Poéticas de Milán

El ensimismamiento de la escritura como crítica de su relación con el mundo: un camino a la artificiosidad

En lugar de criticar la exterioridad, el lenguaje poético intenta prescindir de él.

Eduardo Milan
Eduardo Milán
(Leonardo Mainé/Archivo El País)

por Eduardo Milán
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Como si la escritura se mirara en el espejo de Orfeo y en vez de desaparecer al objeto del deseo desapareciera lo más posible al afuera, hay un síntoma inequívoco de estos tiempos poéticos que creo que hay que consignar y, de haberlo hecho, merece una continua insistencia. La escritura se vuelve una especie de acto de consciencia volcado sobre sí mismo, donde el lenguaje a medida en que transcurre va anotando lo que ocurre. Se trata de una escritura de desdoblamiento fingido, es decir, donde la posibilidad de crear un lenguaje objeto, libre, autónomo, entregado más a lo que dice que a la atención en si mismo, es interferido todo el tiempo por una especie de lenguaje-testigo. La impresión es de un doble lenguaje. Pero es sólo uno. Este tipo de escritura poética puede convertirse en un estilo, en una marca de autor. Pero su origen es el ensimismamiento de la escritura como crítica indirecta de su relación con el mundo. En lugar de criticar la exterioridad, el lenguaje poético intenta prescindir de él. Como no es posible escribir sin exterioridad —por más ensimismados que se pongan los signos— el acto se convierte rápidamente en una escritura poética que evidencia al máximo su artificiosidad. El lenguaje poético, dado su carácter auto-centrado —lo vemos en el siglo XII con el Dolce stil nuovo ya y antes con cierta poética de los trovadores, donde el poeta le habla a su “canción”, es decir, a su propio lenguaje con otro nombre, un nombre ya de objeto construido— el lenguaje poético, digo, es siempre en menor o mayor grado artificial. En la lógica de la repetición hay un artificio aunque el origen de esa lógica es la impresión de lo dicho en la memoria. En México, uno de los países que ha recibido más en el cuerpo poético la influencia del castellano y su cultura, la poesía de la primera mitad del siglo es especialmente cultora del fenómeno. José Gorostiza y Muerte sin fin (1939) son el talismán y Octavio Paz en toda su poética a partir de Libertad bajo palabra (1960) es el paradigma, la figura más clara de esa práctica. Pero en Uruguay también se da. Y el afrancesamiento de la cultura uruguaya es el síntoma que se expande al entorno poético. Desde su Julio Herrera y Reissig y Jorge Medina Vidal hasta Roberto Appratto, probablemente el más tocado por este modo expresivo-constructivo, pasando por Roberto Echavarren, Eduardo Espina y yo mismo.

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