por Mercedes Estramil
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Dos mexicanos, en distintas décadas —siglo XXI— dan cuenta del estado de sociedades quebradas. No se precisa siquiera voluntad de denuncia, con mostrar alcanza. Alberto Chimal y Guadalupe Nettel publicaron en Páginas de espuma y Anagrama, respectivamente, dos libros muy diferentes pero que coinciden en ese muestreo de un “mal” subyacente. Se dirá que esa condición es el pan cotidiano de la literatura de todos los tiempos, y es verdad. Pero la gracia de leerlos juntos y compararlos viene de ver cómo ensamblan sus propuestas: en Nettel hay víctimas que apenas identifican el origen (a menudo interno) del dolor; en Chimal hay atacantes, sociópatas y psicópatas, que envilecen el mundo y lo hacen estallar. El mundo que emerge de esas ficciones acaso hace comprender en algo la realidad real, esa que por fuera del contexto protector de la ficción, anula y lastima.
Los demonios. En varias entrevistas, Alberto Chimal (Toluca, 1970) se ha explayado sobre la indefensión de estos tiempos, la fractura social, el desgaste económico, la decadencia e inoperancia estatal, la pérdida de territorio a raíz del narcotráfico, el encandilamiento con lo virtual en detrimento del trato directo con el otro. Su mirada es sobre México, pero extensible a otras geografías latinoamericanas. En Los atacantes (2015) la ficción es dura y realista pero contiene destellos del fantástico y el absurdo. Quizá ya no se pueden separar.
El libro empieza, sigue y termina con relatos atrapantes. “Tú sabes quién eres” es un monólogo de horror psicológico en el que los papeles de víctima y victimario se confunden (aunque en un verbo inicial está la punta de la madeja: a Chimal hay que leerlo despacio); la intersección va llegando de a poco a lomos de una tensión progresiva. ¿Cómo saber, cómo identificar dónde y en quién está el peligro? La efectividad del peligro es tal que aunque a veces rompa los ojos no se lo ve. El muy irónico “Aquí sí se entiende todo” muestra a un par de buenos mirando un video que registra un crimen. Dudan si es real o una broma formadora de leyenda urbana, quizá porque los presuntos criminales llevan máscaras y disfraces. Ninguno de los observadores presiente en la propia oficina la presencia del Atacante (única vez que se menciona en el libro), figura que lleva el relato a un final de infarto. También el texto que cierra remite a una ¿leyenda? recurrente: la ingesta de carne o sangre infantil con diversos propósitos. “Gente buena” presenta a una protagonista y narradora dueña de una feliz pareja de sirvientes que no paran de sonreír mientras ella recibe cápsulas especiales llegadas de Juárez, ciudad con una mítica delincuencial bien ganada. La “gente buena”, está claro, es la que sigue obedeciendo, sonriendo, permitiendo.
En otros cuentos, el permiso tiene límite y concluye. Es el caso de “Él escribe su nombre”, donde la relación sexual de una pareja que se va a dejar deriva en un ejercicio violentísimo del poder. La historia recuerda a los registros más sádicos de una Kristen Roupenian. En el relato más extenso, “Connie Mulligan”, Chimal se divierte, tira humor y cinismo al mundillo de las editoriales, en el que también abrevan acosadores, escritores infatuados (o peor, padres infatuados de escritorcitos), influencias políticas, y locos a granel. Viene bien esta historia para aligerar (no para aliviar), igual que la sangrienta de “Los salvajes”, donde un matón narco lee al chileno Roberto Bolaño. En “Arte”, un relato estilo “ars narrativa”, queda tácitamente expresado que el horror mayor es el de no entender y no poder ver la vida como eso, una obra de arte.
Los secretos. El universo de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) es algo —no mucho— más cálido. Digamos que hay gente más dispuesta a encajar en la “normalidad”: una universitaria ve cómo cambia la foto familiar cuando de casualidad encuentra a su tío enfermo terminal y decide acompañarlo; un hombre que fue criado en un orfelinato trata de ayudar a una madre cuyo hijo desaparece; familias bajo pandemias buscan mantenerse en pie bajo la forma de unas vacaciones o durmiendo; un hombre sueña con el piso que no pudo alquilar y busca la forma de visitarlo; la muerte lenta de una araucaria es leída y finalmente aceptada como el símbolo perfecto de una disgregación familiar; etc. Pero bajo estas solidaridades y resignaciones fluyen ríos más pesados. La desidealización de la familia como un refugio seguro es lo primero. Detrás vienen, en tropel, todas las demás: maternidad, adolescencia, pasado. Ni siquiera las versiones anteriores de uno son inmunes al destrozo. Un cuento perturbador y fantástico en esa línea es “La puerta rosada” (que puede dialogar con “La pata de mono” de W.W. Jacobs), donde un hombre inconforme en lo emocional acepta una golosina en un lugar que parece prostíbulo. Que el destino cobra todas las cosas es algo que va a aprender de una manera insólita.
Como es norma en la literatura occidental, la ilusión de vivir otra vida, de cambiar la propia, se verifica siempre -previsiblemente- como un fracaso. En “Jugar con fuego”, una mujer viaja al campo con esposo y dos hijos adolescentes. Huye del confinamiento pandémico y de un grafitero vandálico y espera que el espíritu del bosque le devuelva la calma, pero ignora hasta qué punto los problemas viajan con ella. “La vida en otro lugar”, auténtico espionaje de la frustración, muestra al típico crédulo de la brillantez del campo ajeno.
Nettel trabaja relatos sencillos, no pretenciosos, pero los carga de tensión, juega con la espera y con la dosificación de la información. No le preocupa “explicar” todo lo que pasa, ni revelar los secretos que sus personajes guardan. En el relato del título, la extranjería de un exiliado uruguayo y su amiga mexicana y la de la infancia de ambos y la del amor, son leídas y aceptadas en la literaria imagen de los albatros divagantes. Esa es la imagen que planea sobre los personajes alienados y confundidos de estas historias.
LOS ATACANTES, de Alberto Chimal. Páginas de Espuma, 2015. Madrid, 113 págs.
LOS DIVAGANTES, de Guadalupe Nettel. Anagrama, 2023. Barcelona, 161 págs.