El anarquista municipal

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Fernán R. Cisnero

Podrá pensarse que su obra es buena o mala (excelente o execrable como para ir entrando en su universo de extremos) pero en una cosa hay que coincidir: las biografías de Tabaré Rivero -dos a falta de una- son demasiado parciales para ser interesantes.

Escrita por Federico Ivanier (quien avisa que se trata de la versión exclusiva del artista de sus propias peripecias que, como opción literaria es, por lo menos, perezosa), La culpa es mía parte de una premisa falsa, un lugar desde el que es siempre difícil llegar a buenas conclusiones. Alguno de los implicados en este libro (autor, editor, el propio retratado) tendría que haber sabido que un artista con una obra interesante no necesariamente tiene que haber vivido una vida que valga la pena contar.

EL DESENCANTO. La vida de Rivero es una uruguaya sucesión de infancia más o menos idílica; adolescencia conflictiva con disputas con la imagen paterna que resultó, quizás, en poca disposición hacia las autoridades; una vocación tardía; un par de viajes más o menos reveladores; un empleo público; un par de parejas y cierta desazón hacia lo inevitable de la vida. Lo que Rivero aporta en exclusiva es una obra incansable, caja de resonancia de una ética propia que le permite, muchas veces con buena puntería, retratar esos lugares comunes nacionales en todo su patetismo y en todas sus contradicciones.

Su origen teatral, además, le dio una impudicia y una desfachatez que le permitieron atreverse a cosas que el tímido rock de la posdictadura miraba con el desdén de sus propias limitaciones. A eso hay que sumarle, además del rock clásico, la música popular uruguaya de los sesenta y su maniqueísmo ilustrado (Viglietti es una influencia clara como deja en evidencia su cover punk de "Gurisito", pero su presencia va mucho más allá de eso), el tango y el rock paródico inaugurado por Frank Zappa. Una buena manera de ingresar a su mundo son las recientes reediciones de Sigue siendo Rocanrol y Rocanrol del Arrabal, sus dos primeros discos que incluye clásicos como "Patada en el bajo beat" y "Todo el mundo cambió", uno de esos contados lúcidos momentos en que una canción de rock uruguayo coincide con el pulso de su época.

Para mostrarse en público, Rivero utiliza, precisamente, a La Tabaré, una compañía artística -al igual que tuvo una su padre, el actor/director/autor/empresario Mario Rivero, una figura con la que cargó una relación distante, belicosa pero, a la larga, influyente- a la que convoca de acuerdo a que la idea de Rivero deba ser traducida a recitales, discos, ciclos temáticos, obras de teatro u operetas rock. Otra ética, la del trabajo, le llegó tarde pero con fuerza: no pasa un año en que no haya un producto con su marca.

Su público ha pasado por ser teatrero, universitario, punk y peligroso hasta llegar a un rockero tirando a grande que se siente identificado con la amplitud de estilos que puede manejar la banda y cierto desencanto adulto sobre las cosas que les pasa en sus vidas.

GENERACIÓN 87. Dentro de esa audiencia está, seguro, Ivanier, quien escribe en La culpa es mía desde la admiración más absoluta, al punto de que uno se entera de que no es una autobiografía oral de Rivero cuando el autor llena oraciones con frases laudatorias. Ivanier tiene publicadas novelas para niños y adolescentes y se le nota. Por eso se pierde -entre anécdotas intrascendentes, elogios desmedidos y relatos de aventuras poco originales- la oportunidad de ayudar a entender una obra que genera respeto pero también recelo en ciertos círculos.

Quizás eso se deba a que Rivero siempre fue como el hermano mayor que se coló en la fiesta de los más jóvenes de la casa (¡y además era el que estudiaba teatro!). Él mismo lo tuvo claro desde que, en sus primeras estrofas grabadas, avisa: "me miro en el espejo/ y me siento un poco viejo/ para andar tocando rock". Crecido en la década de 1970, pasó su infancia durante la dictadura, una experiencia que marcó su carácter. Ya era rockero, artista y municipal cuando aún la generación de 1987 que lo acogería como uno de ellos, pero con cierta distancia, estaba en sus años escolares.

Desde entonces ha hecho mucha cosa, obras de teatro (o teatrock para usar un término algo forzado al que apeló el propio Rivero), discos que no se apartaron ni un poco de los mandamientos iniciales aunque fueron perdiendo algo de frescura en su pasaje a la adultez; ciclos con propuestas desafiantes (esa cosa brechtiana, otra influencia clarísima) y recitales donde la banda (que siempre incluyó una actriz/cantante) explota su lado más salvaje, aunque también sabe hacerse acústica.

De alguna manera un producto de un país batllista en la que los empleos públicos hacen posible carreras artísticas, Rivero es un artista que tiene como uno de los mayores atributos el ser atípico y contestatario a la vieja usanza. Eso le da cierta incomodidad a su obra que el libro de Ivanier, al destacar los lugares comunes de su vida en vez de lo inusual de su obra, no consigue explicar. La obra de Rivero, hay que decirlo, ha sido muchas veces mirada con una displicencia muy injusta por sus contemporáneos que deberían escucharlo más, pero tampoco está repleta de unanimidad de obras geniales, como parece creer el biógrafo.

LA CULPA ES MÍA. BIOGRAFÍA INCONCLUSA DE TABARÉ RIVERO, de Federico Ivanier. Aguilar, 2011. Montevideo, 279 págs. Distribuye Santillana.

Sheriff

CUANDO LA DICTADURA estaba terminando, el intendente de turno abrió franquicias para que entrara todo el mundo. Como la madre de un compañero del Teatro Sincueva tenía un cargo alto en la Intendencia, le sugirió a Tabaré que fuera e hiciera una prueba para entrar de cuidador nocturno del Corralón Municipal, un galpón-garage en unos terrenos baldíos del Barrio Sur, adonde habían enviado a los negros que la dictadura desalojó del conventillo Medio Mundo. En esta edificación había camas cuchetas separadas por cortinitas donde dormían familias enteras. La misión de Tabaré si decidía aceptarla consistía en controlar que nadie pudiera entrar ni salir a determinadas horas. Para esta honrosa tarea se le iba a brindar el privilegio y el apoyo de un arma de fuego. Entonces si alguien venía borracho, por ejemplo, el vigilante no lo iba a dejar entrar. Y si el borrachito insistía, debía pegarle un balazo en las piernas. Había que hacerse respetar, canejo, porque si no, lo iban a pasar todos por arriba y eso era algo que el sheriff Tabaré Rivero no iba a permitir.

(Fragmento de La culpa es mía. Biografía inconclusa de Tabaré Rivero)

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