mejor recordar al compositor que en lugar de irse había deseado regresar a la Unión Soviética, a aquel que siempre había querido satisfacer a Stalin, o al que, en realidad, nunca lo había logrado.
El 5 de marzo de 1953, sin embargo, sucedió algo más. Cincuenta minutos después del paro cardíaco que terminó con la vida de Prokofiev, en un departamento comunal de Moscú, un derrame cerebral causó la muerte de Iosif Stalin, en su dacha en las afueras de la misma ciudad. La Cuestión Prokofiev fue rápidamente abandonada a su suerte. A las diez de la noche ya nadie discutía sobre qué hacer con su cadáver. Es más, su muerte no fue conocida fuera de la Unión Soviética hasta tres días después y el Pravda la anunció recién seis días más tarde. La única concesión fue que el Cuarteto Borodin, integrado por Rostislav Dubinsky, Yaroslav Alexandrov, Valentin Berlinsky y Rudolf Barshai, tocara a las apuradas, frente al ataúd del compositor, parte del segundo movimiento del Cuarteto No. 2 de Piotr Ilich Tchaikovsky (que a Prokofiev no le gustaba), antes de ser llevado al Salón de las Columnas para permanecer allí tres días junto al féretro del buen Iosif Vissarionovich, tocando ese mismo cuarteto -esta vez completo- en un loop interminable.
"Quería ser famoso y no había tenido éxito ni en los Estados Unidos ni en Europa. Era un ingenuo en el plano político", fue la opinión lapidaria de Igor Stravinsky acerca de lo que para muchos sigue siendo un misterio. Prokofiev, que en 1918 había escapado de la Revolución, volvió a la vieja Rusia en 1936, el mismo año del juicio que abrió oficialmente la Gran Purga, cuando 16 presuntos miembros del llamado "Centro Terrorista Trotsky-Zinoviev", supuestamente liderado por Grigori Zinoviev y Lev Kamenev, dos prominentes miembros del Partido Comunista, fueron acusados de planear el asesinato de Sergei Kírov y de Stalin y luego ejecutados. Pero ese enigma empalidece frente a la propia condición desconcertante de su obra. Una producción negada por las vanguardias y por los guardianes de la corrección realsocialista pero amada en secreto por ambos, popular y reconocida tempranamente por el mercado musical de una manera a la que ningún otro compositor del siglo XX se acercó siquiera. Una producción fundada en los arcanos beethovenianos de la forma y el desarrollo y situada por afuera de las discusiones de la época en relación con la caducidad de la tonalidad funcional, del valor constructivo del timbre o las densidades, conservadora en una época que no perdonó el conservadurismo y, al mismo tiempo, con una originalidad tal que la hace inconfundible desde los primeros compases incluso para los oyentes menos avezados.
"En las últimas décadas el arte occidental ha empobrecido extraordinariamente el lenguaje musical y le ha desprovisto de sencillez, de comprensibilidad y de armonía... La presencia del formalismo en mis obras se explica por una deficiente comprensión de lo que nuestro pueblo espera. Trataré de buscar un lenguaje claro, comprensible y cercano al pueblo", escribió Prokofiev en una famosa carta pública, en 1947. Y cualquiera que escuche el ballet Romeo y Julieta o el cuento musical Pedro y el lobo podrá colegir que lo logró. Lo curioso es que esas obras no son menos personales -ni menos modernas, más allá de su aparente sencillez- que su fenomenal (y futurista, con su superposición de planos sonoros, su poderío rítmico y su culto al ruidismo) Suite Escita, una adaptación de momentos musicales de la ópera Ala y Lolli, estrenada en 1914, apenas un año después de que Stravinsky hubiera revolucionado París con su Consagración de la primavera. Dos libros, uno editado en 2008 por la Princeton University Press y el otro en 2009 por la Oxford University Press, ambos con el musicólogo Simon Morrison como responsable (en un caso como editor y en el otro como autor) ponen el foco en este autor tan venerado por intérpretes y oyentes como poco considerado por los teóricos. En Sergey Prokofiev and his World, Morrison presenta documentos invalorables, como las notas en la libreta de su madre, Mariya Prokofieva, o la correspondencia entre el compositor y su colega, Levon (o Lev) Atomyan, junto a ensayos de diversos investigadores sobre tópicos como la relación de Prokofiev con el cine, su temprana carrera en los Estados Unidos o su secreta adhesión a la iglesia de la Ciencia Cristiana y la influencia de esa creencia en su estilo. En The People`s Artist. Prokofiev`s Soviet Years, el autor se centra en el período comprendido entre los preparativos del regreso a la Unión Soviética, en 1935, y su muerte, en 1953.
Jorge Luis Borges llamó alguna vez "devota del sistema decimal" a una señora que se lamentó ante él del hecho de que Doña Leonor Acevedo, madre del escritor, hubiera muerto cuando le faltaba tan poco para cumplir 100 años. No es otra la devoción mostrada por el mercado musical que, en particular desde 1991 y el correspondiente bicentenario de la muerte de Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theofilus Mozart, más conocido como Amadeus, (un nombre que, curiosamente, nunca usó) se ha dedicado a enarbolar la redondez de los aniversarios como único criterio posible para la programación de conciertos, la edición discográfica y hasta la escritura de notas periodísticas.
Por eso, la edición de estos dos libros extraordinarios dedicados a Prokofiev, sumada a la excepcional integral de sus sinfonías dirigida por Valery Gergiev al frente de la Sinfónica de Londres, grabada en vivo en 2004, publicada dos años después y ganadora del Premio Gramophone, no pueden ser menos que festejadas por su profunda originalidad. No coinciden con ningún aniversario terminado en cero sino que responden a una verdadera rareza en la actualidad: el puro interés intelectual y artístico.
Vanguardias. Los años de la Revolución fueron, también, de agitación artística. Hasta la muerte de Lenin, y durante el comisariato cultural del dramaturgo Anatoli Lunacharsky, predominó la idea de que la vanguardia estética debía acompañar a la política y de que una revolución no podía ser cantada por conservadores. Esos fueron los años del futurismo y su correlato teórico, el formalismo y su concepto de la "ostraniene" o extrañamiento: la artisticidad anidaba en la posibilidad de que algo pudiera ser mostrado de tal manera que fuera visto como por primera vez. Fue la época de Maiakovsky -y claro, también la de su desencanto y su suicidio- y la de un joven compositor de 17 años, nacido con el siglo y llamado Alexander Mossolov, que festejó la Revolución de Octubre con un ballet llamado Hierro, cuyo movimiento La fundición de acero llegó a tener, posteriormente e interpretado por orquestas occidentales, una fama discreta.
Sergei Sergeyevich Prokofiev había nacido en 1891 en Sontsovka, actualmente el pueblo de Krasnoye, en Ucrania. Su madre era pianista y su padre ingeniero agrónomo y se cuenta que a los 8 años ya había compuesto sus primeras obras. Las que inauguraron su carrera oficial no llegaron mucho después. Su primera Sonata para piano es de 1909, cuando tenía 18 años, el Concierto para piano y orquesta No. 1 es dos años posterior y apenas tres después compuso la ópera de la que extraería la visionaria Suite Escita. Era una obra futurista pero el futurismo aún no había llegado. Los compositores nacionalistas lo condenaron y, en el momento de la Revolución, Prokofiev ya había decidido irse a otra parte.
"Todos los diarios incluyen algún artículo sobre mí, y, al mismo tiempo, este famoso compositor tiene tres dólares en sus bolsillos", escribió Prokofiev en su diario, dos semanas después de haber arribado a Nueva York el 6 de setiembre de 1918, luego de un viaje que lo había llevado de Moscú a Vladivostok, de allí a Tokio, y poco más adelante a Honolulu, San Francisco, Vancouver y Chicago. El músico esperaba vivir de sus conciertos como pianista, tocando sus propias obras, pero la temporada neoyorquina, que usualmente comenzaba a mediados de octubre y llegaba hasta marzo del año siguiente, se había postergado debido a la epidemia de influenza española. Prokofiev había planificado una estadía de cuatro meses y, contra los consejos de sus amigos, se quedó dos años. En su diario escribía, con el título "¡Qué sarcasmo!": "De escaparme de los bolcheviques a morir de influenza española". La obra con la que contaba hasta el momento era profusa: sus primeras cuatro sonatas para piano, la Sinfonía Clásica, el Concierto No. 1 para piano y orquesta, la Suite Escita. Y llevaba en su valija, también, la reducción para piano de su ópera El jugador, basada en el texto de Dostoievsky y aún no estrenada. Su primer concierto completo en Manhattan fue el 20 de noviembre de 1918, en la Aeolian Hall, alquilada para él por su amigo Ivan Vishnegradsky con un seguro de cuatrocientos cincuenta dólares. Antes ya había tocado su Toccata Op. 12 para un evento en el Museo de Brooklyn. El programa, esta vez, incluyó sus 4 Estudios Op. 2 y la segunda Sonata, piezas breves suyas, de Scriabin y Rachmaninov, y concluyó con "Sugestión diabólica", de sus 4 Piezas Op. 4. En la segunda y tercera presentación en la misma sala, Prokofiev incluyó las Sonatas 1, 2 y 4, además de tres gavottes y las Visiones fugitivas. Veinte años después, la mayoría de esas obras formarían parte del repertorio de los más grandes pianistas del momento pero, para ese entonces, Sergei Prokofiev ya vivía en la Unión Soviética y tenía prohibido viajar fuera del territorio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En aquel debut a destiempo, en una ciudad en la que las obras del naciente siglo XX casi no eran escuchadas y donde la valoración sobre cualquier música proveniente de un ruso (o un ucraniano, poco importaba) estaba teñida por el espectacular éxito de Sergei Rachmaninov, el compositor se encontró con una especie de tibia indiferencia. Se aceptaba que era un personaje importante pero de ahí a querer escuchar su obra y tenerla en cuenta -y a él como intérprete- como para que pudiera subsistir, había una gran distancia. "El final de la Sonata No. 2, hace pensar en una manada de mamuts cargando a través de una planicie asiática", escribió Richard Aldrich en el New York Times. "Su manera de tocar tiene muy pocos matices pero hay que reconocer que tiene dedos de acero, muñecas de acero, bíceps de acero y tríceps de acero", concluía el crítico. Prokofiev volvió a los Estados Unidos varias veces, estrenó óperas en Chicago y, ya en la segunda mitad de la década siguiente, tuvo encargos importantes como el de la Sinfónica de Boston, que resultó en su Sinfonía No. 4. Pero su nuevo centro de operaciones fue París. Y allí tampoco le fue mucho mejor. No es que sus obras no se tocaran. Pero, en la ciudad donde la primavera del siglo musical ya había sido consagrada en 1913, el lugar del exiliado ruso con éxito estaba ocupado por Igor Stravinsky.
La vuelta al hogar. Nadie entendió su decisión. O tal vez sí. Stravinsky, con su cinismo, fue quien dio en el clavo. En Rusia, Prokofiev podría ser la estrella que la competencia parisina impedía que fuera. Entre 1920 y 1935, se estrenaron varias de sus sinfonías; él se ocupaba de su repertorio para piano, y, por otra parte, se hizo un experto en el reciclaje de sí mismo. La Sinfonía No. 2, no demasiado bien recibida por la crítica, se convirtió en un aclamado ballet de la compañía de Diaghilev, El paso de acero. Y la ópera El ángel de fuego, aún no representada, devino en la Sinfonía No. 3. Para los parámetros actuales nada más alejado del fracaso que ese autor que, por ejemplo, pudo darse el lujo de vivir un año entero, a partir de marzo de 1922, en los Alpes, junto a su madre y dedicado exclusivamente a la composición. Alguien, por ejemplo, de cuya tercera Sinfonía Koussevitzky había opinado que era "la más grande desde la Sexta de Tchaikovsky". En Rusia, por su parte, lo consideraban más como un prolongado embajador en el exterior que como un disidente fugado. En 1927 realizó varias giras de conciertos por la vieja Rusia de todas las Rusias y, ese mismo año, la ópera El amor por tres naranjas, basada en un libreto de Carlo Gozzi -el mismo autor de Turandot, una pieza de la Commedia dell`arte del siglo XVIII- fue estrenada con éxito notable en San Petersburgo. Con lo que se vuelve a la primera pregunta. Qué hizo que Prokofiev decidiera, en 1936, quedarse a vivir en Rusia -lo que, según se cuenta le costó, entre otras cosas, la separación de su primera mujer, la cantante española Lina Llubera- vuelve a ser, entonces, el misterio. Pero la pregunta debería referirse, más bien, a qué era, para Prokofiev, el éxito. Y, obviamente, qué el fracaso.
Stravinsky se refería a Prokofiev como el compositor vivo más importante del momento. Pero en esa frase había un sobreentendido: el mejor de todos no se nombraba por pudor. Para Stravinsky pero, también para todos aquellos que escuchaban su afirmación, el primero era Stravinsky. Y para Prokofiev, alguien que había escrito su primera ópera, El gigante, a los 9 años, ser el segundo se parecía demasiado a la derrota. Por un lado, Moscú necesitaba celebridades y Prokofiev tenía algo para ofrecer en ese sentido. Por otro, probablemente, el compositor jamás pensó que, dos años después, le prohibirían viajar al exterior. Según muestra en su fenomenal estudio Simon Morrison, que fue el primer musicólogo en tener acceso a los archivos soviéticos del compositor, Prokofiev sólo esperaba cambiar de centro de operaciones. París, en esos años, no era un buen lugar para los extranjeros. La Alemania nacionalsocialista bombardeaba España. La "Carta colectiva de los Obispos Españoles a los de todo el mundo" había declarado "teológicamente justificada" a la guerra civil de ese país y había definido como "una cruzada" al ejército del Generalísimo Francisco Franco, mientras la Legión Cóndor de la aviación alemana destruía Guernica y perseguía desde el mismo cielo a los civiles que huían de la masacre. Un ruso en París o era comunista, lo que era malo para muchos, o era un renegado de la Revolución, lo que era malo para los otros. Y Stravinsky tenía nuevamente razón. Prokofiev fue víctima de un juego de pinzas entre su vanidad y la ingenuidad política. O, según afirman otros, de una hábil operación de Inteligencia, orquestada a través de emisarios oficiosos, para convencerlo de las bondades de la Unión Soviética (y de lo bondadosa que la Unión Soviética sería con él). Lo cierto es que, en el momento en que el compositor viajó nuevamente a su patria, las purgas no habían comenzado, Hitler aún no había avanzado sobre Europa, nada hacía prever ni la guerra ni el valor que la figura de Stalin cobraría no sólo para Rusia sino también para el llamado Occidente y, mucho menos, que su decisión lo convertiría en una suerte de prisionero de lujo de un régimen cuyo terror los intelectuales más importantes de la época tardarían más de medio siglo en reconocer.
La inmortalización. Gran parte de lo sucedido con las artes durante el nazismo, en Alemania, o con el stalinismo en la entonces Unión Soviética, sólo puede explicarse teniendo en cuenta la alta consideración hacia ellas que tenían tanto Hitler y su círculo como Iosif Stalin. En ambos casos, la idea de una nueva clase de Estado estaba acompañada por una idea acerca del arte y de su lugar en esa refundación. Ni uno ni otro prohibieron sólo artistas disidentes (aunque también lo hicieron, por supuesto). Lo que los preocupó más fue el Arte disidente. Ese arte que unos definieron como degenerado y los otros como decadente y que no respondía al llamado que hacía la nueva sociedad. Hitler y Goebbels eran melómanos. Dedicaban horas de sus conversaciones doctrinarias a dirimir cuestiones sobre la interpretación de las Sinfonías de Beethoven, las Pasiones de Bach o -concesión al lugar común- las óperas de Wagner. Amaban la música y por eso la música fue parte de sus políticas de Estado. Stalin, por su parte, fue, según las fuentes más confiables, el verdadero autor de la crítica que el Pravda publicó sobre Lady Macbeth del Distrito de Msensk, de Dmitri Shostakovich. Mal podría imaginarse a los oscuros dictadores que han conocido ambas márgenes del Río de la Plata -y lamentablemente, tampoco a sus más dignos reemplazantes democráticos- procupados por cuestiones estéticas hasta ese punto. Todo habría sido peor, podría pensarse, si a los tiranos locales les hubiera interesado la música. Pero lo cierto es que, en la Unión Soviética del siglo XX, los gustos y disgustos musicales de Stalin terminaron definiendo una estética. Tanto en su afán por complacerla como en los resquicios que encontraban para infiltrar otros pensamientos sonoros, Shostakovich y Prokofiev terminaron edificando estilos de una fuerza y originalidad superlativas.
El compositor argentino radicado en Estados Unidos, Osvaldo Golijov, asegura que las mejores obras de arte se crean en tensión con la figura del "editor". Él cita el ejemplo del Dean Tavoularis, el diseñador de producción de Francis Ford Coppola en El padrino -y luego en muchos films más- sin el cual la saga no hubiera sido la misma. Los editores de los compositores europeos son los profesores universitarios, que a su vez ocupan los puestos de jurados en los concursos que determinan las comisiones de las que viven los músicos. Los de los autores estadounidenses son los propios oyentes. En uno y otro caso, los compositores crean en tensión con esas demandas. No pueden ser miméticos con ellos pero, tampoco, ignorarlas. Y el editor de Prokofiev fue, qué duda cabe, Stalin.
Uno de los detalles pintorescos de la relación de Prokofiev con el Estado, o más bien del Polit Buró con su memoria, fueron las numerosas correcciones sufridas por la carta con la que se comunicó oficialmente su muerte. En una de las primeras versiones, del 11 de marzo, se titulaba "Sobre la inmortalización de la Memoria del Gran Activista del Arte Musical Soviético, el Artista del Pueblo y el Compositor Ganador del Premio Stalin S. S. Prokofiev" (las mayúsculas son las originales). El 14 de marzo la carta, había cambiado su encabezamiento por "Sobre la inmortalización del Artista del Pueblo, el Compositor Prokofiev", ya sin mención ni al Premio Stalin ni al activismo. Una placa de la Unión de Compositores, en 1956 -el mismo año de la invasión soviética a Hungría- pero, sobre todo, el hecho incontrastable de que Romeo y Julieta pasó, a partir de la desestalinización de Khrushchev, a ser el ballet más programado por el Kirov, por encima incluso de las obras de Tchaikovsky, fueron piezas clave en la construcción de Prokofiev como el gran compositor ruso del siglo. Nuevamente a destiempo, lo había conseguido. Los grandes intérpretes soviéticos de la época -David Oistrakh, Mstislav Rostropovich- fueron sus adalides. Sus óperas forman parte del repertorio corriente de los principales teatros del mundo como ninguna otra de la centuria, ni siquiera de celebridades occidentales como Benjamin Britten o Leonard Bernstein.
Sus sinfonías, junto a las de Shostakovich, conforman el único ciclo al que el mercado musical le da el rango de tal. La música de la pelea callejera, de Romeo y Julieta, es ya un recurso reiterado a la hora de musicalizar catástrofes en los noticieros o, vaya a saberse por qué, gestas deportivas. Pedro y el lobo, con la voz de Sting en inglés y de José Carreras en castellano, fue, todavía durante los finales del siglo pasado, la introducción a la orquesta sinfónica de miles de niños en todo el mundo. Pero, además, el salvajismo de sus Sonatas para piano y de sus obras futuristas -la Suite Escita, El Paso de acero, la Sinfonía No. 2-, su anticipatoria mirada sobre las posibilidades expresivas del cine -y sus músicas para Eisenstein, Alexander Nevsky e Iván el terrible- y la manera en que logró exprimir géneros y formas del pasado como el cuarteto de cuerdas y la sonata, lo ponen en el centro de la valoración de una época que perdió sus certezas.
Casi todo lo que fue canonizado en la segunda mitad del siglo XX desapareció de la escena musical. Ya nadie, ni los serialistas, escuchan las obras serialistas de los cincuenta y los sesenta. Prokofiev, el que no fue suficientemente popular para algunos ni suficientemente vanguardista para los otros, sigue sin embargo sonando, popular como ninguno y vanguardista como muy pocos.