por Ionatan Was
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Si una virtud ha de caberle a la buena literatura es la de hacer viajar. Conocer sitios que en verdad existen y otros tantos ficticios. La Habana con su aureola de ciudad infranqueable parecería ser uno de esos sitios que todo el mundo conoce, aun cuando jamás transitaron por sus calles. Es también en La Habana donde vive el cubano más aclamado de las letras de la isla, Leonardo Padura (n. 1955), como lo fue Alejo Carpentier en otros tiempos.
Lo último de Padura, Ir a La Habana, podría servir de puntillazo para tantos que alguna vez imaginaron La Habana y hasta un poco la fueron construyendo a su antojo. Ir a la Habana no es una novela estándar, aunque tampoco lo contrario. Es la historia de una ciudad a ojos de un hombre que vivió desde siempre en ella y de la cual se considera un producto genuino. Es también la historia del autor-protagonista, sazonada por extractos de ficciones de una larga carrera literaria.
La Niza del Caribe. Padura se las ingenia para contar dos historias en paralelo: la suya y la de la ciudad. Y en medio los fragmentos con la presencia casi omnipresente del inspector Mario Conde, que muchos conocerán de sus novelas negras. A la vez también, en pequeñas dosis, tira reflexiones de esto y aquello, hasta quedar muy claro de qué lado de la vereda política se posiciona. Siendo esta mixtura variopinta, sincrética y algo abigarrada, la sal y pimienta del libro. Que, por tildarlo de alguna forma, se parece más a una autobiografía que a una guía turística o un resumen de Historia. Padura cuenta sus inicios de niño mataperro en el barrio natal de Mantilla, allí donde todo pasa, entre correrías y travesuras infantiles. Y de cuando solía “ir a La Habana”,es decir, dirigirse al centro de la ciudad.
Casi enseguida de la Mantilla primigenia se vuelve algunos siglos atrás, a los inicios fundacionales de una aldea nacida a la sombra de un árbol sagrado, y que no tardaría nada en erigir sus fortalezas ante el constante acecho de los piratas. Para renacer muchos años después como una Habana floreciente en buena parte por las plantaciones de azúcar y por todos esos inmigrantes venidos de muchas partes.
Una buena manera de encarar La Habana es hacer tabula rasa. Poner la mente en blanco, la nada misma, para ir completando la ciudad y su gente al influjo de las palabras, ese dejarse arrastrar por la literatura. Imaginar esa “turbia prosperidad” de apenas iniciado el siglo XX, ya ganada la independencia en 1902, para pocos años después ver pasar todo ese desfile opulento llegado del norte, con sus mansiones y sus jardines y sus casinos, y todos esos míticos personajes que también hicieron a Cuba, desde Ernest Hemingway hasta Louis Armstrong, pasando por Josephine Baker, Marlon Brando o Nat King Cole. Lo que para muchos debía de ser la Niza del Caribe, cuando todavía Miami estaba a medio hacer y Las Vegas era un enclave polvoriento en el desierto.
Decadencia. Cuando Fidel Castro, el Che Guevara y compañía irrumpieron para cambiar el curso de la historia, Padura apenas tenía cuatro años. Pero dice recordar esa vieja Habana de lo permitido, cuyos últimos fulgores quedarían todavía unos años más, hasta entrados los setenta. Después sí vendría la decadencia, la oscuridad en el sentido más amplio de la palabra, como se cuenta en este inicio de párrafo: “Porque pronto comenzaría a ver cómo las luces se iban apagando, las vidrieras languideciendo, las calles y edificios agrietándose y tanta gente muriendo o huyendo o apenas sobreviviendo, en lo que ha sido un doloroso proceso que aún hoy, más de seis décadas después, no termina, o más bien se acelera”.
Una revolución que no significó otra cosa que desidia y decadencia —enorme decadencia. Con una casta política que Padura menciona como “la empresa estatal socialista” y que entre muchas otras cosas se había apropiado del país, con “el propósito de borrar historias y, de paso, reescribirlas y, si resultaba posible, apropiárselas”.
Hay un cierto malhumor del autor con todo eso que pasó, con todo lo que fue y ya no volverá. Pero es un malhumor fino, a cuentagotas, asperjado de forma discreta. Como cuando cuenta de todos esos muchos compatriotas —desde la alta burguesía hasta los balseros de alta mar— que se fueron para siempre, incluyendo muchos de su familia. O cuando tantas veces invoca una palabra inventada, ajenitud, para describir esa última (y actual) Habana tan áspera, tan impersonal. Aun con todas las aperturas recientes, aun con los exóticos Rolling Stones y con Madonna y con tanta cosa nueva que llegó.
Pero con decadencia y todo, Padura es un hijo pródigo de esa misma Habana que nunca abandonó. No en vano fue que la frustración deportiva —en el béisbol, el deporte de las masas al que dedica su buena parte— lo llevó a la universidad, desde la cual iniciaría una carrera entre el periodismo y la narrativa, hasta volverse un escritor de fama, emblema del país.
Los otros cuentos. El libro tiene una segunda parte sin tanta sombra, aunque el autor seguirá insistiendo en aquello de la ajenitud y la decadencia general. Realiza un paseo por algunos de los barrios iconicos, aunque sin demasiada sustancia.
La cosa vuelve a ponerse interesante con las migraciones, muchos años antes de la revolución y antes de la independencia. Migraciones que en gran medida torcerían el destino de la nación, desde chinos a catalanes. En medio, pero conectado de raíz, una larga mención a un tabú que aún hoy suena a estigma: la prostitución. Impostergable para tantos y tantas, y con sus múltiples derivaciones, entre las que destaca una especie de guerrilla de chulos (proxenetas) que Padura con su prosa convierte en leyenda.
Para terminar un par de entrañables personajes que bien podrían reflejar el sueño cubano, pues sin tener nada se volvieron ambos tamborileros y músicos famosos, hasta por la forma de morir. El Chano y el Chori, uno en los clubes célebres de New York, y el otro en los bares de la otrora bulliciosa Habana. El mejor epílogo.
IR A LA HABANA, de Leonardo Padura. Tusquets, 2024. Montevideo, 324 págs. Con fotografías de Carlos T. Cairo.